A eso de las tres, marido y mujer estaban solos en el despacho, él en el sillón leyendo periódicos, ella arreglando la habitación que estaba algo desordenada. Barbarita había salido a comprar. El criado anunció a un hombre que quería hablar con el señor joven.
—Ya sabes que no recibe—dijo la señorita, y tomando de manos de Blas una tarjeta que este traía leyó: José Ido del Sagrario, corredor de publicaciones nacionales y extranjeras.
—Que entre, que entre al instante —ordenó Santa Cruz, saltando en su asiento—. Es el loco más divertido que puedes imaginar. Verás cómo nos reímos... Cuando nos cansemos de oírle, le echamos. ¡Tipo más célebre...! Le vi hace días en casa de Pez, y nos hizo morir de risa.
Al poco rato entró en el despacho un hombre muy flaco, de cara enfermiza y toda llena de lóbulos y carúnculas, los pelos bermejos y muy tiesos, como crines de escobillón, la ropa prehistórica y muy raída, corbata roja y deshilachada, las botas muertas de risa. En una mano traía el sombrero que era un claque del año en que esta prenda se inventó, el primogénito de los claques sin género de duda, y en la otra un lío de carteras-prospectos para hacer suscriciones a libros de lujo, las cuales estaban tan sobadas, que la mugre no permitía ver los dorados de la pasta. Impresionó penosamente a la compasiva Jacinta aquella estampa de miseria en traje de persona decente, y más lástima tuvo cuando le vio saludar con urbanidad y sin encogimiento, como hombre muy hecho al trato social.
«Hola, Sr. de Ido... ¡cuánto gusto de verle!—le dijo Santa Cruz con fingida seriedad—. Siéntese, y dígame qué le trae por aquí».
—Con permiso... ¿Quiere usted Mujeres célebres?
Jacinta y su marido se miraron. —O Mujeres de la Biblia—prosiguió Ido, enseñando carteras—. Como el Sr. de Santa Cruz me dijo el otro día en casa del Sr. de Pez que deseaba conocer las publicaciones de las casas de Barcelona que tengo el honor de representar... ¿O quiere usted Cortesanas célebres, Persecuciones religiosas, Hijos del Trabajo, Grandes inventos, Dioses del Paganismo...?
-iv-
Basta, basta, no cite usted más obras ni me enseñe más carteras. Ya le dije que no me gustan libros por suscrición. Se extravían las entregas, y es volverse loco... Prefiero tomar alguna obra completa. Pero no tenga prisa. Estará usted cansado de tanto correr por ahí. ¿Quiere tomar una copita?
—Muchísimas gracias. Nunca bebo.
—¿No?, pues el otro día, cuando nos vimos en casa de Joaquín, decía este que estaba usted algo peneque... se entiende, un poco alegre...
—Perdone usted, Sr. de Santa Cruz —replicó Ido avergonzado—. Yo no me embriago; no me he embriagado jamás. Algunas veces, sin saber cómo ni por qué, me entra cierta excitación, y me pongo así, nervioso y como echando chispas... me pongo eléctrico. ¿Ven ustedes?... ya lo estoy. Fíjese usted, Sr. D. Juan, y observe cómo se me mueve el párpado izquierdo y el músculo este de la quijada en el mismo lado. ¿Lo ve usted...?, ya está la función armada. Francamente, así no se puede vivir. Los médicos me dicen que coma carne. Como carne y me pongo peor. Ea, ya estoy como un muelle de reloj... Si usted me da su permiso me retiro...
—Hombre, no, descanse usted. Eso se le pasará. ¿Quiere usted un vaso de agua?
Jacinta sintió que no le dejase marchar, porque la idea de que el hombre aquel iba a caer allí con una pataleta le inspiraba repugnancia y miedo. Como Juan insistiese en lo del vaso de agua, díjole a su esposa por lo bajo: «Este infeliz lo que tiene es hambre».
—A ver, Sr. de Ido—indicó la dama—, ¿se comería usted una chuletita?
Don José respondió tácitamente, con la expresión de una incredulidad profunda. Cada vez parecía más extraño su mirar y más acentuado el temblor del párpado y la mejilla.
—Perdóneme usted, señora... Como la cabeza se me va, no puedo hacerme cargo de nada. Usted ha dicho que si me comería yo una...
—Una chuletita. —Mi cabeza no puede apreciar bien... Padezco de olvidos de nombres y cosas. ¿A qué llama usted una chuleta?—añadió llevándose la mano a las erizadas crines, por donde se le escapaba la memoria y le entraba la electricidad—. ¿Por ventura, lo que usted llama... no sé cómo, es un pedazo de carne con un rabito que es de hueso?
—Justo. Llamaré para que se la traigan.
—No se moleste, señora. Yo llamaré.
—Que le traigan dos—dijo el señorito gozando con la idea de ver comer a un hambriento.
Jacinta salió, y mientras estuvo fuera Ido hablaba de su mala suerte.
«En este país, Sr. D. Juanito, no se protege a las letras. Yo que he sido profesor de primera enseñanza, yo que he escrito obras de amena literatura tengo que dedicarme a correr publicaciones para llevar un pedazo de pan a mis hijos... Todos me lo dicen: si yo hubiera nacido en Francia, ya tendría hotel...».
—Eso es indudable. ¿No ve usted que aquí no hay quien lea, y los pocos que leen no tienen dinero?...
—Naturalmente—decía Ido a cada instante, echando ansiosas miradas en redondo por ver si aparecía la chuleta.
Jacinta entró con un plato en la mano. Tras ella vino Blas con el mismo velador en que había almorzado el señorito, un cubierto, servilleta, panecillo, copa y botella de vino. Miró estas cosas Ido con estupor famélico, no bien disimulado por la cortesía, y le entró una risa nerviosa, señal de hallarse próximo a la plenitud de aquel estado que llamaba eléctrico. La Delfina se volvió a sentar junto a su marido y miraba entre espantada y compasiva al desgraciado D. José. Este dejó en el suelo las carteras y el claque, que no se cerraba nunca, y cayó sobre las chuletas como un tigre... Entre los mascullones salían de su boca palabras y frases desordenadas: «Agradecidísimo... Francamente, habría sido falta de educación desairar... No es que tenga apetito, naturalmente... He almorzado fuerte... ¿pero cómo desairar? Agradecidísimo...».
—Observo una cosa, querido D. José—dijo Santa Cruz.
—¿Qué? —Que no masca usted lo que come. —¡Oh!, ¿le interesa a usted que masque?
—No, a mí no. —Es que no tengo muelas... Como como los pavos. Naturalmente... así me sienta mejor.
—¿Y no bebe usted? —Media copita nada más... El vino no me hace provecho; pero muy agradecido, muy agradecido...—y a medida que iba comiendo, le bailaban más el párpado y el músculo, que parecían ya completamente declarados en huelga. Notábase en sus brazos y cuerpo estremecimientos muy bruscos, como si le estuvieran haciendo cosquillas.
«Aquí donde le ves—dijo Santa Cruz—, se tiene una de las mujeres más guapas de Madrid».
Hizo un signo a Jacinta que quería decir: «Espérate, que ahora viene lo bueno».
—¿Es de veras? —Sí. No se la merece. Ya ves que él es feo adrede.
—Mi mujer... Nicanora... —murmuró Ido sordamente, ya en el último bocado—, la Venus de Médicis... carnes de raso...
—¡Tengo unas ganas de conocer a esa célebre hermosura...!—afirmó Juan.
Don José no había dejado nada en el plato más que el hueso. Después exhaló un hondísimo suspiro, y llevándose la mano al pecho, dejó escapar con bronca voz estas palabras:
—La hermosura exterior nada más... sepulcro blanqueado... corazón lleno de víboras.
Su mirada infundió tanto terror a Jacinta, que dijo por señas