El hábito del miedo. Irene Klein. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Irene Klein
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789874756343
Скачать книгу
Después me acuerdo. Son las cosas que tiré en el cesto de basura del baño cuando me fui de casa hace cuatro años. Mamá debe haberlas sacado. En el estante inferior, debajo de una caja de gasas y una taza con pico, hay un sobre marrón con mi nombre escrito a mano: Nadia Miceli. No conozco la letra. Lo abro. Hay varias hojas manuscritas, diferentes letras de trazo rápido que apenas respetan las líneas, las cruzan, saltan los renglones que son muy estrechos.

      La paciente de 21 años ingresa al nosocomio sedada, respirada e intubada. Moviliza los miembros al estímulo doloroso y presenta reflejos correspondientes. Pupilas mióticas por medicación. TAC cerebral. Edema cerebral generalizado Imagen dudosa podría corresponder a inflamación meningea. Hemorragia traumática. Fracturas en occipital derecho e izquierdo. Otorraquia izquierda. Contusión hemorrágica cerebelo derecho. No neuroquirúrgico por el momento. Se repetirá TAC cerebral para evaluar evolución. Deberá recibir tratamiento cerebral en U.T.I. Se encuentra con tabla y cuello ortopédico. Terapia Intensiva: No se puede evaluar clínicamente por estado de inconsciencia. Collar de Filadelfia. Sigue sangrado por oído izquierdo. Terapia intermedia: Se sugiere aspiración bajo otorrinoscopio para mejor evaluación según estado general de la paciente y TC de ambos peñascos. No se evidencia parálisis facial agregado. Fractura longitudinal de peñasco con nivel hidro aéreo en todas las cavidades. Ocupación seno esfenoidal lado izquierdo. Hematoma y laceración múltiple en piel. Aspiración hemotímpano. La paciente evoluciona lúcida con dolor y rigidez cervical. Paciente muy agresivo, se rehúsa a ser atendida, agresivo constantemente. Ecografía abdominal por sangrado. Estudio realizado con equipo portátil. Hígado, bazo, páncreas, riñones, vesícula biliar de formas y tamaños conservados.

      Pongo los papeles en el sobre y lo dejo otra vez en el estante.

      —Mirta —grito, pero en el departamento no hay nadie.

      Me siento en la cama y me toco la cabeza con la yema del dedo. Occipitales, cerebelos, peñascos. Qué mundo se esconde en una cabeza. Mamá las dibuja imponentes a lo alto de los cuellos. Y firma Elena.

      Elena leía en el jardín de la casa de Olivos, acostada sobre la hamaca paraguaya. Había llovido el día anterior. La noche era cálida y húmeda. El teléfono sonó a la una de la madrugada. Elena tardó en atender. Había dejado el teléfono en la cocina y el sonido le llegó de lejos. Una voz joven preguntó si hablaba con la familia de Nadie.

      —¿De Nadie? —preguntó Elena y la llamada se cortó.

      —¿Cómo que cortó? —dijo Marcos.

      —No sé si cortó. Tal vez se cortó.

      —¿Pero dijeron nadie o Nadia?

      —No sé, en realidad.

      —¿Cómo que no sabés, en realidad?

      Marcos levantó las manos. Elena seguía con el celular en la mano. Marcó el número de su hija. Después de un tiempo de espera, apareció la grabación: “Soy Nadia, dejá tu mensaje después de la señal”.

      El teléfono volvió a sonar unos minutos después. Elena atendió. Una voz, la misma, le dijo que era un amigo de Johnny. Nadia había sufrido un accidente en moto. La habían llevado al Castex. Elena pensó que siempre había temido esa llamada, que toda la vida se teme a esa llamada.

      —¿Pero Nadia, cómo está? —gritó.

      La voz se perdió bajo un zumbido, tal vez ruido de tránsito. Marcos le arrancó el teléfono de la mano:

      —¿Qué pasó? ¡Hablá! ¡Que hables te digo!

      —Marcos, no le grites, por favor.

      Marcos tiró el celular sobre la mesa.

      —Hijo de puta.

      —¿¡Cortó, Marcos, cortó otra vez!?

      —Ese idiota de Johnny y su moto de mierda.

      —¿Pero qué dijo de Nadia?

      —Sabía que esto iba a pasar.

      —¿Dijo cómo está? ¿De Nadia, qué dijo, Marcos?

      —Tenemos que ir al Castex. Buscá el número de teléfono.

      —Le compramos un casco hace una semana. ¿Lo habrá llevado?

      —El número, Elena, el número.

      Elena se quedó parada en el medio de la cocina, junto a la mesa. Le temblaban las piernas. Escuchó como Marcos hablaba por teléfono.

      —Vamos —dijo y Elena subió las escaleras como si tuviera una pollera larga que se le enredaba en los pies. Entró en el cuarto de Nadia.

      —Elena, ¿qué estás haciendo? —le gritó Marcos desde la puerta.

      —Esta acá, Marcos. El casco —dijo ella.

      Nadia lo había dejado bajo un saco. Uno de los brazos de lana lo rodeaba y parecía protegerlo.

      Para llegar al Hospital Eva Perón, ex Castex, en San Martín, había que atravesar calles solitarias, de monoblocks y casas bajas muy enrejadas. Pegado a la ruta ocho, bordeado de un descampado, bajo el letrero Interzonal Agudos, el hospital parecía habitar su propio espacio y tiempo. El remise dejó a Marcos y a Elena a la entrada, junto a un Falcon muy viejo de donde bajaron, casi al mismo tiempo que ellos, un grupo de muchachos en musculosa y gorro con la visera en la nuca. Amigos de Johnny, pensó Elena. Le pareció que los miraban con recelo.

      Cuando Marcos preguntó en recepción por Nadia Miceli, le dijeron que la chica NN accidentada estaba en la guardia. Cuando Marcos y Elena avanzaron por el pasillo, escucharon gritos.

      —Es Nadia —dijo Elena.

      La cabeza, un estropajo de sangre y barro. ¿Quién le dijo eso a Elena? ¿Quién vio la sangre que le brotaba del oído izquierdo y de la boca? ¿Quién estuvo al lado de Nadia cuando le cortaron la campera de jean y le abrieron con una pinza los anillos? ¿Quién le dijo que la mano era un moretón negro y deforme? ¿Quién le contó que no dejó de agitar brazos y piernas en todo ese tiempo? ¿Fue Marcos o el médico que salió al rato y le pasó el brazo por los hombros y la llevó hacia uno de los bancos? ¿O se lo imaginó ella mientras esperaba en el pasillo y escuchaba los gritos de Nadia?

      De pronto, los gritos cesaron. Y se hizo silencio. Un silencio que fue como una cueva oscura y profunda. Elena no supo cuánto tiempo duró ese silencio. Primero salió el médico. En un tono que quería ser amable, le dijo:

      —Tranquila, señora. Su hija está en coma. Puede darle un beso antes de que la lleven a Terapia Intensiva. El novio tiene un esguince en el tobillo, una fisura en el codo. Está consciente pero se va a quedar en observación.

      Salieron los camilleros con Nadia. Tenía los ojos cerrados, una máscara de oxígeno en la boca, un lío de tubos y mangueras en los brazos, un cuello ortopédico. El brazo izquierdo estaba vendado desde la mano hasta el hombro. La gasa bajo la oreja estaba roja. Elena se inclinó sobre la camilla, rozó la frente de Nadia con los labios. Los camilleros esperaron. Un hombre de seguridad dormitaba sobre una reposera de playa frente a la puerta de Terapia Intensiva. A un lado, en el piso, había un termo, un mate y una radio sintonizada en un noticiero. Elena se sentó en el banco. ¿Por qué no estaba Marcos? ¿O él estaba ahí? Estaba. Pero hablaba con los médicos como un médico más, aunque en ese momento no tuviera el ambo ni el estetoscopio colgado del cuello. No la abrazó, no la sostuvo. Le dijo que esperara afuera y desapareció junto a sus colegas en la sala de terapia. Del otro lado del pasillo, una mujer se abanicaba con una radiografía y resoplaba aunque no hacía calor. Podría ser la madre de Johnny. Johnny estaba fuera de peligro. El médico se lo había dicho.

      Pensó en la fractura de su hija en la cabeza. De peñasco, había dicho el médico. Una línea delgada, longitudinal. ¿Qué riesgos tenía una fractura en el cráneo? Elena no quería saber. Le parecía estar cruzando una autopista a pie con su hija en brazos.

      —¿Usted es la madre