«¿No vus dije que D. Carlos no faltaba hoy? Ya lo habéis visto. Decir ahora si yo me equivoco y no estoy al tanto.
—Yo también lo dije... Toma... como que es el aniversario del mes, día 24; quiere decir que cumple mes la defunción de su esposa, y Don Carlos bendito no falta este día, aunque lluevan ruedas de molino, porque otro más cristiano, sin agraviar, no lo hay en Madrid.
—Pues yo me temía que no viniera, motivado al frío que hace, y pensé que, por ser día de perra gorda, el buen señor suprimía la festividá.
—Hubiéralo dado mañana, bien lo sabes, Crescencia, que D. Carlos sabe cumplir y paga lo que debe.
—Hubiéranos dado mañana la gorda de hoy, eso sí; pero quitándonos la chica de mañana. Pues ¿qué crees tú, que aquí no sabemos de cuentas? Sin agraviar, yo sé ajustarlas como la misma luz, y sé que el D. Carlos, cuando se le hace mucho lo que nos da, se pone malo por ahorrarse algunos días, lo cual que ha de saberle mal a la difunta.
—Cállate, mala lengua.
—Mala lengua tú, y... ¿quieres que te lo diga?... ¡adulona!
—¡Lenguaza!».
Eran tres las que así chismorreaban, sentaditas a la derecha, según se entra, formando un grupo separado de los demás pobres, una de ellas ciega, o por lo menos cegata; las otras dos con buena vista, todas vestidas de andrajos, y abrigadas con pañolones negros o grises. La señá Casiana, alta y huesuda, hablaba con cierta arrogancia, como quien tiene o cree tener autoridad; y no es inverosímil que la tuviese, pues en donde quiera que para cualquier fin se reúnen media docena de seres humanos, siempre hay uno que pretende imponer su voluntad a los demás, y, en efecto, la impone. Crescencia se llamaba la ciega o cegata, siempre hecha un ovillo, mostrando su rostro diminuto, y sacando del envoltorio que con su arrollado cuerpo formaba, la flaca y rugosa mano de largas uñas. La que en el anterior coloquio pronunciara frases altaneras y descorteses tenía por nombre Flora y por apodo la Burlada, cuyo origen y sentido se ignora, y era una viejecilla pequeña y vivaracha, irascible, parlanchina, que resolvía y alborotaba el miserable cotarro, indisponiendo a unos con otros, pues siempre tenía que decir algo picante y malévolo cuando los demás repartijaban, y nunca distinguía de pobres y ricos en sus críticas acerbas. Sus ojuelos sagaces, lacrimosos, gatunos, irradiaban la desconfianza y la malicia. Su nariz estaba reducida a una bolita roja, que bajaba y subía al mover de labios y lengua en su charla vertiginosa. Los dos dientes que en sus encías quedaban, parecían correr de un lado a otro de la boca, asomándose tan pronto por aquí, tan pronto por allá, y cuando terminaba su perorata con un gesto de desdén supremo o de terrible sarcasmo, cerrábase de golpe la boca, los labios se metían uno dentro de otro, y la barbilla roja, mientras callaba la lengua, seguía expresando las ideas con un temblor insultante.
Tipo contrario al de la Burlada era el de señá Casiana: alta, huesuda, flaca, si bien no se apreciaba fácilmente su delgadez por llevar, según dicho de la gente maliciosa, mucha y buena ropa debajo de los pingajos. Su cara larguísima como si por máquina se la estiraran todos los días, oprimiéndole los carrillos, era de lo más desapacible y feo que puede imaginarse, con los ojos reventones, espantados, sin brillo ni expresión, ojos que parecían ciegos sin serlo; la nariz de gancho, desairada; a gran distancia de la nariz, la boca, de labios delgadísimos, y, por fin, el maxilar largo y huesudo. Si vale comparar rostros de personas con rostros de animales, y si para conocer a la Burlada podríamos imaginarla como un gato que hubiera perdido el pelo en una riña, seguida de un chapuzón, digamos que era la Casiana como un caballo viejo, y perfecta su semejanza con los de la plaza de toros, cuando se tapaba con venda oblicua uno de los ojos, quedándose con el otro libre para el fisgoneo y vigilancia de sus cofrades. Como en toda región del mundo hay clases, sin que se exceptúen de esta división capital las más ínfimas jerarquías, allí no eran todos los pobres lo mismo. Las viejas, principalmente, no permitían que se alterase el principio de distinción capital. Las antiguas, o sea las que llevaban ya veinte o más años de pedir en aquella iglesia, disfrutaban de preeminencias que por todos eran respetadas, y las nuevas no tenían más remedio que conformarse. Las antiguas disfrutaban de los mejores puestos, y a ellas solas se concedía el derecho de pedir dentro, junto a la pila de agua bendita. Como el sacristán o el coadjutor alterasen esta jurisprudencia en beneficio de alguna nueva, ya les había caído que hacer. Armábase tal tumulto, que en muchas ocasiones era forzoso acudir a la ronda o a la pareja de vigilancia. En las limosnas colectivas y en los repartos de bonos, llevaban preferencia las antiguas; y cuando algún parroquiano daba una cantidad cualquiera para que fuese distribuida entre todos, la antigüedad reclamaba el derecho a la repartición, apropiándose la cifra mayor, si la cantidad no era fácilmente divisible en partes iguales. Fuera de esto, existían la preponderancia moral, la autoridad tácita adquirida por el largo dominio, la fuerza invisible de la anterioridad. Siempre es fuerte el antiguo, como el novato siempre es débil, con las excepciones que pueden determinar en algunos casos los caracteres. La Casiana, carácter duro, dominante, de un egoísmo elemental, era la más antigua de las antiguas; la Burlada, levantisca, revoltosilla, picotera y maleante, era la más nueva de las nuevas; y con esto queda dicho que cualquier suceso trivial o palabra baladí eran el fulminante que hacía brotar entre ellas la chispa de la discordia.
La disputilla referida anteriormente fue cortada por la entrada o salida de fieles. Pero la Burlada no podía refrenar su reconcomio, y en la primera ocasión, viendo que la Casiana y el ciego Almudena (de quien se hablará después) recibían aquel día más limosna que los demás, se deslenguó nuevamente con la antigua, diciéndole: «Adulona, más que adulona, ¿crees que no sé que estás rica, y que en Cuatro Caminos tienes casa con muchas gallinas, y muchas palomas, y conejos muchos? Todo se sabe.
—Cállate la boca, si no quieres que dé parte a D. Senén para que te enseñe la educación.
—¡A ver!...
—No vociferes, que ya oyes la campanilla de alzar la Majestad.
—Pero, señoras, por Dios—dijo un lisiado que en pie ocupaba el sitio más próximo a la iglesia—. Arreparen que están alzando el Santísimo Sacramento.
—Es esta habladora, escorpionaza.
—Es esta dominanta... ¡A ver!... Pues, hija, ya que eres caporala, no tires tanto de la cuerda, y deja que las nuevas alcancemos algo de la limosna, que todas semos hijas de Dios... ¡A ver!
—¡Silencio, digo!
—¡Ay, hija... ni que fuas Cánovas!».
III
Más adentro, como a la mitad del pasadizo, a la izquierda, había otro grupo, compuesto de un ciego, sentado; una mujer, también sentada, con dos niñas pequeñuelas, y junto a ella, en pie, silenciosa y rígida, una vieja con traje y manto negros. Algunos pasos más allá, a corta distancia de la iglesia, se apoyaba en la pared, cargando el cuerpo sobre las muletas, el cojo y manco Elíseo Martínez, que gozaba el privilegio de vender en aquel sitio La Semana Católica. Era, después de Casiana, la persona de más autoridad y mangoneo en la cuadrilla, y como su lugarteniente o mayor general.
Total: siete reverendos mendigos, que espero han de quedar bien registrados aquí, con las convenientes distinciones de figura, palabra y carácter. Vamos con ellos.
La mujer de negro vestida, más que vieja, envejecida prematuramente, era, además de nueva, temporera,