El autobús de la miel. Meredith May. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Meredith May
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Философия
Год издания: 0
isbn: 9788417893774
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ella. Hasta las abejas necesitan a su madre.

      Las abejas del club de tenis me atacaron porque la reina había huido de la colmena. Se encontraba vulnerable e intentaban protegerla. Mortificadas hasta la locura, se lanzaron contra lo más cercano que pudieron encontrar: yo.

      Quizá por eso fue que no grité. Porque lo entendí. Las abejas a veces actúan como las personas. Tienen sentimientos y se asustan. Puedes ver que esto es cierto si te quedas muy quieta y observas cómo se mueven, date cuenta si fluyen juntas, suaves como el agua, o si corren por la colmena temblorosas como si sintieran comezón por doquier. Las abejas necesitan el calor familiar; sola, una abeja seguramente no sobreviviría la noche. Si su reina muere, las abejas obreras corren frenéticas por la colmena, buscándola. La colonia se mengua y las abejas se desaniman y se deprimen. Merodean por la colmena lentamente en vez de recolectar néctar. Matan el tiempo antes de que el tiempo las mate a ellas.

      Yo reconocía esa persistente necesidad de una familia. Un día tuve una pero de la noche a la mañana se había ido.

      Poco antes de cumplir los cinco, mis padres se divorciaron y de pronto me encontraba en la costa opuesta, en California, arrinconada en una habitación con mi madre y mi hermano menor en la casita de mis abuelos. Mi madre se metió bajo las cobijas hacia un maratón de me­lancolía mientras que mi padre nunca más fue mencionado. En el silencio vacío que le siguió, yo luchaba por entender lo que había sucedido. Conforme crecía mi lista de preguntas, me preocupaba saber quién me las respondería.

      Comencé a seguir a mi abuelo por todos lados, me subía a su camioneta por las mañanas y lo acompañaba a trabajar. Así comencé mi formación en los patios de abejas de Big Sur, donde aprendí que una colmena giraba en torno a un principio: la familia. El abuelo me enseñó el idioma secreto de las abejas, cómo interpretar sus movimientos y sus sonidos, y a reconocer los diferentes aromas que lanzan para comunicarse con sus compañeras. Sus cuentos sobre las conjuras shakespearianas de las colonias para derrocar a la reina y a su jerarquía de puestos de trabajo me transportaron a un reino secreto cuando el mío se volvía demasiado difícil.

      Con el tiempo, entre más descubría del íntimo mundo de las abejas, más sentido le dotaba al mundo exterior de las personas. Conforme mi madre se hundía cada vez más en la desesperación, mi relación con la naturaleza se hacía más profunda. Aprendí que las abejas se cuidan unas a otras y que trabajan duro, que toman decisiones democráticas sobre dónde buscar alimento y cuándo formar un enjambre, y que hacen planes. Hasta sus aguijones me enseñaron a ser valiente.

      Gravité hacia las abejas porque sentí que una colmena contenía sabiduría antigua para enseñarme las cosas que mis padres no podían. Es de la abeja, una especie que ha sobrevivido los últimos cien millones de años, de quien aprendí a perseverar.

      Uno

      CAMINO DEL VUELO

      Febrero de 1975

      No alcancé a ver quién lo lanzó.

      El molinillo de pimienta voló de un extremo a otro de la mesa del comedor formando un arco fatal hasta aterrizar en el piso de la cocina con una explosión de balines negros. O mi madre intentaba matar a mi padre o viceversa. Con una mejor puntería hubieran podido lograrlo, pues era uno de esos molinillos pesados de madera, más largo que mi antebrazo.

      Si tuviera que adivinar, diría que fue Mamá. Ya no lograba soportar el silencio de su matrimonio, así que llamó la atención de Papá lanzando lo que tuviera a su alcance. Arrancó las cortinas de las varillas, lanzó los bloquecitos de Matthew hacia las paredes y azotó los platos contra el piso para asegurarse de que supiéramos que iba en serio. Era su manera de rehusarse a ser invisible. Funcionó. Aprendí a mantener la espalda contra el muro y a tener los ojos sobre ella en todo momento.

      Esta noche, su furia contenida radiaba de su cuerpo en ondas, convertía su piel de alabastro en un rosa brillante. Un miedo conocido se asentó en mi estómago mientras contenía la respiración y estudiaba el patrón del papel tapiz de hojas de hiedra enrolladas en ollas de cobre y rodillos, temeroso de que el más mínimo ruido que yo provocara redirigiera el ardiente rayo blanco invisible entre mis padres y dejara una bola de humo donde antes estaba una niña de cinco años. Reconocí la calma antes de la tormenta, la pausa momentánea de utensilios levantados antes del encontronazo verbal. Nadie se movía, ni siquiera mi hermano de dos años, congelado a medio cereal en una silla alta. Papá bajó su tenedor con tranquilidad y le preguntó a Mamá si pensaba recoger el de­sorden.

      Mamá soltó su servilleta sobre la comida que seguía sin tocar; otra vez cenábamos chop suey americano: una mezcolanza económica de sopa de coditos, carne molida y cualquier vegetal enlatado que tuviéramos, revueltos con salsa de tomate. Ella prendió un cigarro, larga y lentamente, y luego echó el humo en dirección a Papá. Yo esperaba que él tomara un curso normal de la acción, que desdoblara su largo cuerpo de la silla y desapareciera hacia la sala de estar y le subiera tan alto a los Beatles que ya no pudiera escucharla. Pero esta noche simplemente se quedó sentado, con los brazos cruzados, sus ojos negros viendo hacia Mamá a través del humo. Ella dejó caer las cenizas a su plato sin interrumpir su mirada. Él la vio, el asco se dibujó en su rostro.

      —Prometiste dejarlo.

      —Cambié de opinión —dijo, inhalando con tanta fuerza que podía escuchar crujir el tabaco.

      Papá golpeó la mesa y los cubiertos resonaron. Mi hermano se sobresaltó, luego su labio inferior se enrolló hacia abajo y su respiración se agitó mientras se preparaba para un llanto de cuerpo completo. Mamá de nuevo exhaló en dirección a Papá y entrecerró los ojos. Mis nervios saltaron como una gota de agua en un sartén mientras bajo la mesa yo golpeaba nerviosamente los dedos contra mis muslos, contando los segundos mientras esperaba que uno de ellos se abalanzara. Cuando conté hasta siete, noté el comienzo de una sonrisa sarcástica en las comisuras de la boca de Mamá. Apagó el cigarro en su plato, se levantó y esquivó los granos de pimienta, luego entró en la cocina. La oí golpear las ollas, y luego una tapa cayó al suelo, sonando unas cuantas veces antes de que se detuviera. Algo tramaba, y eso nunca fue bueno.

      Mamá regresó a la mesa con una olla, aún caliente, de la estufa. La levantó por encima de la cabeza de Papá y yo grité, consternada por que fuera a matarlo. Él se hizo hacia atrás y su silla chirrió, se levantó y la retó a que la lanzara. Mi estómago se sacudió, como si la mesa y las sillas repentinamente se hubieran levantado del suelo y me hubieran dado vueltas demasiado rápido, como uno de esos juegos mecánicos de tazas de té.

      Cerré los ojos y deseé tener una máquina del tiempo para poder volver al año anterior, cuando mis padres todavía se hablaban. Si pudiera regresar al momento justo antes de que todo saliera mal, de alguna manera podría arreglarlo y evitar que este día sucediera. Tal vez les mostraría la olvidada caja de diapositivas de Kodachrome en el sótano, evidencia de que alguna vez se amaron. Cuando sostuve por primera vez los cuadros de papel contra la luz del sol, descubrí que la cara de Mamá alguna vez estuvo llena de risas, que solía usar vestidos cortos y botas blancas brillantes y que fumaba cigarros por un palillo largo como las estrellas de cine. Ella aún lucía el mismo corte de cabello, corto como de niño, pero en ese entonces era un tono de rojo más brillante, y sus ojos parecían más esmeralda. En cada diapositiva, Mamá sonreía o le guiñaba a Papá por encima del hombro. Tomó las fotos poco después de haberla visto inscribirse a las clases en el Monterey Peninsula College, y de invitarla a dar un paseo por la costa a Big Sur.

      La había reconocido en algunas fiestas de verano. Ella había sido la que reía a carcajadas, la simpática con un público natural que siempre la seguía. Se dio cuenta de lo fácil que fluía entre una multitud de extraños, lo que sacó a mi tranquilo padre de los rincones. Lo educaron para no hablar nunca a menos de que se le hablara, y le gustaba estudiar a las personas antes de decidir hablar con ellas. Esto lo volvió un poco misterioso ante mi madre, quien se sintió atraída por el desafío de conseguir que se abriera este extraño alto con entradas pronunciadas y los ojos ahumados. Cuando él le contó su plan de unirse a la Armada y viajar al extranjero después de la universidad, Mamá,