Muerte en el crepúsculo. Marcos David González Fernández. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Marcos David González Fernández
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417895938
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y subir los tres pisos hasta llegar al corazón de la escena donde se había perpetrado el atroz crimen.

      Cuando al fin entró en el apartamento, que más que apartamento se trataba de un cuartucho digno de los suburbios de esa parte de la ciudad, sintió un pinchazo en el corazón. De hecho Juan se quedó un momento de pie bajo el umbral de la puerta contemplando algo que apenas había visto el día anterior. Se sintió asombrado por el poco tiempo que había transcurrido entre un asesinato y otro.

      ¡Era inverosímil!

      Imposible de creerse.

      El asesino parecía poseído por una fuerza sencillamente arrolladora por liberarse de su odio. La forma en que arreglaba el escenario, probablemente engañando a su víctima para reproducir una escena en particular, era estremecedora. Y el mensaje que, desde donde se encontraba de pie, aún podía escuchar repitiéndose:

      «…cuando te necesitaba tanto».

      Algunos peritos ya se encontraban espolvoreando el lugar en busca de pruebas dactilares y otros indicios protocolarios.

      Era pura rutina. Juan sabía de sobra que no encontrarían más que las huellas de la víctima ahí. Sin duda el asesino estaba bastante versado en criminalística como para cometer un error de novato como dejar una huella dactilar. Ni siquiera los casquillos estaban regados por el suelo. La mirada de la víctima volvía a ser de sorpresa. Los ojos bien abiertos seguramente habían capturado como última imagen la de un vengador que había resurgido del velado pasado como una mortífera sombra. Ciertamente le había cobrado la factura por algo que había tenido lugar hacía mucho tiempo. La escena lo decía casi todo, Juan podía verlo como si se encontrara leyendo la escena a través de las líneas de una novela policiaca. Todo estaba ahí, menos algunos elementos que poco a poco debían comenzar a cobrar forma con el tiempo.

      —Se han llevado los casquillos —le dijo una voz a su lado pero Juan ni se molestó en voltear a mirar a su interlocutor.

      —Deben estar tirados en algún basurero de la estación del metro o en algún contenedor de los alrededores —se limitó a responder sin quitar la vista de la ensangrentada víctima.

      El catre estaba lleno de sangre al igual que la pared en la que estaba arrimado. De pronto le pareció que la sangre saltaba a la vista. Todo estaba hecho un verdadero chiquero. Y de nuevo el viejo olor a pólvora contenido en el aire llenaba sus pulmones.

      —Espero el informe en mi escritorio para mañana jueves a primera hora.

      Dicho esto dio media vuelta en dirección a la salida del edificio. No había nada más que hacer ahí. Los pocos detalles en relación a la escena se lo comunicarían por escrito los peritos de balística y el propio médico forense. De nuevo los sumaría a la carpeta en la que estaba trabajando sin cesar.

      —Como diga, detective —escuchó que le decía una voz a sus espaldas.

      Los tacones de sus botas retumbaron en la oquedad, bajo los escalones del edificio que intentaba dejar atrás. Juan vio el pasillo intermitentemente iluminado por las torretas de las patrullas y entornó los ojos hasta que estuvo fuera del edificio. Ubicó con la vista su Chevelle y se encaminó hacia este. No pudo evitar sentirse profundamente intrigado por ese caso que se abría ante él como una marisma de vivas, pero ocultas probabilidades.

      Esa noche Juan Guadarrama estuvo lejos de poder conciliar el sueño. Algo suscitaba en él escalofríos que le recorrían la médula. Se sentía ansioso, como excitado por una creciente emoción que perseveraba sobre las demás.

      Era la sensación de que lo estaban retando.

      Incitando a entrar en un juego que él conocía demasiado bien.

      15

      Cuando Antonio llegó aquel miércoles a casa luego de dar vueltas por la ciudad, la noche ya estaba bien entrada. Abrió la puerta eléctrica del estacionamiento, dejó el coche en el cajón que estaba destinado a su Mercedes-Benz, junto a la Land Rover que había regalado a Olivia por su cumpleaños, y se dirigió hacia el ascensor. Pulsó la clave que lo conduciría al penthouse y esperó a que las puertas se abrieran. Entró a su hogar y se quedó un instante de pie junto a las puertas del ascensor. Creyó percibir el lejano sonido del agua de la regadera cayendo.

      Era Olivia.

      Esta vez Antonio no se dirigió a la habitación sino a la sala. Encendió la gigantesca pantalla y buscó rápidamente algún juego qué ver. Se sirvió un gran vaso con whiskey de veintiún años y dejó que el sabor a malta le abrazara la lengua con un profundo sorbo.

      Se sentó en el cómodo sofá forrado en fino cuero y cruzó su pierna. Se sentía molesto, asustado, angustiado y ansioso, pero sobre todo se sentía indefenso, como vulnerable. Olivia se había convertido en su mundo y en su razón para hacer las cosas. De despertar por las mañanas y ser el cobijo de sus noches. No sabía qué locura se había apoderado de ella, pero esa locura amenazaba con separarlos.

      La puerta del baño se abrió a sus espaldas, dentro de la habitación.

      Él terminó su vaso de whiskey y buscó la botella junto a él, pero ya no estaba. Giró su torso y sus ojos se toparon con la núbil figura del cuerpo desnudo de Olivia.

      Ella había tomado la botella y ahora llenaba de nuevo su vaso casi hasta el tope. Sus ojos rasgados fulguraban deseo, pasión: la más profunda concupiscencia. Parecían de fuego y casi pudo escuchar su crepitar mientras le miraban a él.

      Antonio sintió una punzada de excitación dentro de sus pantalones. La belleza de Olivia era patente y estaba impresa en cada centímetro de su pálida piel. En sus finas facciones. En sus ojos grandes y rasgados, tan profundos como indómitos. Sin embargo, obedeció la sugerente orden de beberse el áureo y denso contenido de su vaso de un solo trago.

      Cuando terminó, Antonio tensó los músculos de sus quijadas a la vez que Olivia le quitaba el vaso, lo ponía a un lado, sobre la mesita de la sala, y se montaba sobre él. Su cuerpo olía a crema de coco mezclada con la fresca fragancia del jabón corporal. Puso sus pechos a la altura de su rostro y su fragancia lo abofeteó, sumiéndolo en un estado de creciente excitación.

      Ella se llevó la mano izquierda al cinturón de Antonio y lo desabrochó con facilidad, al igual que el botón de su pantalón y el cierre. Descubrió su miembro rígido dentro de la ropa interior y lo acarició suavemente y con delicadeza. Antonio cerró los ojos y pegó su nariz a su pecho para absorber hasta la última molécula de aquel delicioso aroma a la vez que se dejaba llevar por la excitación proveniente de la caricia de Olivia y, llevando ambas manos hacia los firmes glúteos de ella, la trajo hacía sí.

      Ella adivinó su pensamiento y puso el miembro de él entre sus piernas, dejándose caer suavemente sobre este.

      Antonio lanzó un tímido gemido una vez que el peso de Olivia terminó de caer sobre él y entonces ella comenzó de nuevo la cadencia de subir y bajar hasta que el movimiento se hizo más frenético y su sexo comenzó a calentarse antes de culminar en la esperada vastedad de placer conforme lo tomaba de la cabeza para besarlo en sus labios, luego junto a la oreja para poder hacerle saber el momento exacto en que ella explotaba, para que él pudiera hacer lo propio al incrementar su excitación debido a la dulce voz señalándoselo, como obligándolo también a él a dejarse llevar por el creciente torrente de excitación mientras hacían chocar ambas caderas con fuerza.

      Así continuaron todavía unos minutos más hasta que Antonio pudo dejar de lado sus preocupaciones para entregarse a su pareja, mientras que ella se entregaba a él, también. Más ella no dejó de lado lo que acababa de suceder unas horas antes, sino que evocó su propia imagen oprimiendo con fuerza y certeza el gatillo de su Glock para que la ráfaga explotara ante sus ojos antes de acabar con la vida de Octavio Bermúdez, tal y como Antonio la hacía explotar de excitación una y otra vez.

      16

      La tercera y, hasta entonces última víctima respondía, en vida, al nombre de Octavio Bermúdez. Se trataba de un profesor retirado de varios institutos en aquella ciudad, según