En las tres ocasiones en que Carla me contó su trágica historia, yo imaginé la misma casa, las mismas caras, los mismos movimientos, la misma gente y la misma silueta de aquel hombre que la llevaba de la mano. Nunca más volvimos a hablar del tema.
—¡Bueno, bueno! ¿Estás ahí? —preguntó Carla.
—Sí, aquí sigo, Carlota. —Me reincorporé a la conversación y a la broma.
—Me preguntó Amaya si serás adecuado para el cargo que te tiene asignado. —Ignoró con brusquedad la burla cambiando de tema drásticamente y me sorprendí, tanto por la pregunta, como por la curiosidad del cargo al que se refería.
—¿Co-co-cómo? —titubeé—. ¿Qué cargo? —Sabía que, por haber trabajado con él desde hace un año y medio en su precampaña y campaña, me merecía un buen puesto de trabajo, aunque también sabía que muchos andaban detrás de algún «hueso».
—El de publicista —dijo, tajante, mi amiga.
—¿De publicista? ¿De verdad? ¡Guau! ¿Y de qué dependencia? —pregunté ansioso.
—De ninguna. Te estaba considerando para ser su publicista PER-SO-NAL —enfatizó con el mismo tono de enfado.
—¿«Me estaba»? Pero… ¿por qué cambió de opinión? —Mi voz cayó de la euforia al enfado—. Si han sido precisamente mis ideas y mi trabajo lo que…
—Esa es la razón por la que te había considerado —interrumpió Carla enfática—. Pero no le gustó nada lo que vio hoy.
—¿A qué te refieres? —pregunté rebobinando los recuerdos del día, mezclados con añejos remordimientos de «crudas morales» en mis años de borrachera, para encontrar una posible actitud que pudiera haber molestado al nuevo gobernador y que me hicieron dudar un momento.
—Ya te dije que Amaya está en todo. Desde hace veinte años. Por eso, hoy ya es gobernador.
—¿Y qué fue lo que no le gustó al señor gobernador? —Crecía la molestia en mi voz, dejando escapar un poco de las muchas inconformidades personales acumuladas en estos casi dos años por la prepotencia de Amaya y sus colaboradores.
—¡Oye! ¡Tranquilo! Hay cosas que a mí tampoco me gustan, pero así es este ambiente y lo sabes. Recuerda, la política es el arte de…
—Comer mierda y no hacer gestos, bla, bla, bla. —Completé la frase haciendo muecas nefastas y con los parpados apretados—. He dejado mi vida y mis ideales por él. ¿Y todavía desconfía de mí? ¡Qué poca madre!
—Pues, por eso desconfía —reafirmó Carla—. Piensa que nunca has dejado tus ideales y más aún al darse cuenta de tu reacción cuando Pérez te entregó la tarjeta de presentación.
—¿Y dónde está lo malo?
—¿En qué bolsillo te buscaste la tarjeta?
—Mmm… en el bolsillo del pantalón que usé el domingo —dije sarcástico y la respuesta de mi amiga fue un silencio que me gritó el fracaso del chiste—. Pues no me acuerdo. En ambos, creo. —Me encogí de hombros.
—¡Exacto! Ese fue el problema. Eso es lo que le molesta a Amaya.
—Pero ¿de qué estás hablando? Estás bromeando, ¿verdad? —Volví a preguntar un tanto desesperado.
—¡Ay, Pablo! Creo que tiene razón Pérez. Te falta mucho para ser un verdadero político.
El mero hecho de escuchar el apellido del Ingeñero me retorcía el estómago de coraje. A Pérez, ¡ni en pintura lo soportaba!
—¿Y ese idiota quién es para juzgar mi desempeño laboral? —Levanté la voz alzando el puño con una fuerza instintiva.
—Secretario de gobierno estatal, dirigente de nuestro partido, el mejor estratega político en todo el país, diputado federal plurinominal en dos ocasiones, hombre de confianza del presidente de la República, exdirigente nacional del sindicato de maestros y, por si fuera poco, tu jefe.
El coraje me invadió haciendo que mi mecanismo de defensa soltara un absurdo para escucharme como el niño que no gana y se lleva su pelota.
—Pero yo no estoy pelón.
Pude escuchar a Carla inhalar y exhalar para dar un giro sereno a nuestra conversación.
—Pablo, tú siempre me has dicho que odias la mediocridad. Entonces, este es un buen momento para probarlo. Si estás en el equipo, estás al cien por cien; a medias, nada.
—¡Pero estoy al cien, Carlota! —dije firme y me escuché pronunciar inconscientemente su nombre real.
Ella, entendiendo el exabrupto, omitió la falta y me explicó aún más serena:
—Muy bien. Te voy a decir una sola vez, sin muchas explicaciones, qué fue lo que molestó a Chema.
Chema era el apodo que Amaya le permitía solo a sus más estimados colaboradores. Permitirle a alguien llamarlo así equivalía a ser parte de su familia.
—Cuando Pérez te dio la tarjeta, no te la entregó en la mano; la colocó dentro de tu pantalón por orden de Amaya. El abrazo fue el pretexto, y el lugar donde guardó el cartón fue el bolsillo DE-RE-CHO. ¿Entiendes?
Callé durante unos diez segundos tratando, no ya de entender el concepto de lo que DERECHA significa en política, sino de comprender lo exagerado del uso de esta figura. Significaba que pertenecer al grupo de Amaya y ser militante del Partido del Progreso Humano, mis errores, aunque involuntarios, serían juzgados con severidad, bajo el criterio de unos estatutos individuales, poco medibles y mucho menos predecibles.
—¿Entiendes o no, Pablo? —insistió Carla.
—O sea, que mi error fue no buscar la tarjeta directamente en el bolsillo derecho. Es decir, todo lo que se haga en este partido, en esta nueva administración y en todo el contexto al que pertenece el gobernador y el Partido del Progreso Humano se basa en los símbolos de la derecha. Símbolos heredados de la Revolución francesa. En pocas palabras, somos girondinos. ¿Estoy en lo correcto?
—Somos los que queramos ser —dijo, excluyente, mi amiga.
—¿Me estás pidiendo que decida?
—Me dolería mucho que te fueras de este proyecto del que has sido parte fundamental, pero, como tú mismo dices, HEMOS dejado nuestras vidas en esto —enfatizó—. A Chema le dolería también, porque sabe de tu capacidad, y a mí, porque sé que, si decides irte, será porque estás en contra de la filosofía del partido. Eso significaría tener ideologías de izquierda y eso, a su vez, significaría que tú y yo no solo dejaríamos de ser amigos, sino que, por pura naturaleza política, automáticamente nos convertiríamos en enemigos.
No solo me sorprendió la frialdad con la que me estaba hablando mi mejor amiga, mi confidente, la única persona en el mundo que conocía mis más profundos secretos, aquella que lloró conmigo la tragedia de mi hija.
Ella, que no solo fue mi paño de lágrimas, sino que supo hacer lo que mi propia esposa no pudo, quedarse conmigo, confortarme y resucitarme después de ver a mi Regina tendida en la plancha de la morgue, irreconocible por los cientos de huellas de tortura que no dejaban un mísero espacio limpio en su inocente e infantil cuerpo. Torturas que más tarde, obligado, tuve que escuchar del reporte de la Fiscalía para levantar la demanda con la que yo nunca estuve de acuerdo en llevar a cabo, pero que, según la ley, era imprescindible para evitar más víctimas.
Ella, que me ha guardado un secreto que la convierte en mi cómplice, sabiendo de sobra las consecuencias legales, laborales y personales que eso nos puede acarrear. A mí, por ser el delincuente, y a ella, por haber callado el delito.
—¿Así de simple y llano? —Mi voz reflejaba tristeza.
—Ni tú ni yo somos mediocres. Y de este proyecto dependen muchos otros. Nuestro futuro está en juego, así