En la habitación del coronel entró el yerno Anatoli.
– No lo quiero molestar, pero nuestras damas se pusieron nerviosas. Si me cuelgo del techo, de todos modos, van a decir que no moleste, que me quite de ahí. – se sonrió Anatoli y se acercó al suegro. – Vaya, usted dibuja bien – lo alabó mirando la hoja de papel, donde el coronel, con expresión melancólica, había representado un cofre con dinero, dos personas con palas, y camellos.
– Esto no es un dibujo, Anatoli. Se podría considerar una fotografía. – Dijo Vasily, golpeando el papel con la goma del lápiz. – Mis ojos son como una cámara fotográfica. —
– Y donde vio usted eso? —
El coronel de aviación se quedó pensativo. ¿Contarlo o no? Pero las consideraciones no duraron mucho. En definitiva, pudo más el ardor infantil y, con entusiasmo, le contó al yerno lo que le había sucedido durante el vuelo.
– Entonces, ¡eso es un tesoro? – Anatoli preguntó, asombrado, al suegro señalando con el dedo el cofre dibujado.
– Puede ser. – afirmó el coronel. – Allá vi cántaros y bolsas con monedas.
Anatoli se quedó pensativo. En su niñez leyó muchos libros de aventuras y recordó como había deseado encontrar un verdadero tesoro. Él, al igual que el héroe preferido de su niñez, Tom Sawyer, creía que en alguna parte cerca, había tesoros enterrados y cosas valiosas escondidas. Anatoli hurgaba en sótanos abandonados, golpeaba paredes y con una pala hacía grandes huecos en el bosque. Se inventaba historias improbables, auto convenciéndose de porque el tesoro debía estar justamente en el sitio donde ahora se proponía hacer la búsqueda. El, inclusive, no tomaba en cuenta el hecho de que, la ciudad donde entonces vivía, comenzó a construirse no más de treinta años atrás. El creía qué si no era aquí, ahí cerquita lo esperaba la suerte y él se encontraría con el oro escondido por antiguos malhechores. Siempre quiso tener mucho dinero, pero como resultado de sus largas búsquedas Anatoli solo encontró candados oxidados, pizarras ennegrecidas y algunas monedas soviéticas comunes.
Ahora, de nuevo, se despertaban en él, sus ansias infantiles de búsqueda. Y el deseo de hacerse rico rápido nunca lo abandonó. Justamente por eso el compraba y revendía libros y discos, y este verano se había dedicado a los jeans. En el cuento del suegro, él fue indiferente a los detalles sobre la velocidad, la sobrecarga, a lo que mostraban los instrumentos a bordo, pero se emocionó sobre lo referido de los tesoros vistos.
– Hay que ir allí, ¡a comprobar el lugar! ¡Excavar! – con excitación propuso Anatoli.
– Adonde? No hay tal lugar – Vasily paso la mano sobre el mapa. Al coronel no le preocupaba el tesoro visto, sino, donde estuvo el avión, y porque estuvo ahí.
A Anatoli, por el contrario, lo preocupaba la parte práctica de la historia. No importando lo que a los demás le parecía fácil, cada rublo, ganado en la reventa de libros y discos, él lo obtenía con mucho trabajo. Primero, tenía que saber contactar los conocidos necesarios y gastar en regalos para conseguir los libros raros y escasos; en segundo lugar, tenía que saber cómo mercadearlos, y para eso era necesario mantener un gran círculo de conocidos, todos diferentes, y en tercer lugar, no poner atención a los insultos que le venían de todos lados. Así, ser maestro, médico, piloto o ingeniero era honorable. Pero a los trabajadores como él, la gente le aplicaba adjetivos ofensivos: especulador o revendedor.
Anatoli todavía recordaba muy bien la tensión y el verdadero pánico cuando hacía poco había engañado a un par de traficantes moscovitas con un conjunto de jeans. El pagó solamente la mitad y el resto, prometió entregarlo en Kuybyshev, donde vivían sus padres, después de que el papá salió del ejército.
Él emborrachó al gordo Slava, quien lo acompañó en tren desde Moscú y, en la noche, en una pequeña estación se escapó con la mercancía. De ahí continuó en autobús sabiendo que en las estaciones del tren lo iban a buscar. Aunque los moscovitas no sabían su dirección en Kuybyshev, de todas maneras, las dos semanas que Anatoli pasó con sus padres, fueron de una tensión continua y en espera de un encuentro desagradable. En cada gordo el veía al tonto y disgustado Slava.
Anatoli decidió no vender los jeans en Kuybyshev temiendo que lo fueran a descubrir. Y solo cuando llegó a la ciudad cerrada de Leninsk se tranquilizó. ¡Aquí no lo encontrarían!
¿Y cuál es el resultado de estas peligrosas maquinaciones? Unos cuantos miles de rublos. Ahora, ni siquiera un carro te puedes comprar. Y ahí, donde está enterrado ese tesoro, puede haber oro y cosas valiosas por cientos de miles de rublos.
Ah, si el tuviera ese dinero, ¡estaría hecho!
– Puedo tomar el dibujo? – cómo sin darle importancia preguntó Anatoli.
– Pero no le cuentes a nadie. – Le advirtió el suegro.
– Ok. – asintió Anatoli, pero decidido a no perder la oportunidad de ganar dinero.
Anatoli Kolesnikov buscó en su memoria todos sus conocidos y recordó a la única persona capaz, en su opinión, de resolver la extraña situación.
Él pensó en Tikhon Zakolov.
CAPITULO 7
Reunión en el Instituto
El primero de septiembre había, en las afueras del instituto, una reunión general de estudiantes. Tikhon Zakolov y Alexander Evtushenko llegaron, junto con una multitud de muchachas y muchachos, desde la residencia universitaria. Habían regresado, apenas, el día anterior a la ciudad y como todos los estudiantes, muy entusiasmados, se encontraban con sus compañeros de curso e intercambiaban sus impresiones sobre las vacaciones finalizadas.
El vicerrector felicitó a los nuevos ingresantes y les llamó la atención sobre el significado de los vuelos cósmicos para el progreso general de la humanidad. Él hablaba atropelladamente:
– Los ritmos de aceleración de la velocidad del desarrollo de los vuelos cósmicos han alcanzado escalas nunca vistas. Ahora estamos aquí – y señaló con el dedo hacia abajo – y sobre nosotros vuela una gran estación cósmica, que se compone de tres módulos independientes y con cuatro cosmonautas a bordo! —
Ahora, el dedo del orador apuntaba hacia arriba y muchos voltearon la cabeza hacia el limpio cielo, esperando ser testigos, con sus propios ojos, de las afirmaciones del vicerrector.
– Mira al viejo! Metió la cuarta derivada en el discurso. – Tikhon Zakolov – comentó las palabras del vicerrector, secándose una pequeña cicatriz sobreel labio.
– Qué? – Boris Makhorov no entendió. Boris había llegado de Moscú y otravez le había tocado la misma habitación con Tikhon y Alexander.
– La velocidad es la derivada de primer orden, la aceleración, es la de segundo orden y el ritmo es, prácticamente, la misma velocidad. Como resultado “los ritmos de aceleración de la velocidad” es la derivada de cuarto orden —
Sasha Evtushenko2 explicó las palabras del amigo.
– Ustedes, tipos, ¡otra vez con su teatro! – pero sinceramente admirado Boris, por esa lógica. – También encuentran integrales en las palabras del viejo?
– Pero lógico, – Tikhon respondió impasible. – Las utilizó al principio. ¿Recuerdas? “Ante su juventud se abren cientos de caminos”. Esta es la típica integral indefinida en el tiempo. Donde en calidad de función integrando se utiliza al hombre. Si resolvemos esa integral con parámetros concretos encontramos el destino de una persona. —
– Demasiados coeficientes individuales tiene esa función. – intervino Sasha. – Y la integral debe tener dos por lo menos, de tiempo y de lugar. El lugar, yo lo entiendo como una función compleja del medio y de la época. Aunque no totalmente, déjame pensar… —
Zakolov