Pero la transición demográfica ha tenido diferentes ritmos e intensidades. Cepal (2008) ha clasificado los países de América Latina y el Caribe en cuatro etapas de la transición demográfica, de acuerdo con la evolución de la esperanza de vida al nacer y la tasa global de fecundidad: muy avanzada, avanzada, plena y moderada. Entre los países en etapas muy avanzadas se encuentra Cuba, que inició la transición de manera muy acelerada hacia mediados del siglo pasado y se transformó rápidamente en uno de los países de la región con mayor esperanza de vida al nacer y con menor tasa de fecundidad. La Argentina y Uruguay, que destacan por haber experimentado transiciones tempranas, durante la primera parte del siglo XX, se encuentran entre los países en etapas avanzadas de la transición, al igual que Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica y México, que comenzaron la transición varias décadas después pero a un ritmo sostenido. En la etapa de transición plena se ubica un nutrido grupo de países: entre ellos, Ecuador, El Salvador, Panamá, Perú, Venezuela, Honduras, Nicaragua y Paraguay. Todos han tenido avances sustantivos en materia de fecundidad y mortalidad, si bien a ritmos muy diferentes: en algunos, como Honduras, Nicaragua y Paraguay, las tendencias han sido mucho más recientes. Por último, Bolivia, Guatemala y Haití están en una etapa moderada de la transición: la reducción de la mortalidad y la fertilidad ha ocurrido más tarde y a un ritmo más lento.
Fecundidad y esperanza de vida al nacer
Después del cambio de siglo, la mortalidad y la fecundidad han continuado disminuyendo, aunque a un ritmo menor en los países en etapas muy avanzadas o avanzadas de la transición demográfica. Desde una perspectiva de largo plazo, estas tendencias demográficas han modificado en forma radical las experiencias de vida de los habitantes de la región.
La reducción de la mortalidad dio lugar a un incremento significativo en la esperanza de vida al nacer, que pasó de 51,4 años en 1950-1955 a 74,4 en 2010-2015. En ese lapso, además, se acortó la distancia que separa a la región de otras más desarrolladas. Si a mediados del siglo pasado los latinoamericanos tenían, en promedio, una esperanza de vida 17 años menor que la de los estadounidenses y canadienses y 12 años menor que la de los europeos, en la actualidad esas diferencias se han reducido a 5 y 3 años, respectivamente (UN DESA, 2019).
La extensión de la esperanza de vida al nacer ha alcanzado a todos los países de la región, y la tendencia ha sido hacia una mayor convergencia: las desigualdades entre países son hoy menores que en el pasado. Sin embargo, aún persisten (gráfico 1.1). La esperanza de vida al nacer es de 79 años en Costa Rica, Chile y Puerto Rico pero solo de 61 años en Haití y de 69 en Bolivia. En otras palabras, se registra una diferencia de hasta 18 años en la esperanza de vida según el país de la región que se habite.
Las mejoras en las condiciones de vida de la población, los avances en medicina y la expansión de los sistemas de salud son los factores que explican el alargamiento de la esperanza de vida. En este proceso ha sido muy relevante el control de la mortalidad infantil, que pasó de 126 defunciones de menores de un año por cada 1000 nacidos vivos a mediados del siglo XX a 17 por 1000 en 2010-2015 (UN DESA, 2019). Esta reducción, que ha involucrado a todos los países y ha sido constante a través del tiempo, puede atribuirse en gran medida a la menor incidencia de las muertes por causas infecciosas y parasitarias y por enfermedades del aparato respiratorio, que afectan sobre todo a los niños (Chackiel, 2004).
Como en la mayoría de las sociedades modernas, la caída de la mortalidad benefició más a las mujeres que a los varones, lo que se tradujo en una ampliación de la brecha de género en esperanza de vida al nacer: entre 1950-1955 y 2010-2015, la esperanza de vida de las mujeres aumentó de 53 a 78 años, mientras que la de los varones pasó de 50 a 71 años. La diferencia se asocia a una mayor reducción de la mortalidad por causas que afectan más a las mujeres, como las vinculadas con la salud reproductiva y las complicaciones durante el embarazo y el parto. En contraste, ha sido menos exitosa la reducción de muertes por causas más frecuentes entre varones, como las ligadas a enfermedades cardiovasculares y a causas externas (violencia, accidentes y traumatismos).
Gráfico 1.1. América Latina y el Caribe: tasa global de fecundidad y esperanza de vida al nacer por país, 2010-2015
Fuente: UN DESA (2019).
El descenso de la fecundidad se inició después que el de la mortalidad, pero ocurrió en forma sostenida y rápida. Si en 1950-1955 la tasa global de fecundidad de la región era de 5,8 hijos por mujer, en 2010-2015 alcanzó el nivel de reemplazo de 2,1, es decir, la fecundidad mínima para que una población cerrada (esto es, sin contar las migraciones) se mantenga en el tiempo (UN DESA, 2019). La tendencia ha sido tan intensa que ha superado las estimaciones realizadas para la región en diversos momentos. Como resultado, América Latina pasó de tener los índices reproductivos más altos del mundo a tener niveles por debajo del promedio mundial (2,5 hijos por mujer), aun cuando son aún más elevados que los de Europa (1,6) y los Estados Unidos y Canadá (1,8).
La disminución de la fecundidad se vincula a cambios en las preferencias reproductivas y, en particular, a un descenso constante en el número de hijos que desean tener las mujeres, como lo revelan encuestas sobre la temática desde los años sesenta. El derecho reproductivo a tener los hijos que se desea pudo concretarse –aunque, como veremos, con limitaciones– gracias a una “revolución anticonceptiva”, que tuvo bases biotecnológicas (mayor producción y calidad de los métodos anticonceptivos), políticas (programas de planificación familiar) y culturales (mayor aceptación social del uso de métodos anticonceptivos) (Celade-Unfpa, 2005).
Las evidencias muestran que, al igual que sucedió con la caída de la mortalidad, la reducción de la fecundidad fue acompañada por una disminución de las diferencias entre países, aunque estas aún son significativas. En algunos países la tasa global de fecundidad ya se encuentra por debajo del nivel de reemplazo, como en Cuba, Uruguay, Chile, Colombia, Costa Rica y Brasil. Pero en otros, como Bolivia y Guatemala, todavía está en más de un hijo por arriba de ese nivel (gráfico 1.1). A su vez, dentro de los países persisten brechas importantes entre mujeres de distintos sectores socioeconómicos. Datos para Bolivia, Colombia, Haití, Honduras, Nicaragua, Perú y República Dominicana muestran que la tasa global de fecundidad de las mujeres en el quintil más bajo de ingresos es entre 2 y 3 veces más elevada que la de las mujeres en el quintil más alto (Rodríguez Vignoli, 2014).
La reducción de la fecundidad no fue acompañada por un aumento sostenido de la edad de la maternidad. En términos agregados, no hay evidencias de una postergación sustantiva del inicio de la vida reproductiva (Cabella y Pardo, 2014). Sin embargo, esta tendencia parece el resultado de comportamientos polarizados entre sectores sociales: las mujeres de clases altas y medias han tendido a aplazar en forma considerable el comienzo de la etapa reproductiva, mientras que aquellas de sectores bajos muestran pocos cambios. Según datos de Naciones Unidades para 2010, el porcentaje de mujeres de la región que ya había sido madre a los 19 años era de solo el 6% entre aquellas con nivel educativo alto (trece o más años de educación), pero ascendía a 59% entre aquellas con nivel educativo bajo (entre cinco y ocho años de educación) (ONU Mujeres, 2017).
En estrecha vinculación con lo anterior, tampoco se han registrado grandes modificaciones en la tasa de fecundidad adolescente, que se mantiene en niveles altos. La fecundidad adolescente se concentra en las mujeres de menor nivel socioeconómico y es especialmente elevada entre las indígenas (gráfico 1.2). Se trata de una problemática de particular relevancia por sus implicancias normativas y sociales. La tasa de fecundidad adolescente de la región ha sido considerada una “anomalía” a escala global (Rodríguez Vignoli, Di Cesare y Páez, 2017), pues sus niveles se encuentran muy por encima del promedio mundial, y solo es superada por la del África Subsahariana. Además, es más alta de lo que se esperaría si se tienen en cuenta la tasa