—¿Se encuentra bien?
—Sí, hija, sí… Es este endemoniado calor.
—¿Quiere que le traiga agua o azúcar? Si es una bajada de tensión, debería…
—No, no, estoy bien —la interrumpió mientras intentaba enderezarse.
Entonces, advirtió la presencia de una figura que fluctuaba junto a la mujer. Nunca había visto nada igual. Aunque le recordaba vagamente a los seres errantes que había descubierto en el castillo, este parecía estar difuminado en una especie de halo plúmbeo. Retrocedió espantada. Tal vez debería salir corriendo de allí. No quería entremeterse en más problemas sobrenaturales, sobre todo si no le incumbían a ella. Sin embargo, esa silueta la atraía de una manera casi hipnotizadora, no podía apartar la mirada de su insólito rostro. Se trataba de un hombre con una barba desaliñada y ojeras acusadas. Su piel poseía tonos grisáceos y marcaba de forma abrupta todas las líneas de su cara. Era evidente que la mujer no era consciente de la presencia de la aparición. ¿Podría ser posible que aquella figura fuera la causa de su desvanecimiento? Sofía ignoraba cómo proceder en una situación semejante. Debía llamar a Oriol. Él era un experto cazador, y ella era incapaz de dilucidar si ese espectro era amistoso o un ser hostil, aunque en su corta experiencia se atrevería a decantarse por la segunda opción. Entonces, escuchó un susurro que se dispersaba en el aire como un retintín fastidioso.
—¡Estúpida mujer! ¡Ser inútil y fracasado! ¡No vales nada! —oyó decir con una voz grave y algo metálica.
—¡Déjala en…!
No pudo terminar la frase. El brazo de Oriol había caído sobre ella con furia divina y la arrastraba hacia la salida.
—¡Quédate aquí y no te muevas! —le ordenó, visiblemente enfadado.
Se limitó a pagar mientras le lanzaba miradas furtivas, casi podría decir que cargadas de inquina. Recogió las pesadas bolsas de la compra sin ningún tipo de esfuerzo y después le indicó que saliera sin más. Una vez que se alejaron de la calle principal, estalló en cólera:
—¡¿En qué estabas pensando?!
—¿Tú también has visto eso? ¿Qué demonios era?
—¡Te dijimos que nada de hablar con la gente! ¡Y de meterte en líos, menos! — Furioso, se encaminó hacia el vehículo dando grandes zancadas—. ¡¿Qué parte no has entendido?!
—Pero esa mujer… Había algo que la acosaba… —Ella intentaba justificarse mientras hacía esfuerzos por seguirlo—. Quería ayudarla…
—¡No es nuestro problema! ¡No nos ocupamos de eso! —zanjó tajante.
—¡¿Y puede saberse de qué nos ocupamos?! ¡Porque a mí nadie me ha explicado nada! —alzó el tono de voz, esperando que él la tomara en serio—. Todos me dicen «Ya lo comprenderás». ¡Pero no entiendo nada! ¡Estoy harta! ¡¿Por qué nadie me cuenta qué es lo que está pasando?!
—¡Porque no es el momento ni el lugar! —Frenó la marcha y se encaró con ella.
—Pues no pienso moverme de aquí hasta que me expliques qué era eso. —Se plantó en medio de la calle, determinante.
Él reanudó la marcha sin prestarle mucha atención.
—Créeme, te conviene moverte. —Oriol comprobó de reojo que ella lo seguía de mala gana y se situaba a su lado—. Es un carroñero —le soltó por fin—, un espíritu de bajo nivel. Se alimentan de energía viva. El mundo está plagado de ellos. ¡Y no son nuestro problema!
—¿Quieres decir que andan por ahí sin que nadie los vea? —Frunció el ceño, contrariada.
—Nosotros podemos verlos, pero no les prestamos atención —la corrigió.
—¿Por qué? ¿No sois cazadores? —Cada vez entendía menos.
Oriol se detuvo por segunda vez y se aseguró de que no hubiese nadie husmeando por los alrededores.
—¡Escúchame bien, brujita! Los carroñeros fueron humanos una vez, eran asesinos o personas odiosas… ¡Hay millones! Sus almas son tan oscuras que no avanzan a un plano superior, y se quedan aquí estancados, vagando por el mundo. Para subsistir, buscan a personas frágiles y se alimentan de su luz absorbiendo su vitalidad, desgraciadamente. Y es así como terminan arrojándolas a una depresión o incluso al suicidio. —Oriol, todavía molesto, exhaló resignado—. Si estás perdida, viajas sin rumbo, totalmente a ciegas, y en tu camino te tropiezas con una linterna pero al otro lado vislumbras la luz de un faro, ¿hacia dónde te dirigirías?
—Seguiría la luz del faro —le respondió, encogiéndose de hombros.
—Bien, ahora entiende esto. Esa mujer es la linterna; tú, el faro. Ese carroñero no dudará un segundo en seguirte en busca de tu energía. —Su tono gélido hizo que Sofía se estremeciera—. ¡Así que mueve tu lindo trasero lo más rápido que puedas!
La joven inició una carrera y dejó atrás al cazador. No quería enfrentarse con ningún espíritu, aunque fuera de bajo nivel. Oriol no pudo evitar sonreír al verla correr espantada.
—Solo quería ayudar… No tenía ni idea… —se disculpó.
—Pues haznos un favor y no nos ayudes tanto. —Otra vez, sus palabras tajantes la sumieron en un terrible arrepentimiento.
Sin embargo, a pesar de los continuos reproches del chico, Sofía persistió en sus preguntas; quería estar preparada por si ese carroñero conseguía alcanzarla:
—¿Es peligroso?
—Es de bajo nivel. No me preocupa el combate, sino una lucha en medio de este pueblo. —Frunció el ceño mientras volvía la vista atrás—. Quedaríamos expuestos delante de mucha gente, y eso nunca es bueno.
Al doblar la esquina, Sofía comprobó que tanto Hugo como Iris los estaban esperando en el jeep. Parecían relajados. Iris descansaba sentada sobre el capó mientras Hugo permanecía apoyado en la puerta del conductor. Ambos fueron a su encuentro en cuanto los vieron llegar.
—¿Qué pasa? —Hugo le dirigió una mirada incisiva a su hermano.
—Nada. Metamos esto en el maletero y larguémonos de aquí.
Hugo los escudriñaba sin censura. Quería buscar respuestas a esa premura en los rostros de los recién llegados. Con desconfianza, ayudó a su hermano a introducir las bolsas en el vehículo. Oriol evitaba mirarlo. Todavía estaba visiblemente irritado por la intromisión de Sofía en la pequeña tienda, pero no quería empeorar las cosas, ya que sabía que Hugo pondría el grito en el cielo.
—¿Todo bien en el pueblo?
La insistencia de su hermano lo ponía de los nervios. Tenía esa exasperante manía de controlarlo todo.
—Como siempre…, jodidamente aburrido —le respondió, dando un portazo al introducirse en el vehículo.
Iris se encogió de hombros y le indicó a Sofía que subiera. Ella, antes de hacerlo, examinó el camino por el que habían llegado. No había nadie. Ni un alma. Ni viva ni muerta. Aliviada, suspiró y tomó asiento en el jeep.
Un silencio sepulcral reinaba dentro del vehículo; ninguno hablaba, nadie se movía. Hugo controlaba cada gesto de su hermano. Este último era tan tozudo como transparente, y él era capaz de apostar su vida a que había algo que lo inquietaba. Pero si había decidido ocultárselo, no se lo desvelaría tan fácilmente.
De