La transmigración de los cuerpos. Yuri Herrera. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Yuri Herrera
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418264467
Скачать книгу
y vio su mano manchada con la sangre de un insecto. Retrocedió. Azotó la puerta y se quedó mirando su palma, fascinado.

      ¿Qué está pasando?, escuchó a sus espaldas. Se volvió y vio a la Tres Veces Rubia al fondo del pasillo. Tenía medio cuerpo afuera de su departamento y se aferraba con una mano al quicio.

      Dio dos pasos hacia ella mientras se limpiaba la mano en el pantalón.

      ¿Qué es eso?, preguntó ella.

      Grasa.

      La Tres Veces Rubia se relajó un poco y volvió a preguntar:

      ¿Qué está pasando allá afuera?

      Nada, respondió, Ora sí que nada.

      Ella asintió. Probablemente había estado viendo las noticias sin atreverse a creerlas.

      Buenos días, dijo él.

      Tardes ya, respondió la Tres Veces Rubia. Pestañeó hacia el suelo, hizo un gesto como de berrinchito callado y dijo Mi teléfono se quedó sin crédito.

      Te paso del mío, dijo él de inmediato, como si la fuerza de gravedad lo empujara a decir esas cosas cada que estaba frente a una mujer.

      La Tres Veces Rubia se hizo a un lado, y aunque la transacción podían hacerla en el pasillo le señaló su casa con un movimiento de cabeza. La casa alardeaba buen gusto: un love seat morado, un póster de otra rubia sobre un sillón parecido al love seat, una alfombra azul. Le pidió un vaso con agua, pensando que era de las personas que así se sentían muy correctas, pero ella lo miró con curiosidad cuando lo dijo.

      Hicieron el tráfico de tiempo y ella le dio la espalda para llamar.

      A la Tres Veces Rubia el pantalón se le metía por todas partes. Él la miraba como detrás de un escaparate con la gula maldita de querer devorársela y atascarse de muslos y espalda y lengua y pedir los güesitos pa llevar. Le bajó los pants azules despacio y temblando pero no, no movió ni un dedo, le olió la nuca y le besó los tres veces rubios cabellos en la nuca pero no, no dejó de cruzar las manos al frente como el caballero cara de plantita hervida que sabía parecer. Y ella decía por el teléfono ¿Pero qué va a pasar, nos vamos a morir todos o qué? ¿Entonces por qué no vienes? Pero si tú tienes coche, no tienes que ver a nadie… Ah, ¿y no hay quien se esté con ellas? Ay, si no vienes ahorita luego se va a poner peor y entonces sí te vas a quedar para siempre encerrado ahí con tu mamá y tus hermanas, sí, ya sé, ya sé, sí, va a terminarse pronto, bueno, sí, yo también te amo, beso.

      Se dio media vuelta y dijo No va a venir.

      En ese momento debía haberse despedido, decir De nada, aunque ella no le diera las gracias, e irse. Pero la suya era voluntad a préstamo.

      Vamos a ver la tele, dijo ella, y se metió a su habitación.

      Se asomó sin atreverse a cruzar el umbral. Era un cuarto muy rosa y almohadado. Ella se sentó al borde de la cama, encendió el televisor y palmeó la colcha. Ven.

      De repente empezó a salivar; su boca ya no era un desierto con zopilotes volando en círculos sobre la lengua, era una calle atragantándose, una alcantarilla desbordada. Obedeció y se instruyó a no moverse. En la tele, el noticiario hablaba de monstruos en el aire. Su cuerpo era como una bala negra cruzada de franjas brillantes, seis patas peludas larguísimas lo jorobaban sobre sí mismo, tras la joroba una cabecita redonda con antenas que se prolongaban en el espacio, y dos bocas tubulares. Un verdadero hijo de puta, según.

      Se ve como muy decidido ¿no?, dijo ella. Él hizo que sí con la cabeza tragándose la saliva acumulada. Luego dijo Pero a saber si es ése, luego nomás agarran uno y lo enseñan, a lo mejor le están cargando el muerto de otro bicho.

      Era una broma, pero la Tres Veces Rubia se volvió hacia él con los ojos muy abiertos y dijo Tienes la boca atascada de razón.

      Estaba convencidísima. A lo mejor sí, a lo mejor él tenía razón.

      Entonces se fue la luz. Al departamento de la Tres Veces Rubia, como al suyo, no le entraba luz de la calle, estaban al fondo de la Casota y de pronto pareció noche cerrada. Ella dijo Uy y luego se quedó en silencio, los dos se quedaron en silencio, un silencio sensual, solapador: no tienes que hacer nada, no tienes que composturear y tampoco tienes que estar mirándola de ladito como si estuviera la puerta a medio abrir, sólo quedarte ahí, sabiendo que la tienes a tiro de beso aunque nadie lo sepa ni puedas comprobarlo, es un salto de fe.

      Así que así era no estar pensando siempre en el momento que viene, siempre en el momento que viene, siempre, así que esto era estarse incubando, recogido sobre uno mismo, sin esperar que ya venga la luz. Espantosamente, como un milagro, ella dijo Yo creo que así éramos antes de ser bebés, ¿no?, larvas calladitas, a oscuras.

      No respondió. La voz de ella lo había devuelto a la colcha de la habitación almohadada. Otra vez quería tocarla y otra vez le faltaba que alguien le prestara voluntad.

      ¿Quieres un trago?

      Ay, sí, un vodka estaría bueno.

      Tengo mezcal.

      Adivinó que ella torcía los labios.

      Bueno. Hay que probar de todo, ¿no?

      Se levantaron de la cama y ella le tocó un brazo con una mano y la espalda con el otro.

      No te vayas a caer, si te privas luego ni cómo alzarte. Se dejó llevar más lentamente de lo necesario para que no se acabara el tocamiento. Ella abrió la puerta y apareció el rectángulo de luz de la ventanita en la puerta al fondo del pasillo.

      Ahora vengo.

      Alcanzó la mesa de su casa sin titubear, cogió la botella, y con la pericia que da haber entrado tantas veces abotagado encontró los caballitos. Antes de regresar caminó al fondo del pasillo y miró afuera. Vio que los mosquitos habían abandonado el charco y que lo que había creído que era sangre era en realidad una película negra flotando sobre él. Recordó que en los días previos había visto varios charcos cubiertos por membranas blancuzcas, ésta era la primera de color negro que veía.

      Seguía en silencio la ciudad, tomada por insectos mustios.

      Al regresar se orientó por el infiernillo de la estufa. El contorno azul de la Tres Veces Rubia la mostraba cortando queso, jitomate y chipotles.

      Vamos a comer algo, si no luego digo tonterías cuando bebo.

      Voltearon y voltearon y doblaron las tortillas, comieron de pie. Luego empezaron a beber.

      ¿Y a ti por qué nadie viene a verte?, dijo ella.

      Allá están bien todos, afuera, respondió, Aquí el mezcalito y yo no discutimos chamba.

      La gente que está sola se vuelve loca, dijo ella.

      A él siempre le había parecido un milagro que la gente quisiera su compañía. En especial las mujeres, los hombres se arriman hasta a las piedras. Cuando comenzó a coger le costaba aceptar que la mujer en su cama no estaba ahí por equivocación. A veces se salía de su cuarto y se asomaba y se volvía a asomar, incrédulo de que hubiera ahí una mujer desnuda, esperándolo. Como por qué. Con el tiempo descubrió que lo suyo era navegar con bandera de pendejo y luego sacar labia. Verbo y verga, verbo y verga, qué no. En una ocasión una muchacha le había confesado algo que Vicky, su amiga la enfermera, le había dicho como advertencia antes de presentarlos: «Míralo, y si no te gusta no hables con él porque te van a dar ganas de cogértelo». Lo mejor que habían dicho sobre él. No le importaba que luego no volvieran o que volvieran poco. No le molestaba ser desechable.

      La Tres Veces Rubia le contó de su familia, de un hermano que no veía porque era un malacopa y un periquero y cuando estaba hasta las manitas decía cosas horribles; de su madre, que le presentaba muchachos del trabajo, pura lacra. Para ilustrar cómo había gente que de veras le describía detalles definitivos: un abogado de la oficina que después de comer se metía una servilleta a la boca y se limpiaba arriba de las encías y luego ponía la servilleta sobre la mesa, o un tío que nunca