¡Malditas bisagras delatoras!, pensó Olivia. ¿Qué le costaba poner un poco de aceite a las malditas bisagras?, se preguntó. Todo por dejarlo a la desidia.
Durante los últimos días su mente estaba hecha un torbellino al que no podía brindar sosiego.
—¿Cariño? —sonó una voz del el otro lado del salón.
Antonio finalmente se había entregado al sueño, adormecido por la espera de su novia y por el whiskey que había bebido para calmar su ansiedad. Ella cada vez solía llegar más tarde y cuando lo hacía, se volcaba en largas duchas con agua caliente.
Al principio él había sospechado que había vuelto con alguna antigua pareja, en secreto. Que ahora el otro se había convertido en amante, como una vez él mismo lo había hecho. Pero luego sus dudas parecieron cada vez más fundadas hasta que se vio en la penosa necesidad de seguirla, de observarla, de espiar cada uno de sus movimientos.
Lo que encontró de aquella empedernida búsqueda no había sido un amante, sino algo todavía peor. Algo que le quitaba el sueño y llenaba de ansiedad sus días, sus noches, sus largas caminatas por el parque. ¡Todo estaba contaminado por una creciente ansiedad! Y esa ansiedad iba dando lugar a un inquietante miedo.
Antonio no sabía qué hacer. Estaba atrapado entre dos emociones contrariadas y, por eso, había decidido no hacer nada. No moverse. No descubrir su vulnerable posición.
—¿Eres tú, cariño? —La pregunta le pareció estúpida. ¿Quién más iba a ser sino ella?, pensó.
Soltó una maldición para sus adentros y se levantó de su sofá para entrar en la habitación en la que ella ya se encontraba encerrada en el cuarto de baño dispuesta a ducharse.
¿Cuántas noches más aguantaría aquella pantomima?, se preguntó Antonio mientras se metía en la cama, cubriéndose con las finas y frescas sábanas de seda color marrón. Y, antes de poderse contestar a sí mismo, se encontró profundamente dormido. Había bebido más de lo habitual de aquella botella de whiskey de dieciocho años a punto de acabarse.
Antonio Silva era una persona apacible y tranquila. Sus negocios a lo largo de la ciudad le brindaban una vida llena de lujos y comodidades. Los problemas eran algo que se rehusaba a tener. Nunca había tenido el carácter para enfrentar una situación en la que el control se saliera de sus propias manos. Era un hombre alto y delgado, con el cabello prematuramente encanecido debido a la herencia genética por parte de su padre. Sus ojos verdes parecían volverse más claros conforme sus cabellos se iban blanqueando a pesar de su corta edad, pues apenas tenía treintaicinco años y todo el futuro al alcance de su bolsillo. Eso era lo que creía cada vez que conquistaba un éxito más en relación a sus negocios.
Hacía dos años que había conocido a su novia y llevaban viviendo juntos poco más de uno en aquel penthouse de su propiedad, ubicado en una de las lomas que colindaban con la ciudad que lo había visto nacer y cuya vista era espectacular, tanto como lo que había pagado por ese inmueble.
La había conocido en la estación de trenes cierta vez que había tenido que reunirse con su abogado en una ciudad vecina en la que comenzaba a hacer negocios, también. Se había enamorado casi de inmediato de aquella mujer cuya belleza era tan intensa. Su largo y delgado cuello le confería la apariencia de un elegante cisne. Lo afilado de sus hombros y delgados brazos contrastaban con sus marcadas y largas piernas bajo su entallado pantalón. Y su altura se acentuaba en ella no solo por su delgadez, sino porque era fanática de los tacones de aguja, algo que hacía llamar demasiado la atención. Su rostro también gozaba de magnificencia. Su respingona nariz le confería un semblante fino adornado por dos suaves pómulos bajo unos ojos grandes y rasgados de color café claro.
Era una mujer bellísima, creía Antonio cada vez que la miraba mientras dormía a su lado, mientras compartían la ducha o, simplemente, cuando perdía en ella su mirada a la vez que preparaba el desayuno o leía el periódico por las mañanas bebiendo café en la terraza del penthouse que compartía con ella.
Sin embargo ahora todo parecía distinto. No porque ella no le pareciera bella o no la quisiera. La quería mucho y su belleza se acentuaba en ella con el pasar de los años casi de forma inexplicable. Sencillamente cada día le parecía más y más hermosa. Y eso le encantaba. Pero durante los últimos días había encontrado en ella una rutina que la sujetaba como un grillete. Ella había perdido el control de sus propios impulsos y le había dejado a él al margen de su vida. Se había convertido de pronto en una completa extraña. En un ser enteramente diferente y atormentado. Y Antonio estaba al borde de perder los nervios por completo.
Al menos eso era lo que sentía.
5
La noche le había caído encima de pronto y Juan realizó la habitual escala en el bar.
Abrió la puerta y, como siempre, los comensales curiosos voltearon a mirar al que acababa de aparecer bajo el umbral.
Juan, impasible, se quitó la chaqueta y la colgó en un perchero junto a la puerta que acababa de cerrarse tras él. Se dirigió a la larga y gruesa barra de madera y se sentó en uno de los taburetes. Ni siquiera tuvo que pedir a la que atendía la barra. Ella simplemente se acercó para dejar un vaso frente a Juan, luego tomó una de las botellas de vodka de la estantería y lo llenó con el incoloro líquido. Él agradeció con un movimiento de cabeza apenas perceptible y ella le devolvió el gesto con una diáfana sonrisa. Había cierta atracción entre ellos. Una secreta atracción a la que ninguno de los dos se atrevía a hacer patente.
—Te veo cansado —dijo ella arrancándolo de sus pensamientos y devolviéndole la postura endurecida.
—Es el trabajo que nunca termina.
—Lo sé —respondió ella apoyando los codos en la barra, frente a él—. Cada vez se hace más imposible vivir en esta ciudad.
—La gente ha perdido la cabeza.
—Eso no es nada nuevo.
—Los índices criminales están por las nubes —le espetó Juan después de dar un profuso trago a su vodka—. Eso es nuevo.
—¿Tan mal están las cosas? —preguntó ella volviendo a llenar su vaso inocentemente.
—Eso es lo peor.
—¿Qué cosa?
—Que cuando uno piensa que las cosas ya no pueden empeorar, resulta que se estaba muy equivocado. Todo simplemente va a peor.
Dos comensales comenzaron a discutir al calor de las copas notoriamente reflejado en el rostro. Al parecer uno de ellos empujó al otro al momento de levantarse al baño. Los dos estaban de pie muy cerca el uno del otro gritándose y amenazándose con llegar a los puños. Un mesero tuvo que intervenir para evitarlo, pero la letanía de majaderías continuó todavía unos segundos más.
Juan se había volteado hacia el lío. Seguía con la mirada al par de borrachos agrediéndose. Nunca le había gustado intervenir en peleas de bares y en realidad, cuando lo hacía, simplemente dejaba que ambos se golpearan hasta el cansancio antes de mostrar su placa y tratar separarlos por su mera autoridad. Pero el odio y el alcohol eran una mala combinación y los agresores poco caso hacían a una placa de hombre de la ley. Así que Juan se limitaba a evitar que uno de los agresores resultara muerto. Sin embargo, ahora, se encontraba en su bar habitual y no iba a permitir que hicieran un desplante frente a aquella mujer que le estaba atendiendo. Por fortuna los dos comensales se calmaron lentamente.
—¿Lo ves?
—¡Con toda claridad! —respondió ella terminando de secar un vaso con una franela.
—El mundo se ha desquiciado.
El vodka de su vaso desapareció tras otro trago y ella volvió a llenar el vaso. Mientras lo hacía sus miradas se cruzaron. A ella, habituada a ganarse la vida tras una barra, le gustaban los tipos duros y Juan, a pesar de ser un poli, era también una persona reservada, educada, hasta algo lacónica. Eso le confería