Obras completas de Sherlock Holmes. Arthur Conan Doyle. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Arthur Conan Doyle
Издательство: Bookwire
Серия: Colección Oro
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418211201
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dirigirle los transeúntes. Este es el hombre que, según acabamos de saber, vive en lo alto del fumadero de opio y fue la última persona que vio al caballero que andamos buscando.

      —¡Pero es un inválido! —dije—. ¿Qué podría haber hecho él solo contra un hombre en la flor de la vida?

      —Es inválido en el sentido de que cojea al andar; pero en otros aspectos, parece tratarse de un hombre fuerte y bien alimentado. Sin duda, Watson, su experiencia médica le habrá enseñado que la debilidad en un miembro se compensa a menudo con una fortaleza excepcional en los demás.

      —Por favor, continúe con su relato.

      —La señora St. Clair se había desmayado al ver la sangre en la ventana, y la policía la llevó en coche a su casa, ya que su presencia no podía ayudarles en las investigaciones. El inspector Barton, que estaba a cargo del caso, examinó muy detenidamente el local, sin encontrar nada que arrojara alguna luz sobre el misterio. Se cometió un error al no detener inmediatamente a Boone, ya que así dispuso de unos minutos para comunicarse con su compinche el marinero, pero pronto se puso remedio a esta equivocación y Boone fue detenido y registrado, sin que se encontrara nada que pudiera incriminarle. Es cierto que había manchas de sangre en la manga derecha de su camisa, pero enseñó su dedo índice, que tenía un corte cerca de la uña, y explicó que la sangre procedía de allí, añadiendo que poco antes había estado asomado a la ventana y que las manchas observadas allí procedían, sin duda, de la misma fuente. Negó hasta la saciedad haber visto en su vida al señor Neville St. Clair, y juró que la presencia de las ropas en su habitación resultaba tan misteriosa para él como para la policía. En cuanto a la declaración de la señora St. Clair, que afirmaba haber visto a su marido en la ventana, alegó que estaría loca o lo habría soñado. Se lo llevaron a comisaría entre ruidosas protestas, mientras el inspector se quedaba en la casa, con la esperanza de que la bajamar aportara alguna nueva pista.

      »Y así fue, aunque lo que encontraron en el fango no era lo que temían encontrar. Lo que apareció al retirarse la marea fue la chaqueta de Neville St. Clair, y no el propio Neville St. Clair. ¿Y qué cree que encontraron en los bolsillos?

      —No tengo ni idea.

      —No creo que pueda adivinarlo. Todos los bolsillos estaban repletos de peniques y medios peniques: en total, cuatrocientos veintiún peniques y doscientos setenta medios peniques. No es de extrañar que la marea no se la llevara. Pero un cuerpo humano es algo muy diferente. Hay un fuerte remolino entre el muelle y la casa. Parece bastante probable que la chaqueta se quedara allí debido al peso, mientras el cuerpo desnudo era arrastrado hacia el río.

      —Pero, según tengo entendido, todas sus demás ropas se encontraron en la habitación. ¿Es que el cadáver iba vestido solo con la chaqueta?

      —No, señor, los datos pueden ser muy engañosos. Suponga que este tipo, Boone, ha tirado a Neville St. Clair por la ventana, sin que le haya visto nadie. ¿Qué hace a continuación? Por supuesto, pensará inmediatamente en librarse de las ropas delatoras. Coge la chaqueta, y está a punto de tirarla cuando se le ocurre que flotará en vez de hundirse. Tiene poco tiempo, porque ha oído el alboroto al pie de la escalera, cuando la esposa intenta subir, y puede que su compinche el marinero le haya avisado ya de que la policía viene corriendo calle arriba. No hay un instante que perder. Corre hacia algún escondrijo secreto, donde ha ido acumulando los frutos de su mendicidad, y mete en los bolsillos de la chaqueta todas las monedas que puede, para asegurarse de que se hunda. La tira, y habría hecho lo mismo con las demás prendas de no haber oído pasos apresurados en la planta baja, de manera que solo le queda tiempo para cerrar la ventana antes de que la policía aparezca.

      —Desde luego, parece factible.

      —Bien, lo tomaremos como hipótesis de trabajo, a falta de otra mejor. Como ya le he dicho, detuvieron a Boone y lo llevaron a comisaría, pero no se le pudo encontrar ningún antecedente delictivo. Se sabía desde hacía muchos años que era mendigo profesional, pero parece que llevaba una vida bastante tranquila e inocente. Así están las cosas por el momento, y nos hallamos tan lejos como al principio de la solución de las cuestiones pendientes: qué hacía Neville St. Clair en el fumadero de opio, qué le sucedió allí, dónde está ahora y qué tiene que ver Hugh Boone con su desaparición. Confieso que no recuerdo en toda mi experiencia un caso que pareciera tan sencillo a primera vista y que, sin embargo, presentara tantas dificultades.

      Mientras Sherlock Holmes iba exponiendo los detalles de esta singular serie de acontecimientos, rodábamos a toda velocidad por las afueras de la gran ciudad, hasta que dejamos atrás las últimas casas desperdigadas y seguimos avanzando con un seto rural a cada lado del camino. Cuando terminó pasábamos entre dos pueblecitos de casas dispersas, en cuyas ventanas aún brillaban unas cuantas luces.

      —Estamos a las afueras de Lee —dijo mi compañero—. En esta breve carrera hemos pisado tres condados ingleses, partiendo de Middlesex, pasando de refilón por Surrey y terminando en Kent. ¿Ve aquella luz entre los árboles? Es Los Cedros, y detrás de la lámpara está sentada una mujer cuyos ansiosos oídos han captado ya, sin duda alguna, el ruido de los cascos de nuestro caballo.

      —Pero ¿por qué no lleva usted el caso desde Baker Street?

      —Porque hay mucho que investigar aquí. La señora St. Clair ha tenido la amabilidad de poner dos habitaciones a mi disposición, y puede usted tener la seguridad de que dará la bienvenida a mi amigo y compañero. Me espanta tener que verla, Watson, sin traer noticias de su marido. En fin, aquí estamos. ¡So, caballo, soo!

      Nos habíamos detenido frente a una gran mansión con terreno propio. Un mozo de cuadras había corrido a hacerse cargo del caballo y, tras descender del coche, seguí a Holmes por un estrecho y ondulante sendero de grava que llevaba a la casa. Cuando ya estábamos cerca, se abrió la puerta y una mujer menuda y rubia apareció en el marco, vestida con una especie de muselina de seda, con apliques de gasa rosa y esponjosa en el cuello y los puños. Permaneció inmóvil, con su silueta recortada contra la luz, una mano apoyada en la puerta, la otra a medio alzar en un gesto de ansiedad, el cuerpo ligeramente inclinado, adelantando la cabeza y la cara, con ojos impacientes y labios entreabiertos. Era la estampa viviente misma de la incertidumbre.

      —¿Y bien? —gimió—. ¿Qué hay?

      Y entonces, viendo que éramos dos, soltó un grito de esperanza que se transformó en un gemido al ver que mi compañero meneaba la cabeza y se encogía de hombros.

      —¿No hay buenas noticias?

      —Ninguna.

      —¿Tampoco malas?

      —No.

      —Demos gracias a Dios por eso. Pero entren. Estará usted cansado después de tan larga jornada.

      —Le presento a mi amigo el doctor Watson. Su ayuda ha resultado fundamental en varios de mis casos y, por una afortunada casualidad, he podido traérmelo e incorporarlo a esta investigación.

      —Encantada de conocerlo —dijo ella, estrechándome calurosamente la mano—. Estoy segura que sabrá disculpar las deficiencias que encuentre, teniendo en cuenta la desgracia tan repentina que nos ha ocurrido.

      —Querida señora —dije—. Soy un viejo soldado y, aunque no lo fuera, me doy perfecta cuenta de que sobran las disculpas. Me sentiré muy satisfecho si puedo resultar de alguna ayuda para usted o para mi compañero aquí presente.

      —Y ahora, señor Sherlock Holmes —dijo la señora mientras entrábamos en un comedor bien iluminado, en cuya mesa estaba servida una comida fría—, me gustaría hacerle un par de preguntas francas, y le ruego que las respuestas sean igualmente francas.

      —Desde luego, señora.

      —No se preocupe por mis sentimientos. No soy histérica ni propensa a los desmayos. Simplemente, quiero conocer su auténtica opinión.

      —¿Sobre qué punto?

      —En el fondo de su corazón, ¿cree usted que Neville está vivo?

      Sherlock Holmes pareció incómodo ante la pregunta.