Y he aquí que estoy sentado en la oficina del cirujano, el cual me acababa de explicar las horribles consecuencias de lo sucedido. Mi fuero interno no quiere creer que nos haya caído tamaña desgracia. ¿Por qué nosotros? Todo lo malo le sucede a los demás, en alguna parte lejos, en la televisión, en las noticias, en Internet. Mi familia está protegida contra la infelicidad. ¿Por qué a nosotros?
– Yo debo verla, ¡DEBO! – le informo al médico, mirándolo a los ojos con esperanza. – De repente no es Yulia. De repente ustedes están equivocados.
– Ok. Vamos, – aunque duda, el cirujano asiente.
En la sección de terapia intensiva, en una cama especial con barandas, yace una joven muchacha, con goteo intravenoso y tubos en la boca. Yo me acerco completamente, la considero largamente pero mi corazón ya se estremece. No hay ninguna duda, es Yulia, mi única hija. Externamente ella no ha cambiado, es tan linda como siempre, solo que tiene una palidez mortal. Pero internamente, por las palabras del médico…
Imaginarme las horribles consecuencias de haber tragado ácido me estremece. Aparto la vista de ella, retrocedo un paso y, con voz enronquecida, le pregunto a Guelashvili:
– ¿Qué puedo hacer por ella?
– Done sangre. Siempre se necesita.
2
Mi viejo «Peugeot», abandonado en el medio de los charcos, se encaprichó y no arrancó enseguida. Cuando el motor reaccionó, encendí la calefacción y, cansado, cerré los ojos. No me sentía bien. Me desconecté durante la donación de sangre y, hasta ahora, la cabeza me daba vueltas de una manera desagradable.
El tormento del dolor anímico se complementó con una nueva preocupación: ¿Como recibiría Katya la noticia sobre su hija? Los médicos le habían advertido que un embarazo tardío era particularmente peligroso y debía evitar emociones. Y como no emocionarse en esta situación. ¿Con que la tranquilizo? Poco a poco llegué a la conclusión que mejor me callaba por ahora y esperar que Yulia volviera en sí.
Aunque lo dudé un poco, decidí no volver a casa e irme directo al trabajo. Eran casi las siete de la mañana, pero no llamé a Katya para no preocuparla.
En el «Jupiterbank» yo ocupo la posición de director de la sección de seguridad informática. Mi tarea consiste en mantener la funcionalidad de los cajeros automáticos, de los terminales de pago, de los receptores de las tarjetas plásticas y de los trasmisores de transferencias electrónicas. Los empleados clave de la sección son dos, yo y el ambicioso ingeniero principal Oleg Golikov. Nosotros ocupamos la misma oficina donde hay una media docena de computadores, que nunca se apagan y con sus respectivos grandes monitores.
Oleg es un cínico mercantilista pero muy buen especialista. Y aunque hay una diferencia de edad (doce años) nos tratamos amigablemente.
– Epa, hola! ¿Y eso? ¿Tú tan temprano por aquí? – se sorprendió Golikov, mirando a su pensativo jefe por encima de una taza de té frío.
A mi no me gusta ir en traje y corbata. En invierno, prefiero los sweaters tejidos, y en verano, chaquetas sencillas y jeans. Oleg, al contrario, siempre anda encorbatado. El asocia la apariencia exterior con el éxito. Por eso tiene un coupé «Jaguar», se compra trajes italianos prestigiosos y complementa con accesorios de marca. Es verdad que hay pocos que no saben que su carro no es nuevo, qué en vez de relojes suizos, él se compra copias chinas y vive en las afueras, con sus padres, en un apartamento pequeño.
– Yo no vengo de casa, estuve por ahí anoche, me encontré a alguien… ¿Y tú? – Golikov continuó su curiosidad.
Mentalmente me vi con los ojos del colega presumido. El cuello de la camisa Polo muy gastado, sudor en las axilas, pantalones arrugados, con mal semblante. El típico perdedor para un joven como él. Todavía ayer, avergonzado, hubiera arreglado mi ropa y limpiado mis zapatos, pero después de la visita al hospital, la propia apariencia disminuyó, en la escala de prioridades, a nivel de granos de arena. A mi me molestaba otra cosa: ¿qué le iba a decir a Katya?
No quería continuar la conversación con mi molestoso colega, entonces me decidí, por fin, llamar a mi esposa. Le di la espalda a Oleg.
– Katya, buenos días, – traté de hablar alegremente al saludar a mi esposa. – No te extrañe que saliera sin despedirme. No quise despertarte. Resulta que hay algunos problemas en el trabajo y me llamaron temprano. Yulia? No te preocupes por ella. Me llamó para avisarme que se iba a quedar en la casa de una amiga… Aquella, la de siempre… Era tarde para ir a la casa y su amiga vive cerca del club. —
– Una amiga que se llama Arsenio? – Oleg intervino sarcástico. Yo estuve anoche en un club… Había unas carajitas…, tentadoras y seductoras. —
– Ok. Katya, ahorita no tengo tiempo. Te llamo más tarde. – Corté la llamada no fuera que descubriera algo falso en mi voz.
Con una mirada indiferente observé el ritual acostumbrado. Golikov colocó el portafolio de cuero sobre la mesa, se quitó la chaqueta y la colocó, con cuidado, en el respaldar de la silla. De un paquete de lavandería sacó una camisa limpia. Se quito la del día anterior y se cambió. El nudo de la corbata lo dejó flojo y subió los puños de sus mangas, justo lo suficiente, para que se viera el reloj «de marca». Por la crucecita de caballería en la esfera y en el portafolio, el conocedor podía determinar que ambos accesorios pertenecían a la casa suiza y costosa «Vacheron Constantin».
– Pasó algo? Por el teléfono hablaste de problemas, – preguntó Oleg, sacando del portafolio un paquete de manzanas verdes.
Habiendo decidido dejar de fumar, las compraba todas las mañanas. Cambió los cigarrillos por manzanas según un consejo de una revista de moda. – «Vitamina en vez de nicotina», – bromeaba. El ritual ya tenía un año de cumplirse, pero la ración diaria de manzanas había disminuido bastante.
– Eso fue para mi esposa, – sacudí la mano para no explicar más.
– No puedo creer lo que dices. Eres un mentiroso, Yury Andreevich. ¿No te habrás conseguido una modelo de piernas largas como nuestro presidente Radkevich? Su esposa se la pasa en el extranjero, pero aquí, él no pierde el tiempo. ¿Viste la hembra que tiene? Agarra ahí —
Oleg me lanzó una manzana. El lanzamiento era parte del ritual, pero hoy estaba atontado y no atajé la manzana. Esta me pegó en el pecho, se cayó y rodó por el piso.
– No la he visto, ni quiero verla, – mascullé, y levanté la manzana.
– Pero esa carajita yo no la rechazaría. En cualquier momento se la quito al presidente. – Un mordisco hizo crujir la jugosa fruta, masticó y se sonrió, soñadoramente. – Quizás me levante algo mejor. —
Yo no quise seguir esa conversación vacía y traté de concentrarme en el trabajo. Fue inútil. Pronto me convencí que hoy no podía mejorar ese programa complicado. El dolor anímico no me permitía concentrarme. Me molestaba todo: el zumbido característico de los computadores, el ruido del aire acondicionado, el chirrido de las sillas y hasta la manzana mordida que caía en mi campo de visión.
Yo me dediqué a una tarea rutinaria, las que normalmente hacía Golikov. Comprobación de canales de comunicación, análisis de cifras del momento, búsqueda de operaciones dudosas. Traté de ocupar el cerebro en algo para apartar las ideas autodestructivas sobre la tragedia familiar. Poco a poco los problemas técnicos llevaron lo otro a un segundo plano. De repente una discrepancia cayó en mis ojos.
En voz alta comenté lo que vi en el monitor:
– Un error. A los terminales llegó una cantidad y en la cuenta hay una suma menor. —
– Donde? –