Pero Billy se había vuelto brutal y distante, a la espera de que yo asumiera la culpa.
—Di-lo.
No contesté y él se giró en su asiento y me gritó. Su voz era un crudo y feo rugido.
—¡Dilo!
Aceleró y embestimos la carretera de dos carriles; las hojas de los naranjos se dispersaron a la deriva a nuestro paso. Miré al frente y guardé silencio.
Ante nosotros el camino serpenteaba perezosamente a través del paisaje boscoso. Llegamos a la cima de una pequeña colina donde se alcanzaba a vislumbrar una hilera irregular de bicicletas y tres niños vestidos con un mono marrón y con mochilas de protones de gran tamaño en la espalda. Los cazafantasmas. Estaban pedaleando por la carretera, ocupando todo el carril de la derecha.
—Billy, desacelera —pedí.
—¿Son tus nuevos amigos paletos?
—¡No!, no los conozco.
—Entonces no te importará si los atropello —Billy aplastó el pie en el acelerador con más fuerza—. ¿Me darán puntos extra si los atropello al mismo tiempo?
La aguja del velocímetro estaba subiendo. Delante de nosotros, los cazafantasmas seguían pedaleando en medio de la carretera. No podían vernos.
—No, Billy, para. No es gracioso.
Se giró en el asiento del conductor y me miró, ya no observaba el camino, la carretera. La radio sonaba a todo volumen y él balanceaba la cabeza, al ritmo de la música.
Los chicos eran una interrupción en el camino y sus figuras cada vez se hacían más grandes. Nos acercábamos a ellos a una velocidad imposible, y por fin miraron atrás. Pude ver su confusión, y sentí que lo mismo se reflejaba en mi rostro, porque no podía significar lo que parecía. Billy no los iba a atropellar, eso sería una locura. Era el tipo de cosas con las que la gente bromeaba, pero que en realidad no hacía.
Me dije eso, pero no podía creérmelo. En un mundo normal y ordenado esto no podría suceder. Pero la verdad estaba aquí, justo delante de mí: ya no sabía a ciencia cierta qué haría Billy.
Las bicicletas se vislumbraban frente a nosotros y parecían por completo destructibles.
Sabía que si no hacía algo en ese momento, todo lo que viniera después tendría consecuencias. El miedo se había instalado ahora en mi garganta y era una mano que me arañaba y apretaba. Me acerqué hasta el salpicadero y giré el volante. El Camaro se desvió bruscamente hacia el carril de la dirección contraria.
Se sintió una sacudida salvaje, como si todo se estuviera deslizando. Los neumáticos rechinaron. Ahí estábamos, con los chicos alrededor del coche, y un instante después ya íbamos como un bólido camino a casa.
Miré hacia atrás por encima del hombro, a tiempo para ver a los chicos tumbados en la cuneta y sus bicicletas tiradas sobre las hojas de los naranjos.
El peligro había quedado detrás de nosotros, pero sentía los ojos ardiendo y demasiado grandes para permanecer en mi cabeza. Era difícil parpadear, y miré fijamente a través del sucio parabrisas. La carretera.
Tan pronto como mi mano tocó el volante, supe que estaba haciendo algo peligroso. Había cruzado alguna línea divisoria invisible hacia un lugar donde las cosas malas tenían lugar, y ahora tendría que pagar por ello. Billy me gritaría, me echaría a patadas del coche y me haría caminar de regreso a casa. Tal vez incluso me haría daño.
Sin embargo, ni siquiera pareció importarle. Sólo echó la cabeza hacia atrás y empezó a reír a carcajadas, una gran carcajada ruidosa, larga y divertida, como si todo hubiera sido un desquiciado juego.
—¡Sí! ¡Les fue de un pelo!
Estaba sonriendo, golpeteando el volante y asintiendo con la cabeza. Mantuve mi mano en la manija de la puerta durante todo el camino de regreso a casa.
Estaba pensando en algo que papá me había dicho. El truco para sentirte como en casa en el mundo, decía, era saber cómo hacer cosas. Si contabas con las herramientas adecuadas, podías arreglar tu propia tubería, encontrar un trabajo, resolver un problema. Por eso le importaba tanto el conocimiento y la información. Por eso me esforzaba por aprender las cosas que él me enseñaba.
Cuando puedes desmontar una bisagra o abrir un candado, siempre encontrarás la forma de salir.
CAPÍTULO CINCO
En cuanto llegamos, bajé del coche y entré a la casa.
Mi corazón latía como un pistón en mi pecho, necesitaba una distracción. Me fui directo a mi habitación y comencé a hurgar entre mis cajas, en busca del resto de mi disfraz. Lo encontré en el fondo de la caja de la mudanza, arrugado bajo una pila de revistas de surf.
Algunas de las chicas en mi clase de Historia habían estado hablando sobre salir a pedir dulces y cuál sería el mejor recorrido para hacerlo. Me había aliviado un poco descubrir que, incluso si de pronto era demasiado extraño ir a la escuela disfrazados, los chicos de Hawkins aún salían a divertirse la noche de Halloween.
La parte principal del disfraz era una vieja bata de cuando papá tuvo un trabajo temporal como reparador de lavadoras. Me quedaba muy grande, y la cremallera se atascó. Había estado trabajando en mi disfraz desde la segunda semana de septiembre. Mamá no era una gran fanática de la idea de que yo quisiera ser Michael Myers, pero había sacado su máquina de coser y había cortado la bata para que me quedara. bien Sin embargo, eso era todo lo que ella había querido hacer. También dijo que no podría llevar un machete, pero papá ayudó con eso. Encontró un cuchillo de cocina inservible en un mercadillo de pulgas de Los Ángeles y trabajó la hoja para que se pareciera más a la de la película.
Era un buen disfraz, y de pronto no me importaron los chicos de la escuela o Billy o si Neil decía que ya era demasiado mayor para esto. Saldría a pedir dulces.
Revisé el interior de la caja y dejé el cuchillo y la bata sobre la cama, junto a mi máscara. De pronto me di cuenta de que ésta sería la primera vez que pasaría Halloween sin mis mejores amigos. Entonces cerré los ojos y recordé que incluso si nos hubiéramos quedado en San Diego, las cosas habrían sido distintas que en años pasados. Incluso antes de que nos mudáramos, las cosas ya habían cambiado.
Al menos, los chicos cazafantasmas me habían invitado a salir con ellos. Eso no era tan malo. Tenía un disfraz y un lugar adonde ir.
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