La maldición de la yaya Berta. Eva Miñana Marquéz. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Eva Miñana Marquéz
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418344756
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se pilló un rebote tremendo, pero le cayó la promesa de un coche nuevo y un viaje a París, así que la tormenta pasó y todo quedó en un aviso de lo que podría suceder.

      —Esta ya jugaba en otra división. —Se rio Berta.

      —Finalmente, el tercer y último acto fue algo totalmente inesperado, opuesto a la respuesta anhelada. Núria rompió el molde.

      —¿Por? —preguntó Valeria.

      —La actriz, recuperada del susto anterior, confesó, seguramente con miedo, su amor por el marido de la nueva víctima.

      »Reacción: «Vaya por Dios. Lo siento, no sabía que te gustaba. Era lógico imaginar que tú le gustaras a él y a todos los demás, pero nunca hubiera sospechado que a ti te pudiese interesar mi marido». El susodicho se quedaría defraudado ante semejante respuesta, pero la cosa no quedó ahí. La actriz continuó con su papel y desveló, una vez más, la supuesta relación ya consumada con el marido de Núria.

      »Reacción: Risas descontroladas. Núria se moría de risa y no podía parar. Desconcierto total a su alrededor. La actriz no entendía nada y los tres pasmarotes tras el espejo aún menos.

      »Reacción: «¿De verdad estáis juntos? ¿Tenéis un rollo, estáis saliendo, sois amantes?». A la afirmación tajante de la actriz le siguió otro ataque de risa por parte de Núria y, recobrada la serenidad, le dijo: «Pues chica, no se admiten devoluciones. Todo tuyo. ¡Qué bien! Me alegro mucho por los dos, de verdad. No me lo puedo creer: ¡Soy libre!»; y celebró con alegría su suerte alzando los brazos al cielo. El marido se quedó seco, petrificado, clavado, totalmente paralizado. Pero eso no fue todo. Núria quiso saber más: «Dime la verdad», le pidió, «entre tú y yo, ¿te gusta hacer el amor con él?». La actriz continuó fiel a su personaje de enamorada y aseguró que sí, que lo pasaban estupendamente. Núria estalló de nuevo en carcajadas y le dijo que no podía ser cierto: «¿Seguro que hablamos de mi marido?».

      —¡Qué fuerte! —exclamó Valeria.

      —Alucinaba —siguió Ágata—. Decía que era un milagro porque manifestó que era un verdadero inútil en la cama, que no se podía hacer a la idea de cómo echaba de menos el sexo que había tenido con sus anteriores parejas y que estaba harta de tener que tocarse ella misma mientras lo hacían, porque su marido no atinaba ni por casualidad. Que al principio el amor que le profesaba lo pudo todo y después pensó que aprendería, que mejoraría al enseñarle lo que a ella le gustaba, al guiarlo haciendo de cada encuentro una lección, pero no fue así. Años y años de vanos coitos que jamás habrían dado fruto de no haber sido por su hábil colaboración.

      Se quedaron todas calladas a la espera del desenlace final.

      —El mundo se derrumbó bajo los pies del idiota que planeó semejante experimento, porque precisamente fue él quien lo propuso. Nada pudo solventar aquel desastre. Núria no se retractó de lo dicho y lo dejó, por imbécil y por inútil.

      —¿De verdad? —preguntó Rosita.

      —Él todavía no ha sido capaz de superarlo y sigue en tratamiento para la depresión y la ansiedad. No ha tenido aún una nueva relación y rompió por completo la amistad con los otros dos iluminados.

      —Menuda lección —aplaudió Berta—. Esto sí que es salirte el tiro por la culata.

      —Pues eso, que no hay que jugar con los sentimientos de nadie. Si quieres dejar a Fernando, lo dejas y punto. No inventes ni trates de exculparte convirtiéndole a él en el pérfido desalmado cuando la ruptura proviene de ti, de tus ganas de ser madre. Tarde o temprano acabarías pagando por ello.

      —Todo eso está muy bien —le dijo la yaya Berta—, el problema es la maldición: si Mali deja a Fernando, Fernando morirá.

      —Y dale. Que no existe ninguna maldición, yaya —se quejó Ágata.

      —Todos. Absolutamente TO… DOS los novios que tuve y dejé, acabaron muertos. Y el novio que tu madre tuvo antes de conocer a tu padre y con el que ella rompió, también murió. Todos. No se salvó ni uno. No me digas que sobre nosotras no pesa una terrible maldición.

      —De acuerdo, te demostraré que no —dijo Ágata muy convencida—. ¿Te acuerdas de Tatiana, la hija de Paquita la peluquera? Trabaja en el registro civil. La llamaré y, aprovechando que aún no me ha devuelto un libro que le presté, se lo reclamaré y le pediré también, sin entrar en detalles, los certificados de defunción de «TO… DOS» estos amores que murieron misteriosamente de los que hablas y podremos comprobar que sus muertes nada tuvieron que ver con el hecho de ser abandonados por ti. ¿Serás capaz de acordarte de los nombres, apellidos y fechas en las que murieron?

      —Lo tengo todo anotado en un diario secreto. Lo que no recuerdo es dónde está el diario.

      —Lo buscaré, no te preocupes. Estará en tu casa. Tampoco es tan grande y, como hay que vaciarla para alquilarla, lo encontraré.

      —¿Vas a alquilar mi casa? ¿A quién? —preguntó Berta angustiada.

      Ágata se arrepintió rápidamente de semejante aporte de información.

      —Es lo que habíamos hablado, yaya. Con ese dinero y tu pensión alcanzará para pagar lo que la subvención no cubre. Compartir habitación con baño es caro.

      —¿Y si decido marcharme de aquí, adónde iré?

      —¡Te vienes a mi pisito! —exclamó Malena con alegría.

      —¿Y qué será de mí? —preguntó Rosita.

      —Usted ya hace tiempo que vive aquí. ¿No está bien? —preguntó Malena.

      —Sí, pero yo no quiero que Berta se marche. Y no me hables de usted.

      —No, si no me voy. Es para jorobarlas un poco —dijo Berta después de darle un codazo a su nueva amiga—. Pero no quiero morirme aquí —avisó mirando a su nieta.

      —Entonces, no hay trabajo de actriz para mí, ¿cierto? —Quiso saber Valeria.

      —De momento lo dejamos como una alternativa. Quiero que mi nieta descubra por sí misma que la maldición existe y que sea ella la que acuda en busca de soluciones.

      Valeria se levantó y se marchó. Parecía decepcionada con el nuevo rumbo que había tomado todo aquel asunto.

      Ágata y Malena se llevaron a las dos abuelas de paseo. Fueron en coche hasta Playafels y allí se sentaron en la terraza de una heladería para tomar una horchata bien fresquita. Después, regresaron a la residencia para que ambas llegaran a tiempo a la partida de parchís y se aseguraron de que estarían bien atendidas confirmando con Matilde del Valle que las medicinas eran tomadas a tiempo y en su dosis correspondiente.

      3

       El diario secreto

      Ágata y Malena fueron directas al piso de la yaya Berta. Debían empezar a empaquetar sus cosas para dejarlo vacío y poder alquilarlo cuanto antes. No sería difícil de alquilar, era un piso antiguo y pequeño, pero muy bien ubicado y exterior, en la Gran Vía, muy cerca de la Plaza España.

      Lo realmente difícil era empezar. ¿Cómo separar lo que era importante y debía guardarse de lo que no lo era, entre un montón de objetos, cada uno de ellos con su propia historia y con un valor sentimental que superaba en mucho su valor económico? Tan complicado era que Valentina no quiso estar presente. Dio carta blanca a su hija para que decidiera lo que había que tirar, lo que había que llevar a una buena organización de ayuda humanitaria para su adecuado aprovechamiento y lo que debían guardar como recuerdo.

      —Empecemos por lo fácil —propuso Malena—: la cocina.

      Cogieron varias bolsas de rafia resistente, cajas de cartón y un par de baúles de plástico transparentes, y empezaron a vaciar cajones y armarios. Comida no caducada y utensilios en buen estado por un lado, objetos inútiles, rotos o productos pasados por otro.

      Apareció la cuchara preferida de Ágata, con la que su abuela