Asesino de sicarios. Adrián Emilio Núñez. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Adrián Emilio Núñez
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417895945
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iniciarnos en el negocio —respondió orgulloso.

      Santiago soltó una carcajada burlona.

      —¡Mente emprendedora! —Reía con fuerzas.

      —¡¿Qué?! No es mi culpa que usted no tenga una… Por eso terminó siendo poli.

      Un coscorrón directo en la cabeza lo escarmentó.

      —Te dije que contestaras únicamente a mis preguntas.

      Pero el chamaco sufría como si en verdad padeciera una hemorragia cerebral. Santiago se dio cuenta de que no era más que un payaso ridículo.

      —¿Cómo te llamas?

      —Gera, mi jefe, a la orden, para servirle a usted y a Diosito santo, que está en los Cielos, cuidándonos y prote…

      —Ya basta, no seas exagerado. Di solo lo necesario… Además, ya podrás darte cuenta de que no te cuida ni te protege tanto como tú crees. —Luego hizo una pequeña pausa—. ¿Qué edad tienes, Gerardo?

      —Diecisiete años, señor.

      Santiago meditó la situación. Si llevaba a esos niños a la cárcel, la saturaría de jóvenes que perderían la oportunidad de redimir sus errores. La fiscalía estaba controlada por la mafia y el mismo Gobierno, por tal motivo todo el tiempo caían chiquillos como esos en el bote, los cuales eran presentados ante los medios de comunicación como sicarios o narcotraficantes. Todo con el fin de hacer creer al pueblo que su Gobierno atrapaba a los malos. Pero lo que realmente realizaban era entrenarlos como delincuentes; la cárcel constituía la mejor escuela para eso y, cuando por fin salían, si sucedía, entonces habría un criminal profesional en las calles. Pero no hoy. Hoy estaba Santiago a cargo de la misión y tendría otros planes para él: la oportunidad de redimirse.

      —Te propongo algo. Tú no lo sabes aún, pero un juez te condenará a varios años por esto. Dirán que eres un sicario, te usarán como chivo expiatorio y te acusarán de haber matado a varias personas. Puede que digan que eres el jefe de una banda secuestradora y, por si eso fuera poco, también que vendes grandes cantidades de drogas. Si te va bien, te condenarán a unos veinte años, sin mencionar que en la cárcel te violarán, te golpearán y te torturarán, entre otras cosas que pasan ahí.

      Gerardo se volteó para observar a Santiago, quien caminaba en dirección al resto de los agentes.

      —¡Nahhh! No lo creo, jefe —soltó Gerardo, incrédulo—. Si mucho, me dan una semana.

      —¿Eso crees? Entonces no quieres escuchar mi oferta.

      —A ver, pues, jefe, échela. Pero solo por pura curiosidad. ¡Eh! No vaya a creer que voy a ceder tan fácil.

      —Antes que nada, te incluirás en servicio social de manera voluntaria y asistirás a un centro de rehabilitación de drogas.

      —¡Noooo! Jefe, pide mucho; me quedo con mi semana en el bote.

      Santiago se lamentó.

      —Como desees, entonces.

      Gera le daba vueltas a aquello. Estar en el bote una semana lo haría famoso. Encargarse del servicio social lo convertiría en un total perdedor entre la gente de su barrio. «¿Pero y si el policía está diciendo la verdad? ¿Qué tal si es así?». Existían varias historias de otros que habían ingresado al bote y eran famosos por eso, pero sus delitos no habían resultado tan graves y aún no habían salido. A uno lo habían matado allí adentro. «Chale. Este policía podría estar diciendo la verdad».

      —¿Me permite hablar, señor?

      —No. Lo siento, perdiste tu oportunidad. No estoy jugando.

      Gerardo tragó saliva.

      —Deme una oportunidad, jefe, todos nos equivocamos, ¿usted nunca se ha equivocado? ¿Acaso todo en su vida ha sido perfecto?

      —¡A ver, a ver! Pareces guacamaya. Por Dios —se lamentó de tener que escucharlo—. Comienza a hablar, pero sé convincente antes de que lleguemos con los otros.

      —A la orden, mi jefe. Pues mire: la pura neta, yo fui el que puso este plan en marcha. Quería vender algo de drogas. Yo he visto que hay otros en el barrio a los que les va chido haciendo eso, tienen una tele grande. Todos los días comen chido, ya sabe, jefe. Me inspiré, más que nadie, en el Jenrics.

      —¿Quién es ese?

      —Pues él es así como... Digamos que el mero machín del barrio, el que más distribuye. Y las patrullas que andan por el rumbo jamás le hacen nada. De hecho, hasta lo conocen.

      —Muy bien. Ya veo hacia dónde va todo esto —Santiago lo detuvo y le empezó a hablar de frente—. Te propongo lo siguiente: yo no te meto a la cárcel, pero tú aceptas entrar a un centro de rehabilitación y hacer servicio social; a cambio, me das información de la gente de tu barrio.

      —Mire, jefe, acá entre nos, jamás me aceptarían en el barrio si hago servicio social voluntario. ¡La neta!

      Santiago meditó un segundo. Tenía razón, nadie quería en su banda a un rehabilitado.

      —De acuerdo. Mira entonces, este será el plan.

      La agente Perea y los demás habían esposado a los otros dos y al vendedor, un hombre de unos veintiocho años, de esos que van y vienen todo el tiempo, justo en lo que aquellos jóvenes aspiraban a convertirse. Solo quedaba esperar a Santiago y al otro escuincle pendejo que había intentado escapar, pero ya venían en camino. Era cosa de subirlos y llevarlos a la fiscalía, donde los tres serían, primero, juzgados y, posteriormente, pasarían a la grande, como le decían, varios años de su vida. Un enorme éxito para el gobernador por haber atrapado a cuatro delincuentes.

      Pero, de un momento a otro, el joven golpeó con la cabeza y muchísima fuerza el estómago de Santiago. Este cayó sofocado. El chamaco aprovechó para robar las llaves de las esposas y salió corriendo en la misma dirección en la que había intentado huir en un principio. Los agentes socorrieron a Santiago, lo que le dio a Gerardo una gran brecha de tiempo y distancia.

      —¡Santiago! —gritó uno de los compañeros—. ¿Cómo te encuentras? ¿Qué hacemos? ¿Vamos a por él?

      Se palpó el estómago mientras veía el polvo; evidentemente, ya había escapado.

      —No, está bien, déjenlo. Estoy seguro de que caerá tarde o temprano.

      El plan había salido a la perfección. Ahora solo esperaba que Gerardo cumpliera su palabra y fuera un aliado útil para acceder a los verdaderos delincuentes.

      Santiago, Perea y el resto de sus compañeros llegaron a la fiscalía para continuar con la tediosa burocracia detrás de cada encarcelamiento. Mientras caminaban por los pasillos, notaron que tanto administrativos como otros agentes los miraban con recelo a la vez que se susurraban al oído. No había resultado una gran misión, solo eran unos mocosos comprando drogas. «¿Por qué el asombro?», se preguntó Santiago.

      —¡Ey! ¡Santiago! —le gritó uno de los agentes—. ¿Qué, acaso no te importa tu familia?

      Quedó confundido ante aquel interrogante.

      —¡Oye! No te hagas el que no escucha —continuó Amparan—. ¿Qué, acaso no te importan tu esposa y tu hijo?

      «¿Qué chingados tiene que ver?».

      El agente comenzó a acaparar la atención de todos.

      —A nosotros sí nos interesan nuestras familias, Santiago.

      Este, que llevaba custodiado al vendedor de drogas, lo arrojó hacia un lado para atender al que no paraba de lanzarle indirectas. Lo tomó con ambas manos de la camisa, levantándolo centímetros sobre el suelo por un segundo.

      —¿Qué chingados te pasa, Amparan? ¿Eh? ¿Qué me estas tratando de decir con eso de que si me importa mi familia?

      Amparan no se cohibió. Y mucho menos porque tenía el apoyo moral de varios presentes.