Nuestro grupo podría ser tu vida. Michael Azerrad. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Michael Azerrad
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Зарубежная прикладная и научно-популярная литература
Год издания: 0
isbn: 9788418282102
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sensación de que nada es jamás lo bastante bueno.

      —En términos musicales, tenía la sensación de que habíamos llegado a un callejon sin salida —explica Ginn, mientras añade que su química musical con Dukowski era más producto de ensayar hasta la saciedad que de una afinidad natural—. En cierto sentido, siempre pensé que era como un pegote, en lugar de un auténtico groove natural.

      Ginn había sentido aquello durante largo tiempo, aunque Dukowski se dedicaba tan plenamente al grupo y era una parte tan importante de su espíritu de equipo que fue difícil dejarlo marchar.

      Ginn no se atrevía a criticar abiertamente a Dukowski y, en lugar de ello, le ponía las cosas difíciles con la esperanza de que Dukowski se acabaría yendo por propia voluntad. Pero Dukowski había invertido en el grupo demasiada energía como para simplemente largarse, y ese punto muerto se alargó durante varios meses de agonía. Finalmente, sin consultar a nadie más en el grupo, Rollins decidió acabar él solito con el estancamiento y despidió a Dukowski.

      Aunque Dukowski ya no tocó en el siguiente disco, My War, este incluye dos canciones suyas —una de ellas es la que da título al álbum—, de modo que es imposible que las diferencias por ambos lados fueran tan grandes. Dukowski acabó convirtiéndose en el mánager de facto del grupo y en el diligente director de la agencia de contrataciones de SST, Global Booking. Eso fue un golpe maestro, puesto que las interminables giras pusieron literalmente a los grupos del sello en el mapa y ayudaron a establecer el dominio de SST en el mercado indie durante la década siguiente.

      Pero la marcha de su compañero de fatigas dejó secuelas en Ginn. Durante los cinco primeros años, Ginn no había sentido ninguna necesidad de dirigir al grupo con mano de hierro; de hecho, parecía que el caos le gustaba.

      —Pero entonces, en 1983, había asumido el control absoluto del grupo —explica Carducci—. Y no parecía disfrutar nada con ello.

      El sistema de trabajo del grupo no hizo más que intensificarse.

      —A diferencia de la mayoría de la gente, Greg era un fanático —explica Carducci—. Llevó las cosas a un nivel que resultaba insoportable para los pesos pluma: no podían soportar dormir en la furgoneta, no podían soportar no saber dónde se iban a alojar, no podían soportar los clubs.

      Cuando estaban de gira, el grupo cobraba cinco dólares al día. Hacia el final, ganaban diez, y ya en la última gira, veinte.

      —Si teníamos un reventón, cogíamos algún neumático viejo que alguien había dejado en la parte de atrás de alguna gasolinera y lo poníamos —explica Ginn—. Realmente, todo era muy crudo.

      En las primeras giras, el número de personas que asistía a sus conciertos oscilaba entre veinticinco y doscientas. A la larga, a medida que aumentaba su popularidad, acabaron tocando seis meses al año o más. Pero al alargarse tanto las giras, a los miembros del grupo les resultaba complicado conservar sus trabajos cuando regresaban a casa, y entonces era cuando las cosas se ponían realmente feas.

      A menudo los padres de Ginn les echaban una mano con comida e incluso con ropa. El señor Ginn compraba ropa usada tirada de precio, y el grupo se llevaba de gira un enorme saco y sacaban lo que les gustaba de ese cajón de sastre. Adiós a la moda punk.

      —Sin la familia de Ginn —explica Rollins—, no habría existido Black Flag.

      El señor Ginn alquilaba camionetas y furgones Ryder para el grupo y estaba tan orgulloso de su hijo que, cuando daba clases en Harbor College, a menudo llevaba la insignia de Black Flag estampada en el bolsillo de sus camisas. Con frecuencia, el señor Ginn hacía bocadillos de queso gratinado, compraba unos cuantos litros de zumo de manzana y un poco de fruta en una parada de verduras y lo llevaba a SST.

      —Comíamos bocadillos de queso, aguacates que costaban un dólar cinco unidades y zumo de manzana durante días —explica Rollins—. Todas esas cosas acababan llenas de moho, de modo que rascabas el moho y seguías comiendo.

      Suena bastante duro, pero Ginn, siempre estoico, quita importancia a esas privaciones.

      —Creo que la gente podría pensar que era duro, pero todo es relativo, hay cosas que sí que consideraría duras, por ejemplo, la guerra —explica Ginn—. Jamás pensé que fuera duro. Consideraba duro no tener dinero, pero siempre me decía, si duermes en el suelo, ¿cómo te puedes dar cuenta de la diferencia, si de todos modos estás dormido?

      Quizá porque Rollins había crecido en un ambiente relativamente próspero y era hijo único, buscaba la mayor comodidad e intimidad posibles. Cuando el grupo volvía a Los Ángeles, buscaba algún amigo con una habitación extra o dormía en la casa familiar de Ginn en lugar de vivir en la miseria con el resto del grupo.

      —Aunque se esforzaba de verdad, jamás se sintió cómodo con ese tipo de vida —cuenta Ginn—. Lo cual no es malo: creo que quizá es propio de las personas normales. Evidentemente, pienso que es así.

      Rollins se quedaba en casa de los Ginn tan a menudo que, al final, le invitaron a vivir allí. Le ofrecieron una habitación, pero Rollins escogió lo que él llamaba «el cobertizo», un edificio anexo pequeño y amueblado que había sido el estudio del señor Ginn. La entrada de Rollins en su familia enojaba a Greg Ginn hasta límites insospechados; más aún cuando la señora Ginn le preguntó si su hijo fumaba marihuana y Rollins respondió que sí.

      El resto del grupo vivía donde ensayaban.

      —Incluso al final vivíamos siete personas en una habitación —explica Ginn—. Y siempre vivíamos ese tipo de situaciones, viviendo donde ensayábamos, o donde fuera, en furgonetas y ese tipo de cosas. Ya desde el principio, materialmente, no encajábamos.

      —Había algunos momentos de escasez en los que estabas comiendo una barra de Snickers y entrabas y alguien te decía: «¿De dónde la has sacado?» —recuerda Rollins—. «¿De dónde has sacado el dinero para comprar eso?» «Pues he cogido un dólar de una orden de pago al contado.» Así de arruinados estábamos.

      La madre de Rollins le mandaba de vez en cuando un billete de veinte dólares y él se lo ventilaba en un litro de leche y galletas en el 7 Eleven.

      —Decía: «Me voy a dar una vuelta» —explica Rollins—. Iba hasta allí y encontraba un sitio donde esconderme y poder comer, y luego me aseguraba de que no me quedaban migas en la cara. Así de apurados estábamos en ciertos momentos.

      En ocasiones, entraban en un restaurante mejicano local y compraban un refresco:

      —Entonces esperabas que una familia se levantara y cogías la tostada que el niño pequeño no se había terminado y te la llevabas a tu bandeja antes de que nadie se diera cuenta porque, si alguien te veía, cogía un buen cabreo y te ponía de patitas en la calle —afirma Rollins—. Esa no era la forma en la que me habían educado. A mí me habían criado con ropa interior blanca y limpia, tres comidas completas al día, una cama con mantas de Charlie Brown; la típica educación de clase media. De modo que todo aquello era nuevo. Íbamos a Oki Dogs, les tirábamos los tejos a unas punks y decíamos: «Ey, somos pobres, dadnos de comer». Hacíamos que las chicas punks de Valley nos dieran de comer. Y nos pasábamos la noche esperando esa bandeja de patatas fritas.

      —Lo que hacía que todo el mundo aceptara ese estilo de vida bastante tortuoso era el hecho de que la música era muy buena —explica Rollins—, y nosotros lo sabíamos. A fin de cuentas, no teníamos dinero, íbamos hechos unos zorros, apestábamos, la camioneta apestaba y todo el mundo estaba en contra nuestra. Pero oías esa música y pensabas: «Oh sí, somos los putos amos».

      Aunque todavía tenían que encontrar un sustituto para Dukowski, estaban ansiosos por grabar su siguiente álbum: el nuevo Black Flag, lento y metálico, no podía seguir esperando a renacer. De modo que Ginn, como «Dale Nixon», tocó el bajo en My War, a menudo ensayando con el hiperactivo Stevenson ocho horas al día, solo para enseñarle a tocar lento y a dejar que el ritmo, tal y como lo describe Ginn, «rezumara».

      —No estaba acostumbrado a tocar tan lento —afirma Ginn—. Supongo que nadie lo estaba.