Dicho lo cual condujo al joven de vuelta al salón.
«Cuando lo vi entrar», dijo Mifflin, «temí que se tratara de un periodista buscando una entrevista. Hace algún tiempo vino a vernos un joven reportero y los resultados fueron muy decepcionantes. Se aprovechó de la buena voluntad de la señora Mifflin y le sonsacó cierta información. Luego nos sacó a ambos en un libro llamado La librería ambulante, que ha sido un auténtico tormento contra mi persona. En ese libro se me atribuye un buen numero de observaciones superficiales y edulcoradas sobre el oficio de librero que a la postre han resultado fastidiosas para el negocio. Me alegra decir que, sin embargo, tuvo unas ventas insignificantes.»
«No he oído hablar de ese libro», dijo Gilbert.
«Si realmente le interesa el oficio debería venir alguna de estas tardes a una de las reuniones del Club de la Mazorca. Una vez al mes un grupo de libreros se reúne aquí para discutir asuntos de interés libresco relacionados con las tuzas de la mazorca y la sidra. El grupo está compuesto por toda clase de libreros: uno de ellos es un fanático y dice que todas las bibliotecas públicas deberían ser demolidas. Otro cree que las películas acabarán con el negocio de los libros. ¡Menuda tontería! Desde luego, todo lo que estimule la mente de las personas, cualquier cosa que avive su curiosidad y las alerte, aumentará también el apetito por los libros.»
Hizo una nueva pausa y continuó:
«La vida de un librero es muy desmoralizante para el intelecto. Está rodeado de incontables volúmenes; le será imposible leerlos todos, así que pica de uno y de otro. Su mente se llena gradualmente de fragmentos misceláneos, opiniones superficiales y mil cosas aprendidas a medias. Casi inconscientemente empieza a discriminar la literatura de acuerdo a lo que la gente le pide. Empieza a preguntarse si Ralph Waldo Trine no será de verdad tan bueno como Ralph Waldo Emerson, si J. M. Chappel no será tan relevante como J. M. Barrie. Ése es el camino que conduce al suicidio intelectual.
»Sin embargo, es preciso reconocerle algo al buen librero: es un ser tolerante. Se muestra paciente con todas las ideas y teorías. Rodeado, sepultado bajo el torrente de las palabras de los hombres, está siempre dispuesto a escucharlos a todos. Incluso al agente comercial del editor, a quien escucha con indulgencia. Está deseoso de dejarse engañar por el bien de la humanidad. Espera sin cesar el nacimiento de los buenos libros.
»Mi negocio, como puede ver, es muy distinto de la mayoría. Sólo vendo libros de segunda mano. Sólo compro libros que considero que tienen una razón honesta para existir. Mientras el juicio humano sea capaz de discernir, intentaré mantener mis estanterías libres de basura. Un médico nunca comerciaría con remedios de curandero. Yo no comercio con libros de charlatanes.
»El otro día ocurrió algo muy cómico. Hay un señor muy rico, un tal Chapman, cliente habitual de mi negocio…»
«¿Se refiere acaso al señor Chapman, de la compañía Chapman Daintybits?», preguntó Gilbert, sintiendo que por fin ponía los pies en terreno firme.
«Ése mismo, creo», dijo Mifflin. «¿Lo conoce?»
«Ah», dijo el joven con tono reverencial, «he ahí un hombre que puede hablar de las virtudes de la publicidad. Si está interesado en los libros es precisamente gracias a ella. Nosotros nos encargamos de todos sus anuncios. Yo mismo he escrito varios. Hemos transformado las ciruelas Chapman en una piedra angular de la civilización y la cultura. Yo personalmente ideé ese eslogan que dice Ciruelas como las nuestras, ningunas y que aparece en las revistas más importantes. Las ciruelas Chapman son famosas en todo el mundo. El Emperador del Japón las come una vez a la semana. El Papa también. Y, por si fuera poco, acabamos de saber que treinta cajas de ciruelas irán a bordo del buque George Washington durante el viaje del presidente para la Conferencia de Paz. Los ejércitos en Checoslovaquia se alimentaron básicamente de ciruelas. En la oficina tenemos la firme convicción de que nuestra campaña de las ciruelas Chapman contribuyó al triunfo en la guerra.»
«El otro día leí un anuncio; quizás fue usted quien lo escribió, ¿no?», preguntó el librero. «El que decía que los Relojes Elgin habían ganado la guerra. En todo caso, el señor Chapman ha sido uno de mis mejores clientes desde hace mucho. Oyó hablar del Club de la Mazorca y, aunque no es librero, nos rogó que le permitiéramos asistir a las reuniones. Nosotros aceptamos encantados y ahora el señor Chapman participa en nuestras discusiones con gran fervor. Más de una vez nos ha deleitado con sus agudos comentarios. Ha desarrollado tal entusiasmo por la forma de vida de los libreros que el otro día me escribió acerca de su hija (es viudo). La chica había estado asistiendo a una escuela de señoritas distinguidas donde, según él, le habían llenado la cabeza con ideas absurdas, inútiles y presuntuosas. Dice él que los conocimientos de la chica acerca de la utilidad y la belleza de la vida son comparables a los de un perrito faldero. En lugar de enviarla a la universidad, el señor Chapman me ha preguntado si la señora Mifflin y yo podríamos traerla aquí y enseñarle a vender libros. Quiere que su hija piense que se está ganando el derecho a quedarse aquí, pero planea pagarme en privado por el privilegio de alojarla con nosotros.
El señor Chapman cree que estando rodeada de libros podría acabar aprendiendo algo sobre la vida. A mí este experimento me pone más bien nervioso, aunque se trata de un cumplido para nuestro negocio, ¿no cree?»
«Claro que sí», dijo Gilbert, emocionado, «¡menudo anuncio se podría hacer con eso!»
En ese instante sonó la campana de la tienda y Mifflin acudió de un salto. «A esta hora de la noche suele haber movimiento», dijo. «Me temo que tendré que bajar a atender el negocio. A algunos de mis clientes habituales les gusta verme para cotillear sobre libros.»
«No sabe cuánto he disfrutado la cena», dijo Gilbert. «Volveré uno de estos días a husmear en sus estanterías.»
«Muy bien y, por favor, no divulgue el asunto de la jovencita», dijo el librero. «No quiero que esto se llene de pretendientes que puedan alterarla. Si la chica se enamora de alguien en esta tienda sólo será de Joseph Conrad o John Keats.»
De camino hacia la puerta, Gilbert vio a Roger Mifflin charlando animadamente con un hombre barbudo que parecía profesor universitario. «¿El Cromwell de Carlyle?», decía. «¡Sí, por supuesto!
¡Aquí mismo! ¡Oh, vaya, qué extraño! ¡Juraría que estaba aquí!»
CAPÍTULO II EL CLUB DE LA MAZORCA
La Librería Encantada era un lugar muy agradable, especialmente por las noches, cuando sus espacios, habitualmente en penumbra, se alegraban con el brillo de las lámparas encendidas entre las filas de libros. Muchos transeúntes que pasaban por allí bajaban las escaleras por pura curiosidad. Otros, visitantes asiduos, se presentaban con esa confortable alegría propia de cualquiera que entra en su club social. Roger tenía la costumbre de sentarse al fondo del local, en el escritorio, con su pipa y sus lecturas, pero si cualquier cliente comenzaba una conversación, el hombrecillo contestaba rápidamente. El león de la conversación sólo fingía dormir en su interior. No era difícil verlo saltar a la menor provocación.
Cabe mencionar que todas esas librerías que abren por las noches suelen estar llenas en las horas posteriores a la cena. ¿Acaso los auténticos amantes de los libros son gente nocturna, de la que sólo se atreve a salir cuando la oscuridad y el silencio y el fulgor de las luces cálidas induce irresistiblemente a la lectura? Ciertamente, la noche tiene una afinidad mística con la literatura y es extraño que los esquimales no hayan escrito grandes libros. Desde luego, para muchos de nosotros una noche del invierno ártico resultaría insoportable sin O. Henry o Stevenson. O, como Roger Mifflin declaraba durante su etapa de entusiasmo por Ambrose Bierce, las auténticas noctes ambrosianae son las noctes ambrose bierceianae.
Pero Roger cerraba puntualmente la librería a las diez en punto. A esa hora, en compañía de Bock (su perro color mostaza, bautizado así en