En otras lenguas romances no se ha producido ese desdoblamiento de las palabras latinas fuga-fugire que se ha producido en español en huida-huir y fuga-fugarse. En francés solo existe fuite-fuire; en italiano, fuga-fuggire; en portugués, fuga-fugir; en rumano, fugã-fugi; en catalán, fugida-fugir; en gallego, fuxida-fuxir, y en occitano o provenzal, fugido-fugi.
INTRODUCCIÓN
La huida: dos fases y una premisa
El ansia —el afán, el anhelo o en todo caso el deseo intenso— de huir va más allá de ser un fenómeno psíquico, un simple estado emocional, para constituir un fenómeno antropológico. En todo tiempo y en todo lugar el hombre ha sentido la necesidad de evadirse de un entorno hostil.
La huida pertenece a esa categoría que los antropólogos llaman patrón de conducta. Ante el entorno hostil se desencadena el ansia de huida, y esta conduce a su vez a la huida misma. En todo patrón de conducta se distinguen dos fases: el comportamiento de apetencia o impulso y el acto consumatorio del impulso. Al ansia de huir le sigue la huida (aunque no siempre es así: a veces el impulso no puede consumarse). No hay en español dos términos que distingan la intención de huida y su consumación, distinción terminológica que sí existe en alemán, que diferencia el Fluchtvorsatz (propósito) de la Fluchtverhalten (conducta).
La premisa objetiva de la huida es el entorno hostil. Pero esa objetividad es dudosa. Es cierto que se trata de una premisa ajena al sujeto, pero se trata de una premisa decisivamente condicionada por la interpretación subjetiva del entorno.
A ese entorno lo hemos llamado mundo. La palabra mundo tiene muchos sentidos. Aquí se utiliza en la tercera de las acepciones del diccionario académico: como «sociedad humana». En ese sentido se usa la palabra cuando se habla de todo el mundo o del mundo de los adultos. Cuando los teólogos dicen que el mundo es uno de los tres enemigos del alma, están aludiendo también a la sociedad y, en especial, a sus criterios y costumbres. En la expresión contemptus mundi—el desprecio del mundo— convergen el clasicismo latino y la patrística, entendiéndola en un mismo sentido: como rechazo a la vanidad de las cosas humanas.
La percepción del entorno —o del mundo— tiene un marcado tinte de subjetividad. Por eso Kant, cuando se propuso estudiar la realidad en su Crítica de la razón pura (Kritik der reinen Vernunft, 1781), se dio cuenta de que primero tenía que estudiar la mente (el entendimiento, der Verstand, es el término kantiano), porque la mente humana es la fábrica de la realidad —de la realidad de cada uno, distinta de la de los demás—. Y llegó a la conclusión de que el hombre solo puede hacerse representaciones de la realidad (Vorstellungen), representaciones que, según cada persona, tienen más o menos de lo que el filósofo llamaba contenido real o contenido de verdad (Wahrheitsgehalt). Y su discípulo Schopenhauer afirmó que «el mundo es mi representación», y añadió: «Nadie puede salirse de sí mismo para identificarse directamente con las cosas distintas a él; todo aquello de que se tiene conocimiento cierto e inmediato se encuentra dentro de su conciencia». «También la realidad se inventa», dijo Antonio Machado en una copla. Cualquier intento de describir la realidad es ilusorio y nunca coincidirá con ella. Kant distinguía entre dos palabras que en alemán son, con toda lógica, muy próximas: Wahrheit y Wahrhaftigkeit, verdad y sinceridad. Sinceridad es la verdad propia, la verdad subjetiva, escribe Kant. Y se reía del alguacil que le pregunta al testigo ¿Jura usted decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad? La respuesta tendría que ser: Eso sí que no. Es absolutamente imposible. Solo puedo jurar que voy a ser sincero.
Y hay otra razón, esta puramente biológica, que condiciona nuestra percepción de la realidad y que han puesto de relieve recientemente Siefer y Weber. Se trata de una simple comparación cuantitativa. La realidad, inmensa en su entidad e innumerable en sus detalles, tiene que pasar a través del quilo y trescientos gramos de sustancia gris que tiene, en el mejor de los casos, nuestro cerebro. Como ellos mismos dicen, la operación de captar la realidad recuerda la anécdota de aquel niño que vio san Agustín en una playa, cuando intentaba meter el agua del océano, con una conchita, en un agujero que había hecho en la arena.
Una metáfora semejante es la que subyace en la lanterninosofía (o filosofía de la linterna, que se podría traducir como linternosofía) que esboza Pirandello en su Matías Pascal: todos tenemos una linterna con la que iluminamos la realidad. Unos tienen una linterna que proyecta un haz de luz mayor, y otros tienen una linterna que proyecta un haz de luz menor. Además, la luz está más o menos teñida por filtros de color (las creencias, las ideologías, los prejuicios, los errores, las deformaciones profesionales), según la linterna de cada cual. Lo que queda en sombra en torno al círculo de luz no se ve —no existe— o se adivina, que es aún peor. Y, a veces, las sombras se confunden con las cosas.
Existen pues dos realidades distintas: la realidad física, como la han llamado los filósofos alemanes, formada por las-cosas-como-son-en-sí-mismas (las Dinge an sich kantianas), y la realidad de la mente. Son dos realidades que están en planos distintos, pero naturalmente relacionados, de manera que la realidad de la mente es una metarrealidad, una realidad que se refiere a otra, la realidad física. Esta última, la realidad física, es en cierto modo indiferente, como advirtió Kant: «Lo que las cosas puedan ser en sí mismas, no lo sé ni necesito saberlo, porque a mí las cosas nunca se me presentarán más que en su apariencia».
La verdadera premisa de la huida no es por tanto la realidad misma, sino la representación que el sujeto se hace de esa realidad.
Quien antes y mejor ha advertido la necesidad de huida que tiene el hombre de nuestro tiempo ha sido Freud en su obra El malestar en la cultura (Das Unbehagen in der Kultur, 1930). «Está hoy generalizada la percepción —escribe el psiquiatra vienés— de que el entorno es amenazante, de que el mundo exterior es temible y nos presenta un rostro insufrible y nos cerca con sus dificultades. Y el hombre siente la necesidad de dar la espalda a ese mundo exterior, porque vive una angustiosa sensación de unión indisoluble con él y de pertenencia a él».
La ciudad como símbolo del mundo hostil
Ese mundo hostil que espolea al fugitivo en su huida se ha simbolizado desde siempre en la ciudad. Porque en la ciudad domina el utilitarismo, el individualismo, la desconfianza, el desarraigo. Las relaciones entre los ciudadanos no son comunitarias, de cercanía y solidaridad, sino de distancia y suspicacia. Los romanos distinguían entre la civitas, la ciudad viva de los ciudadanos, y la urbs, la ciudad inerte de las calles, las plazas y los edificios. En nuestro tiempo, y con referencia a las ciudades de hoy, se ha dicho que la civitas, ámbito de convivencia, se ha convertido en urbs, recinto despersonalizado. En la ciudad no se tiene ni auténtica compañía ni auténtica soledad.
Pero fue Petrarca, en su tratado De vita solitaria (1356), quien más se compadeció de la desdichada vida del «desgraciado habitante de las ciudades» (infoelix habitator urbium), «víctima de un sueño interrumpido por preocupaciones íntimas y por los gritos de sus clientes». Frente a él, el hombre solitario se levanta «feliz, con las fuerzas restauradas por un reposo razonable y un sueño ininterrumpido y breve», «despertado a menudo por el canto de los ruiseñores». Y Petrarca dedica luego un centenar de páginas a contraponer la vida de los «miserables atareados que habitan las ciudades» (miseri occupati urbibus habitatores) y la vida de los «felices solitarios» (felici solitarii).
Seis siglos más tarde, Bob Marley ha acusado también a Babilonia —la ciudad de la confusión por antonomasia— de devorar a sus habitantes:
El sistema de Babilona es el vampiro, ¡sí!
Absorbiendo a nuestros niños día a día, ¡yeah!
Absorbiendo la sangre de los que sufren, ¡yea-ea-ea-ea-e-ah!
Babylon system is the vampire, yea!