—Pues te digo que ya no hay día seguro. Nada, hombre, cuando le veas te convencerás.
—¿Pero a quién he de ver?
—Al... a tu hijito, a tu nenín de tu alma.
—Te digo formalmente que me llenas de confusión, porque para chanza me parece mucha insistencia; y si fuera verdad, no lo habrías tenido tan guardado hasta ahora.
Comprendiendo Jacinta que no podía sostener más tiempo el bromazo, quiso recoger vela, y le incitó a que se durmiera, porque la conversación acalorada podía hacerle daño.
«Tiempo hay de que hablemos de esto—le dijo—; y ya... ya te irás convenciendo».
—Güeno —replicó él con puerilidad graciosa tomando el tono de un niño a quien arrullan.
—A ver si te duermes... Cierra esos ojitos. ¿Verdad que me quieres?
—Más que a mi vida. Pero, hija de mi alma, ¡qué fuerza tienes! ¡Cómo aprietas!
—Si me engañas te cojo y... así, así...
—¡Ay! —Te deshago como un bizcocho. —¡Qué gusto! —Y ahora, a mimir...
Este y otros términos que se dicen a los niños les hacían reír cada vez que los pronunciaban; pero la confianza y la soledad daban encanto a ciertas expresiones que habrían sido ridículas en pleno día y delante de gente. Pasado un ratito, Juan abrió los ojos, diciendo en tono de hombre:
«¿Pero de veras que vas a tener un chico?...».
—Chí... y a mimir... ro... ro...
Entre dientes le cantaba una canción de adormidera, dándole palmadas en la espalda.
«¡Qué gusto ser bebé!—murmuró el Delfín—, ¡sentirse en los brazos de la mamá, recibir el calor de su aliento y...!».
Pasó otro rato, y Juan, despabilándose y fingiendo el lloriqueo de un tierno infante en edad de lactancia, chilló así:
—Mama... mama... —¿Qué? —Teta. Jacinta sofocó una carcajada.
—Ahola no... teta caca... cosa fea...
Ambos se divertían con tales simplezas. Era un medio de entretener el tiempo y de expresar su cariño.
—Toma teta—díjole Jacinta metiéndole un dedo en la boca; y él se lo chupaba diciendo que estaba muy rica, con otras muchas tontadas, justificadas sólo por la ocasión, la noche y la dulce intimidad.
—¡Si alguien nos oyera, cómo se reiría de nosotros!
—Pero como no nos oye nadie... Las cuatro: ¡qué tarde!
—Di qué temprano. Ya pronto se levantará Plácido para ir a despertar al sacristán de San Ginés. ¡Qué frío tendrá!...
—¡Cuánto mejor nosotros aquí, tan abrigaditos!
—Me parece que de esta me duermo, vida.
—Y yo también, corazón.
Se durmieron como dos ángeles, mejilla con mejilla.
—iii-
24 de Diciembre.
Por la mañana encargó Barbarita a Jacinta ciertos menesteres domésticos que la contrariaron; pero la misma retención en la casa ofreció coyuntura a la joven para dar un paso que siempre le había inspirado inquietud. Díjole Barbarita que no saliera en todo aquel día, y como tenía que salir forzosamente, no hubo más remedio que revelar a su suegra el lío que entre manos traía. Pidiole perdón por no haberle confiado aquel secreto, y advirtió con grandísima pena que su suegra no se entusiasmaba con la idea de poseer a Juanín. «¿Pero tú sabes lo grave que es eso?... así, sin más ni más... un hijo llovido. ¿Y qué pruebas hay de que sea tal hijo?... ¿No será que te han querido estafar? ¿Y crees tú que se parece realmente? ¿No será ilusión tuya?... Porque todo eso es muy vago... Esos hallazgos de hijos parecen cosa de novela...».
La Delfina se descorazonó mucho. Esperaba una explosión de júbilo en su mamá política. Pero no fue así. Barbarita, cejijunta y preocupada, le dijo con frialdad: «No sé qué pensar de ti; pero en fin, tráetelo y escóndelo hasta ver... la cosa es muy grave. Diré a tu marido que Benigna está enferma y has ido a visitarla». Después de esta conversación, fue Jacinta a la casa de su hermana a quien también confió su secreto, concertando con ella el depositar el niño allí hasta que Juan y D. Baldomero lo supieran. «Veremos cómo lo toman» añadió dando un gran suspiro. Estaba Jacinta aquella tarde fuera de sí. Veía al Pituso como si lo hubiera parido, y se había acostumbrado tanto a la idea de poseerlo, que se indignaba de que su suegra no pensase lo mismo que ella.
Juntose Rafaela con su ama en la casa de Benigna, y helas aquí por la calle de Toledo abajo. Llevaban plata menuda para repartir a los pobres, y algunas chucherías, entre ellas la sortija que la señorita había prometido a Adoración. Era una soberbia alhaja, comprada aquella mañana por Rafaela en los bazares de Liquidación por saldo, a real y medio la pieza, y tenía un diamante tan grande y bien tallado, que al mismo Regente le dejaría bizco con el fulgor de sus luces. En la fabricación de esta soberbia piedra había sido empleado el casco más valioso de un fondo de vaso. Apenas llegaron a los corredores del primer patio, viéronse rodeadas por pelotones de mujeres y chicos, y para evitar piques y celos, Jacinta tuvo que poner algo en todas las manos. Quién cogía la peseta, quién el duro o el medio duro. Algunas, como Severiana, que, dicho sea entre paréntesis, tenía para aquella noche una magnífica lombarda, lomo adobado y el besugo correspondiente, se contentaban con un saludo afectuoso. Otros no se daban por satisfechos con lo que recibían. A todos preguntaba Jacinta que qué tenían para aquella noche. Algunas entraban con el besugo cogido por las agallas; otras no habían podido traer más que cascajo. Vio a muchas subir con el jarro de leche de almendras, que les dieran en el café de los Naranjeros, y de casi todas las cocinas salía tufo de fritangas y el campaneo de los almireces. Este besaba el duro que la señorita le daba, y el otro tirábalo al aire para cogerlo con algazara, diciendo: «¡Aire, aire, a la plaza!». Y salían por aquellas escaleras abajo camino de la tienda. Había quien preparaba su banquete con un hocico con carrilleras, una libra de tapa del cencerro, u otras despreciadas partes de la res vacuna, o bien con asadura, bofes de cerdo, sangre frita y desperdicios aún peores. Los más opulentos dábanse tono con su pedazo de turrón del que se parte con martillo, y la que había traído una granada tenía buen cuidado de que la vieran. Pero ningún habitante de aquellas regiones de miseria era tan feliz como Adoración, ni excitaba tanto la envidia entre las amigas, pues la rica alhaja que ceñía su dedo y que mostraba con el puño cerrado, era fina y de ley y había costado unos grandes dinerales. Aun las pequeñas que ostentaban zapatos nuevos, debidos a la caridad de doña Jacinta, los habrían cambiado por aquella monstruosa y relumbrante piedra. La poseedora de ella, después que recorrió ambos corredores enseñándola, se pegó otra vez a la señorita, frotándose el lomo contra ella como los gatos.
«No me olvidaré de ti, Adoración» le dijo la señorita, que con esta frase parecía anunciar que no volvería pronto.
En ambos patios había tal ruido de tambores, que era forzoso alzar la voz para hacerse oír. Cuando a los tamborazos se unía el estrépito de las latas de petróleo, parecía que se desplomaban las frágiles casas. En los breves momentos que la tocata cesaba, oíase el canto de un mirlo silbando la frase del himno de Riego, lo único que del tal himno queda ya. En la calle de Mira del Río tocaba un pianillo de manubrio, y en la calle del Bastero otro, armándose entre los dos una zaragata musical, como si las dos piezas se estuvieran arañando en feroz pelea con las uñas de sus notas. Eran una polka y un andante patético, enzarzados como dos gatos furibundos.