Para todas las chicas intrépidasy todos los jóvenes optimistas.
Y para V., mi “strangest thing”.
PRÓLOGO
El suelo de la estación de autobuses de San Diego estaba prácticamente invadido de colillas de cigarrillos. Quizás hacía un millón de años el edificio pudo haber sido elegante, como la estación Grand Central o esos lugares enormes que se ven en las películas. Pero ahora era de un pálido color gris, como un almacén lleno de folletos arrugados y de borrachuzos.
Aunque ya era casi medianoche, el vestíbulo estaba repleto. Tenía a mi lado una pared de taquillas, una de ellas chorreaba un poco, como si algo se hubiera derramado dentro, y goteaba hasta el suelo. Lo que fuera eso ya se había adherido a mis zapatos.
Había máquinas expendedoras al otro lado del vestíbulo y un bar en la esquina, donde un grupo de hombres delgados y sin afeitar estaban sentados, fumando frente a los ceniceros, encorvados como duendes sobre sus cervezas. El humo le confería al aire un aspecto nebuloso y extraño.
Caminé rápido, cerca de las taquillas, con el mentón bajo e intentando pasar inadvertida. Cuando lo planeé en casa estaba bastante segura de que sería capaz de perderme entre la multitud, pero ahora que estaba ahí me resultaba más difícil de lo que me había imaginado. Había contado con el caos y el tamaño del recinto para ocultarme, era una estación de autobuses, al fin y al cabo. Pero no imaginé que sería la única en este lugar que todavía era demasiado joven para tener carné de conducir.
En mi calle o en la escuela, era fácil que me ignoraran: estatura promedio, silueta promedio, rostro y vestimenta promedio. Todo normal, menos mi cabello: largo y rojo, lo más brillante de mí. Lo estiré hacia atrás para hacerme una coleta y traté de caminar con naturalidad, como siguiendo una ruta trazada muchas veces. Debería haber traído un sombrero.
En las taquillas, un par de chicas mayores con los ojos maquillados en tonos verdes y minifaldas de caucho discutían con el tipo que estaba detrás del cristal. El peinado de ambas era tan alto que parecía algodón de azúcar.
—Vamos, hombre —dijo una de ellas mientras sacudía el monedero en el borde de la ventanilla, en busca de monedas—. ¿No puedes hacerme una rebaja? Ya casi lo tengo, sólo falta un dólar con cincuenta.
El chico, que llevaba una camisa hawaiana raída, parecía sarcástico y aburrido.
—¿Te parece que esto es un puesto de beneficencia? Sin dinero no hay billete.
Metí la mano en el bolsillo de mi chaqueta y pasé los dedos sobre mi billete. Clase turista de San Diego a Los Ángeles. Lo había pagado con un billete de veinte dólares que saqué del joyero de mamá y el chico apenas me había dirigido la mirada.
Caminé más rápido, junto a la pared, con mi monopatín bajo el brazo. Por un segundo pensé en lo genial que sería montarme en él y pasar zumbando entre los bancos. Pero no lo hice. Un movimiento equivocado y hasta el montón de degenerados nocturnos se darían cuenta de que yo no debería estar aquí.
Ya me encontraba casi al final del vestíbulo cuando un murmullo nervioso atravesó la multitud detrás de mí. Me di la vuelta. Dos tipos con uniforme marrón estaban junto a las máquinas expendedoras mirando hacia el mar de rostros. Incluso desde el extremo opuesto de la estación podía captar el brillo de sus insignias. Oficiales de policía.
El alto tenía ojos claros y firmes y brazos largos y delgados como las patas de una araña. Se paseaba entre los bancos, de esa manera en que los policías lo hacen siempre. Es un andar lento y señorial que dice: Podré parecer bueno para nada, pero soy yo quien tiene una insignia y el arma. Me recordó a mi padrastro.
Si lograba llegar al final del vestíbulo, podría escabullirme hasta la terminal donde los autobuses aguardaban a los pasajeros. Me perdería entre la multitud y desaparecería.
Los mugrientos tipos del bar se encorvaron más sobre sus cervezas. Uno de ellos aplastó su cigarrillo, luego les dedicó a los policías una larga y desagradable mirada y escupió en el suelo, entre sus pies. Las chicas en la ventanilla habían dejado de discutir con el cajero y actuaban como si realmente estuvieran interesadas en sus uñas postizas, pero parecían bastante nerviosas por la presencia del oficial Bueno para Nada. Tal vez también tenían un padrastro como el mío.
Los policías caminaron hacia el centro del vestíbulo y entrecerraron los ojos alrededor de la estación de autobuses como si estuvieran buscando algo. Una niña perdida, tal vez. Una banda de delincuentes causando problemas.
O una fugitiva.
Agaché la cabeza y me preparé para perderme entre la multitud. Estaba a punto de entrar en la terminal cuando alguien se aclaró la garganta y una mano grande y pesada se cerró alrededor de mi brazo. Di media vuelta y levanté la mirada ante el amenazante rostro de un tercer policía.
Él sonrió. Era una sonrisa aburrida, plana, llena de dientes.
—¿Maxine Mayfield? Necesito que vengas conmigo —su rostro era duro y arrugado, y parecía que le había dicho lo mismo a diferentes niños más de cien veces—. Hay gente en casa que está preocupada por ti.
CAPÍTULO UNO
El cielo estaba tan bajo que parecía estar posado justo encima del centro de Hawkins. El mundo pasó rápidamente junto a mí mientras mis zapatos repiqueteaban en la acera. Avancé más rápido en el monopatín; escuché el susurro de las ruedas sobre el cemento y su golpeteo cuando topaba con un bache. Era una tarde helada y el frío hacía que me dolieran los oídos. Todos los días habían sido así de fríos desde que llegamos al pueblo, hacía tres días.
Seguí mirando hacia arriba, esperando ver el cielo brillante de San Diego. Pero aquí todo se veía pálido y gris; incluso cuando no estaba nublado, el cielo parecía descolorido. Hawkins, Indiana, hogar de nubes grises, anoraks e invierno.
Mi nuevo… hogar.
La calle principal estaba decorada para Halloween, con escaparates llenos de calabazas sonrientes. Había telarañas falsas y esqueletos de papel en las ventanas del supermercado. Alrededor de la manzana, las farolas estaban envueltas en serpentinas negras y naranjas que ondeaban al viento.
Pasé la tarde en el Palace Arcade, jugando a Dig Dug hasta que me quedé sin monedas. Como a mamá no le gustaba que malgastara el dinero en videojuegos, antes sólo podía jugar cuando estaba con papá. Él me llevaba a la bolera o, a veces, a la lavandería, donde tenían juegos como Pac-Man y Galaga. Y en ocasiones pasaba el rato en el Joy Town Arcade del centro comercial, a pesar de que era una completa basura y muy frecuentado por metaleros con vaqueros raídos y chaquetas de cuero. Sin embargo, ahí tenían una máquina con Pole Position, que era mejor que cualquier otro juego de carreras, incluso contaba con un volante para que sintieras que conducías de verdad.
La sala de juegos de Hawkins era un edificio grande y de techo bajo con letreros de neón en las ventanas y un toldo amarillo brillante, pero tras las luces de colores y la pintura, sólo eran muros de aluminio. Ahí tenían Dragon’s Lair, Donkey Kong y Dig Dug, que era mi juego, en el que alcanzaba la puntuación más elevada.
Había estado allí toda la tarde, aumentando mi puntuación en Dig Dug, pero después de subir mi nombre hasta el puesto número uno me quedé sin monedas y comencé a sentirme ansiosa, como si necesitara moverme, así que salí del lugar, me subí al monopatín y me dirigí al centro para recorrer Hawkins.
Me impulsé para ir más rápido, mientras traqueteaba más allá de un restaurante, una ferretería,