La enorme variedad de individuos que encontramos en el género humano solo se explica como el producto de dos factores diversificadores: la gran variedad de genomas, multiplicada, y por tanto potenciada, por la no menos enorme variedad de ambientes. Pensar, como los empiristas, que al nacer somos tabula rasa o pizarra vacía es una indebida simplificación que ya no tiene justificación alguna y que, además, es incapaz de explicar el permanente obrar del hombre a contrapelo de lo enseñado. Significa olvidar “que el hombre es un ser con una larga historia natural y una corta historia cultural”, según expresión afortunada de Irenäus Eibl-Eibesfeldt (1986).
El mito del buen salvaje lo han refutado los estudios de las sociedades que aún viven de la caza y la recolección, y las sociedades en general, que demuestran que la violencia y la guerra son universales humanos. Los informes sobre tribus que nunca se han embarcado en una guerra no son más que mentiras de la misma calaña de las leyendas urbanas. Tal vez el número de muertos en tales comunidades no haya pasado de una decena, pero si uno hace cálculos relativos, diez muertos en una banda de menos de cien personas es incomparablemente mayor que los muertos del 11 de septiembre en una ciudad de varios millones de habitantes como Nueva York.
Falacia de la tabula rasa
La tesis de la tabula rasa sostiene que la mente humana llega al mundo vacía de todo contenido, sin estructura especial, lista para ser escrita por las experiencias primeras. Por tanto, su organización es consecuencia del medio ambiente, que obra por medio de la socialización y el aprendizaje. Esta idea es popular entre románticos que sueñan que cualquier rasgo humano se puede alterar con cambios apropiados en los sistemas de crianza y educación. Tal vez algunos de tales rasgos se puedan alterar, pero ¿a qué precio y con qué esfuerzo? A la luz del conocimiento que se tiene del hombre en este milenio, la idea de una mente vacía al nacer suena más anticuada que la teoría del flogisto. Una mente vacía sería infinitamente maleable, por lo que padres y educadores podrían manipularla a su amaño, hecho que nunca se ha comprobado; más aún, muchos niños rebeldes parecen marchar a contracorriente de lo enseñado.
El filósofo Daniel Dennett (1995) se burla de su colega inglés: “La idea de una mente tabula rasa de Locke es tan obsoleta como la pluma de ganso con que la escribió”. Weiner (2001) observa que hasta el mismo Locke sabía que la pizarra no estaba en blanco puro: por lo menos los temperamentos eran para él parcialmente innatos. Así escribía Locke: “Algunos hombres, a causa de la estructura inalterable de su constitución, son valientes; otros, miedosos; otros, seguros de sí mismos; otros, modestos y dóciles”.
La idea de Locke goza de gran popularidad entre las feministas más radicales, aquellas que piensan con el deseo de una perfecta igualdad entre los dos sexos. Para el feminismo militante extremo, las fuerzas del ambiente social son invencibles y a ellas debemos nuestros comportamientos femenino y masculino. Por tanto, “masculino” y “femenino” son dos etiquetas sociales que basta redefinir apropiadamente para que de allí se obtenga la perfecta igualdad sexual. Lo biológico o natural queda excluido de un plumazo. En otros términos, nuestro destino sexual en el mundo es consecuencia simple del rótulo social que nos impongan: masculino o femenino. Hace treinta años esas teorías sonaban bien, pero ahora, después de todas las investigaciones llevadas a cabo por sicólogos, neurólogos, endocrinólogos y biólogos evolucionistas, suenan más que inocentes. Porque estas investigaciones han demostrado, sin la menor duda, que los factores biológicos sí son muy importantes en el momento de hablar de naturaleza humana y sexualidad, pasando por encima de los rótulos que nos impongan.
Para el marxismo, la pizarra vacía era una idea conveniente; de allí que Marx, aunque no creyera literalmente en ella, sí pensara que no se podía hablar de la “naturaleza humana” sin tener en cuenta su interacción siempre cambiante con el medio ambiente social. Y ¿por qué esa rara preferencia por una idea tan vacía? Steven Pinker contesta (2002): “Cualquier afirmación acerca de que la mente tiene una organización innata choca a la gente, no como una hipótesis que puede ser incorrecta, sino como algo que no debe ser siquiera pensado. Como Rousseau, asocian vacío con virtud, más bien que con nada”.
El temor a las terribles consecuencias que pueden surgir al descubrir diferencias innatas en inclinaciones y talentos, ha conducido a muchos intelectuales a insistir que tales diferencias no existen, y aun a que la naturaleza humana no existe, porque, de existir, las diferencias innatas serían posibles. Pero las diferencias de talento en todas las actividades humanas son como las diferencias de peso y estatura: inevitables, y se amplifican hasta tomar valores desmesurados.
La gente está dispuesta a pagar más por oír cantar a Pavarotti que a mí. La única manera para que esto no sucediera sería que el Estado controlara todo de manera milimétrica, o que no existieran talentos naturales, que todos fuésemos al nacer tabula rasa. Si todos, con suficiente estímulo, fuésemos como Richard Feynman o Tiger Woods (Pinker, 2000).
¿Por qué es falsa la concepción de la mente humana como una pizarra vacía? Mirándola con lógica de primaria, según puntualiza Pinker (2002),
las tabulas rasas no hacen nada, simplemente existen, en cambio, los seres humanos sí hacen cosas. Por ejemplo, le encuentran sentido a su medio ambiente, adquieren un lenguaje, interactúan unos con otros, usan el razonamiento para hacer lo que desean. Aun si uno reconoce que el aprendizaje, la socialización y la cultura son aspectos indispensables del comportamiento humano, es preciso admitir que uno no puede tener cultura a menos que posea circuitos neuronales innatos que puedan inventar y adquirir la cultura como primera medida.
Ahora, ¿qué evidencias tenemos a favor de una organización innata del cerebro? Estas son múltiples y cada día que pasa se descubren más. El neurólogo Rodolfo Llinás (2003) defiende la existencia de cierto cableado en el cerebro, independientemente de las experiencias del sujeto: “Si, durante el desarrollo, el aprendizaje modificara sustancialmente la conectividad central, la neurología como tal sería imposible”. No hay duda de que las distintas partes del cerebro se alambran desde temprano y automáticamente para las funciones que les habrán de corresponder, sin que el ambiente pueda comunicarles cuáles son sus metas y propósitos. En todas las personas normales, el lenguaje se instala en zonas diseñadas específicamente para ello, prueba concluyente de que la pizarra no viene tan vacía. Por eso, en los sordos de nacimiento, el lenguaje por signos se organiza en el cerebro de la misma forma como lo hace el lenguaje hablado. Eso demuestra que las áreas implicadas están especializadas para manejar el lenguaje, no el habla propiamente dicha. Y las lesiones en dichas áreas producen en los sordos trastornos similares a los de los hablantes; esto es, las afasias de los hablantes guardan un paralelo perfecto con los trastornos del lenguaje de signos de los sordomudos.
Se sabe que aquellos bebés que sufren daños en algunas regiones específicas del cerebro muestran más tarde un déficit permanente en ciertas facultades mentales, de lo que se infiere que algunas variaciones en el plan general del cerebro producen variaciones bien definidas en el trabajo de la mente. En particular, el gen LIM-kinase 1 codifica una proteína hallada en las neuronas en crecimiento, que ayuda a desarrollar la capacidad espacial. Cuando se modifica el gen, la persona alcanza una inteligencia normal, pero no puede ensamblar objetos, armar bloques o copiar formas.
Cuando se produce cierta lesión en una parte específica de los lóbulos temporales, el sujeto es incapaz de reconocer rostros, aunque sí puede reconocer herramientas, muebles y otros objetos. Una niña que contrajo meningitis justo al nacer sufrió lesiones en dichas áreas. Un examen que se le practicó a los 16 años encontró que, si bien tenía una visión que en los demás aspectos era normal, no podía reconocer las caras de las personas que vivían con ella. En consecuencia, si después de dieciséis años de estar viendo caras no pudo aprender a reconocerlas, lo que para el resto de los mortales es tan sencillo, es porque las áreas afectadas deben tener al nacer una preprogramación muy específica. Contundente.
Y si de áreas bien específicas se trata, nada más diciente que el caso de algunas personas que, debido a lesiones causadas por accidentes o tumores cerebrales que comprometen el lóbulo prefrontal, pueden llegar a perder la capacidad de establecer juicios morales. El neurólogo Antonio Damasio (2003) y sus colaboradores han demostrado que esas lesiones pueden alterar la capacidad de sentir emociones