Está visto que Dios quería probar a la dama rondeña, porque a las calamidades del orden económico añadió la grande amargura de que sus hijos, en vez de consolarla, despuntando por buenos y sumisos, agobiaran su espíritu con mayores mortificaciones, y clavaran en su corazón espinas muy punzantes. Antoñito, defraudando las esperanzas de su mamá, y esterilizando los sacrificios que se habían hecho para encarrilarle en los estudios, salió de la piel del diablo. En vano su madre y Benina, sus dos madres más bien, se desvivían por quitarle de la cabeza las malas ideas: ni el rigor ni las blanduras daban resultado. Se repetía el caso de que, cuando ellas creían tenerle conquistado con carantoñas y mimos, él las engañaba con fingida sumisión, y escamoteándoles la voluntad, se alzaba con el santo y la limosna. Era muy listo para el mal, y hallábase dotado de seducciones raras para hacerse perdonar sus travesuras. Sabía esconder su astuta malicia bajo apariencias agradables; a los diez y seis años engañaba a sus madres como si fueran niñas; traía falsos certificados de exámenes; estudiaba por apuntes de los compañeros, porque vendía los libros que se le habían comprado. A los diez y nueve años, las malas compañías dieron ya carácter grave a sus diabluras; desaparecía de la casa por dos o tres días, se embriagaba, se quedó en los huesos. Uno de los principales cuidados de las dos madres era esconder en las entrañas de la tierra la poca moneda que tenían, porque con él no había dinero seguro. La sacaba con arte exquisito del seno de Doña Paca, o del bolso mugriento de Benina. Arramblaba por todo, fuera poco, fuera mucho. Las dos mujeres no sabían qué escondrijos inventar, ni en qué profundidades de la cocina o de la despensa esconder sus mezquinos tesoros.
Y a pesar de esto, su madre le quería entrañablemente, y Benina le adoraba, porque no había otro con más arte y más refinado histrionismo para fingir el arrepentimiento. A sus delirios seguían comúnmente días de recogimiento solitario en la casa, derroche de lágrimas y suspiros, protestas de enmienda, acompañadas de un febril besuqueo de las caras de las dos madres burladas... El blando corazón de estas, engañado por tan bonitas demostraciones, se dejaba adormecer en la confianza cómoda y fácil, hasta que, de improviso, del fondo de aquellas zalamerías, verdaderas o falsas, saltaba el ladronzuelo, como diablillo de trampa en el centro de una caja de dulces, y... otra vez el muchacho a sus correrías infames, y las pobres mujeres a su desesperación.
Por desgracia o por fortuna (y vaya usted a saber si era fortuna o desgracia), ya no había en la casa cubiertos de plata, ni objeto alguno de metal valioso. El demonio del chico hacía presa en cuanto encontraba, sin despreciar las cosas de valor ínfimo; y después de arramblar por los paraguas y sombrillas, la emprendió con la ropa interior, y un día, al levantarse de la mesa, aprovechando un momento de descuido de sus madres y hermana, escamoteó el mantel y dos servilletas. De su propia ropa no se diga: en pleno invierno andaba por las calles sin abrigo ni capa, respetado de las pulmonías, protegido sin duda contra ellas por el fuego interior de su perversidad. Ya no sabían Doña Paca y Benina dónde esconder las cosas, pues temían que les arrebatara hasta la camisa que llevaban puesta. Baste decir que desaparecieron en una noche las vinajeras, y un estuchito de costura de Obdulia; otra noche dos planchas y unas tenacillas, y sucesivamente elásticas usadas, retazos de tela, y multitud de cosas útiles aunque de valor insignificante. Libros no había ya en la casa, y Doña Paca no se atrevía ni a pedirlos prestados, temerosa de no poder devolverlos. Hasta los de misa habían volado, y tras ellos, o antes que ellos, gemelos de teatro, guantes en buen uso, y una jaula sin pájaro.
Por otro estilo, y con organismo totalmente distinto del de su hermano, la niña daba también mucha guerra. Desde los doce años se desarrolló en ella el neurosismo en un grado tal, que las dos madres no sabían cómo templar aquella gaita. Si la trataban con rigor, malo; si con mimos, peor. Ya mujer, pasaba sin transición de las inquietudes epilépticas a una languidez mortecina. Sus melancolías intensas aburrían a las pobres mujeres tanto como sus excitaciones, determinantes de una gran actividad muscular y mental. La alimentación de Obdulia llegó a ser el problema capital de la casa, y entre las desganas y los caprichos famélicos de la niña, las madres perdían su tiempo, y la paciencia que Dios les había concedido al por mayor. Un día le daban, a costa de grandes sacrificios, manjares ricos y substanciosos, y la niña los tiraba por la ventana; otro, se hartaba de bazofias que le producían horroroso flato. Por temporadas se pasaba días y noches llorando, sin que pudiera averiguarse la causa de su duelo; otras veces se salía con un geniecillo displicente y quisquilloso que era el mayor suplicio de las dos mujeres. Según opinión de un médico que por lástima las visitaba, y de otros que tenían consulta gratuita, todo el desorden nervioso y psicológico de la niña era cuestión de anemia, y contra esto no había más terapéutica que el tratamiento ferruginoso, los buenos filetes y los baños fríos.
Era Obdulia bonita, de facciones delicadas, tez opalina, cabello castaño, talle sutil y esbelto, ojos dulces, habla modosita y dengosa cuando no estaba de morros. No puede imaginarse ambiente menos adecuado a semejante criatura, mañosa y enfermiza, que la miseria en que había crecido y vivía. Por intervalos se notaban en ella síntomas de presunción, anhelos de agradar, preferencias por estas o las otras personas, algo que indicaba las inquietudes o anuncios del cambio de vida, de lo cual se alegraba Doña Paca, porque tenía sus proyectos referentes a la niña. La buena señora se habría desvivido por realizarlos, si Obdulia se equilibrara, si atendiera al complemento de su educación, bastante descuidada, pues escribía muy mal, e ignoraba los rudimentos del saber que poseen casi todas las niñas de la clase media. La ilusión de Doña Paca era casarla con uno de los hijos de su primo Matías, propietario rondeño, chicos guapines y bien criados, que seguían carrera en Sevilla, y alguna vez venían a Madrid por San Isidro. Uno de ellos, Currito Zapata, gustaba de Obdulia: casi se entablaron relaciones amorosas que por el carácter de la niña y sus extravagancias melindrosas no llegaron a formalizarse. Pero la madre no abandonaba la idea, o al menos, acariciándola en su mente, con ella se consolaba de tantas desdichas.
De la noche a la mañana, viviendo la familia en la calle del Olmo, se iniciaron, sin saber cómo, no sé qué relaciones telegráficas entre Obdulia y un chico de enfrente, cuyo padre administraba una empresa de servicios fúnebres. El bigardón aquel no carecía de atractivos: estudiaba en la Universidad y sabía mil cosas bonitas que Obdulia ignoraba, y fueron para ella como una revelación. Literatura y poesía, versitos, mil baratijas del humano saber pasaron de él a ella en cartitas, entrevistas y honestos encuentros.
No miraba esto con buenos ojos Doña Paca, atenta a su plan de casarla con el rondeño; pero la niña, que tomado había en aquellos tratos no pocas lecciones de romanticismo elemental, se puso como loca viéndose contrariada en su espiritual querencia. Le daban por mañana y tarde furiosos ataques epilépticos, en los que se golpeaba la cara y se arañaba las manos; y, por fin, un día Benina la sorprendió preparando una ración de cabezas de fósforos con aguardiente para ponérsela entre pecho y espalda. La marimorena que se armó en la casa no es para referida. Doña Paca era un mar de lágrimas; la niña bailaba el zapateado, tocando el techo con las manos, y Benina pensaba dar parte al administrador de entierros para que, mediante una buena paliza u otra medicina eficaz, le quitase a su hijo aquella pasión de cosas de muertos, cipreses y cementerios de que había contagiado a la pobre señorita.
Pasado algún tiempo sin conseguir apartar a la descarriada Obdulia del trato amoroso con el chico de la funebridad, consintiéndoselo a veces por vía de transacción con la epilepsia, y por evitar mayores males, Dios quiso que el conflicto se resolviera de un modo repentino y fácil; y la verdad, con tal solución se ahorraban unas y otros muchos quebraderos de cabeza, porque también la familia fúnebre andaba a mojicones con el chico para apartarle del abismo en que arrojarse quería. Pues sucedió que una mañanita la niña supo burlar la vigilancia de sus dos madres y se escapó de la casa; el mancebo hizo lo propio. Juntáronse en la calle, con propósito firme de ir a algún poético lugar donde pudieran quitarse la miserable vida, bien abrazaditos, expirando al mismo tiempo, sin que el uno pudiera sobrevivir al otro. Así lo determinaron en los primeros momentos, y echaron a correr pensando simultáneamente en cuál sería la mejor manera de matarse, de golpe y porrazo, sin sufrimiento alguno, y pasando en un tris a la región pura de las almas libres. Lejos de la calle del Almendro, se modificaron repentinamente sus ideas, y con perfecta concordancia