Pensé que nos acostaríamos esa noche pero ella aún tenía una producción pendiente: “No me quiero meter con tu trabajo pero tienes que aclarar lo del pene”. “El pene no es mi trabajo: ¡lo inventaron ustedes!”. “Eso, lo inventamos nosotros. Un recurso del cine europeo. Se me había olvidado lo que un pene puede hacer en México. No quiero salir con un hombre pegado a un pene”. “No estoy pegado a un pene, lo tengo chiquito”, dije. “¿Qué tan chiquito?”, se interesó Brenda. “Chiquito normal. Velo tú”.
Entonces ella quiso que yo conociera sus principios morales: “Lo tienen que ver todos tus fans”, contestó: “Ten la valentía de ser normal”. “No soy normal: ¡Soy el Gallito de Jojutla, mis discos se venden hasta en las farmacias!”. “Lo tienes que hacer. Estoy harta de un mundo falocéntrico”. “¿Pero tú sí vas a querer mi pene?”. “¿Tu pene chiquito normal?”, Brenda bajó la mano hasta mi bragueta, pero no me tocó. “¿Qué quieres que haga?”, le pregunté.
Ella tenía un plan. Siempre tiene un plan. Yo saldría en otra película, una crítica feroz al mundo de las celebridades, y haría un desnudo frontal. Mi público tendría una versión descarnada y auténtica de mí mismo. Cuando pregunté quién dirigía la película, me llevé otra sorpresa.
Tampoco ella me dio a leer el guion completo. Las escenas en las que aparezco son raras, pero eso no quiere decir nada: el cine que me parece raro gana premios. Una tarde, en un descanso del rodaje, entré a su tráiler y le pregunté: “¿Qué crees que pase conmigo después de Guadalajara ?”. “¿Te importa mucho?”, respondió.
Brenda se había esforzado como nadie para estar conmigo. Si la abrazaba en ese momento me soltaría a llorar. Me dio miedo ser débil al tocarla pero me dio más miedo que ella no quisiera tocarme nunca. Algo había aprendido de Cata: el cuerpo tiene partes que no son platónicas:
“¿Te vas a acostar conmigo?”, le pregunté.
“Nos falta una escena”, dijo, acariciándose el pelo.
Despejó el set para filmarme desnudo. Los demás salieron de malas porque el catering acababa de llegar con la comida. Brenda me situó junto a una mesa de la que salía un rico olor a embutidos.
Se quedó un momento frente a mí. Me vio de una manera que no puedo olvidar, como si fuéramos a cruzar un río. Sonrió y dijo lo que los dos esperábamos:
–¿Lo hacemos? –se colocó detrás de la cámara.
En la mesa del bufé había un platón de ensalada. Yo estaba a treinta centímetros de ahí.
La vida es un caos pero tiene secretos: antes de bajarme los pantalones, me comí un tomate.
PATRÓN DE ESPERA
Estoy tan a disgusto con la realidad que los aviones me parecen cómodos. Me entrego con resignación a las pe lícu las que no quiero ver y la comida que no quiero probar, como si practicara un disciplinado ejercicio espiritual. Un samurái con audífonos y cuchillo de plástico. Suspendido, con el teléfono celular apagado, disfrutando el nirvana en el que no hay nada qué decidir. La aviación es eso para mí: una manera de posponer los números que pueden alcanzarme.
La última llamada que recibí en tierra fue de Clara. Yo estaba en el aeropuerto de Barcelona y ella me dijo con angustia: “¿Crees que va a volver?”. Se refería a Única, nuestra gata. “¿Ha temblado?”, pregunté. Los gatos intuyen los temblores. Algo –una vibración del aire– les permite saber que la tierra se va a abrir. El momento de huir a la intemperie.
Los gatos son sismólogos anticipados. Las gatas se quedan en casa, en especial las de angora. Eso nos habían dicho. Sin embargo, Única ha huido dos veces, sin terremoto de por medio.
“Tal vez registra temblores emocionales”, bromeó Clara en el teléfono. Luego comentó que los Rendón la habían invitado a Valle de Bravo. Si mi vuelo no llegaba a tiempo, ella iría por su cuenta. Anhelaba un fin de semana de sol y veleros.
“¿Algún día tomarás un vuelo directo?”, preguntó antes de despedirse.
Llevo una vida en zigzag. Por alguna razón, mis itinerarios desembocan en ciudades que obligan a hacer conexiones: Amberes, Oslo, Barcelona. Trabajo para la compañía que produce la mejor agua insípida del mundo. Esta frase no es despreciativa: nuestra agua no se bebe por el sabor sino porque pesa menos en la boca. Un lujo ingrávido.
El planeta siempre tiene sed. Todos necesitan beber algo. Pero algunos reclaman el deleite adicional del agua ligera.
Viajo mucho a los sitios que compran agua cara y mi condición habitual es el jet lag. Me he acostumbrado al desfase en la percepción, las cosas que veo cuando debería estar dormido. Leo mucho en las largas horas de desplazamiento, o pienso de cara a la ventanilla ovalada del avión. Con frecuencia doy con ideas que me parecen místicas y al llegar a tierra se evaporan como una loción.
Salimos con retraso de Barcelona. Ahora sobrevolamos Londres, fuera de itinerario. “Estamos en patrón de espera”, informa el piloto. No hay sitio para nosotros.
El avión se ladea en una curva parsimoniosa. Daremos vueltas en círculo, como moscas de fruta, en lo que se desocupa una pista. Una espléndida luz de otoño saca brillo a los prados allá abajo, el Támesis resplandece como la hoja de una espada, la ciudad se desperdiga hacia confines imprevistos.
En Londres hay una hora menos que en Barcelona. Esos minutos que aún no suceden son una ventaja para la conexión, pero no quiero pensar en ellos. Tendré que tomar el autobús de la terminal 2 a la 4 como si me sumiera en el frene sí de un parque temático. Pienso en O. J. Simpson antes de la acusación de asesinato, cuando sobresalía en su papel de desesperado exitoso que devoraba yardas en el futbol americano y en los anuncios donde esta ba a punto de perder un avión. Eso me gusta de los aeropuertos. Sólo constan de ten sión interna. El exterior se borra. Hay que correr en pos de una puerta de salida. Es todo. El destino se llama “puerta 6”. O. J. estaba hecho para eso, para correr lejos de las llamadas interrumpidas, el desamor, la mirada ausente, la ropa ensan grentada.
La voz del capitán ha sido relevada por música para el aterrizaje. Tecnoflamenco. Damos vueltas a miles de metros de altura mientras vemos el reloj. ¿Cuántos vuelos se van a perder en este vuelo? Si la música fuera distinta, nos preocuparíamos menos. En una oficina remota alguien decidió que se aterrizaba bien al compás de esos gitanos siderales. Es posible que así sea: un sonido de modernidad y naranjas. Música para llegar, no para esperar por tiempo indefinido, mientras las puertas se cierran allá abajo.
He perdido suficientes conexiones para que Clara sospeche que forman parte de un plan: “Tanta mala suerte no es normal”. Frankfurt cerrado por nieve, Barajas por huelga. He tenido que dormir en hoteles donde sientes que desperdicias una oportunidad de suicidarte. Del atractivo orden provisional del aeropuerto pasas a la sordidez de lo que no debe durar. Una cama alquilada en un sitio donde nadie espera volver a verte.
Clara sólo tiene razón en parte: mi mala suerte es nor mal, pero no es tan mala. Una vez perdí el avión en Heathrow, bajo un cielo rosáceo. El hotel accidental resultó agradable. Los jumbos recorrían las pistas a la distancia, como ballenas de sombra, y en el lobby me encontré a Nancy. También ella había perdido su vuelo. Trabajamos en ciudades lejanas para la misma compañía.
Cenamos en un pub donde transmitían un partido del Chelsea. A ninguno de los dos nos gusta el futbol, pero vimos el juego con extraña intensidad. Vivíamos horas prestadas. Nancy tiene un extraordinario pelo rubio que parece lavar con el agua que promovemos. Siempre me ha gustado, pero sólo entonces, en ese tiempo fuera del tiempo, me pareció lógico tomar su mano y juguetear con su anillo de casada.
Ella dejó mi cuarto al amanecer. Vi su silueta en el frío de la calle. A lo lejos, un triángulo de focos morados indicaba la confluencia de dos avenidas que iban a dar al aeropuerto. Las torres