Quisiera tomarme en lo que sigue la libertad de recordar las premisas históricas que dieron origen al complejo semántico-musical de la Novena sinfonía y su «Oda a la alegría». La palabra recuerdo es aquí particularmente adecuada, porque a este fin es preciso hablar de relaciones en gran parte olvidadas. Si queremos ponernos en el lugar del polo generador del proceso artístico beethoveniano, es preciso evocar, para decirlo con Hegel, un «estado del mundo» en el que el consenso aún se llamaba entusiasmo. En aquella época no era tan decisivo entre los ciudadanos tener una única opinión como un único sentimiento. El recuerdo es necesario para transportarnos con la imaginación a aquel estado de cosas en el que casi todo lo que las voces progresistas de la sociedad tenían que decir, todavía lo decían en el modo de la anticipación –a menos que esgrimieran razones, que muy pronto las tuvieron, para mirar a algún pasado idealizado–. Tenemos que regresar a un periodo en el que el pensamiento de gran alcance había impregnado el lenguaje corriente de una elite en ascenso. Tenemos que rememorar una fase de la historia en la que los individuos hacían de su capacidad privada y particular para soñar un medio al servicio de lo que para ellos eran los sueños de la humanidad.
La cultura burguesa hablaba, antes de su victoria, un dialecto entusiástico, igual que los consultores de la globalización emplean hoy con sus clientes el dialecto de las visiones y las misiones. Aunque no podemos exponer aquí con más precisión lo que filosófica, psicológica y sistémicamente significa entusiasmo, podemos dejar sentado que esta noción perfilada del platonismo político desempeñó un papel clave en la automotivación de las sociedades burguesas deseosas de avances. En él obraba, apenas oculto, un imperativo categórico de confianza. Con su ayuda adquirió forma una capa social media interesada en el poder que se hacía pasar sin rodeos por la humanidad. El entusiasmo burgués siempre fue un delirio de inclusividad. Iba de la mano con la prerrogativa de no haber tenido aún experiencia alguna consigo mismo – no consigo, no con el espíritu de las instituciones, y aún menos con las reglas de juego de las relaciones económicas gobernadas por el dinero. Reflejaba el estado de gracia que flota sobre los que aún no tienen poder – la gracia de la buena conciencia en la ausencia casi completa de complejidad. Esta beatífica, robusta inexperiencia era el tono del joven Schiller; en él compuso hacia 1775, con apenas 26 años, el documento primario de la futura política del entusiasmo, una oda A la alegría en cuya curva del éxito también nosotros tratamos hoy día de ocupar un pequeño segmento.
Pero el testimonio más claro –y más inquietantemente bello– de este planear de la divagación prepolítica sobre una totalidad vagamente abarcada que podemos encontrar en la tradición alemana se halla en Hölderlin. Su novela epistolar Hiperión, escrita entre 1792 y 1799, narra, con la guerra ruso-turca de 1770 como fondo, el compromiso fatal del joven griego cuyo nombre da título a la novela con la incipiente lucha por la libertad de los griegos contra el Imperio otomano. Ya entonces, la cuestión del espíritu de Europa estaba ligada a lo que más tarde se llamaría la cuestión oriental. Sin un límite oriental no podía existir una comunidad de valores occidental. La explicación que da Hiperión a su prometida Diotima de la razón por la que no puede por menos de unirse voluntariamente a sus amigos en esa guerra necesaria, la recogen unas palabras propias de la política entusiasta de la primera burguesía expresadas con una claridad insuperable. El alegato de Hiperión culmina en esta tesis:
La nueva alianza de espíritus no puede vivir en el aire, la teocracia sagrada de lo bello debe habitar en un Estado libre que quiera un sitio en la Tierra, y ese sitio lo conquistaremos[3].
Estas palabras, raras veces citadas, caracterizan toda una época. Nos dan la clave de aquella bella política sin cuyo conocimiento difícilmente se entenderán los dramas de los últimos dos siglos, y de cuya existencia y aplicación las generaciones posteriores nada saben. Esta política puede llamarse bella en la medida en que, para decirlo con Kant, más allá de su valor moral «es reconocida como objeto de un goce necesario»; y su belleza puede llamarse política porque la sustenta un hambre de realización o, para decirlo con Marx, de praxis. El esquema de teoría y praxis, posteriormente tan influyente, aparece aquí prefigurado en la relación de guion y escenificación, o bien plan de guerra y campaña militar. En él se prevé que lo bello despierte del embeleso y tome el mando en lo real. Las generaciones posteriores no pueden tener conocimiento de esta formación en la medida en que, para ellas, la separación entre las esferas del poder, el arte y la religión es ya algo sobreentendido, y difícilmente encontrarán motivos para contrariarla. Nada parece tan vergonzoso y perjudicial en una sociedad definida por la diferenciación entre sus sistemas parciales como una interpenetración y confluencia de dimensiones u ordenamientos de los que hace tiempo estamos convencidos de que entre ellos sólo puede haber vecindad, pero que jamás podrán ni deberán fusionarse. No obstante, ¿qué era el entusiasmo en su época heroica e ingenua sino la matriz universal de las situaciones vergonzosas creadas por la política antipolítica, por el abrazo exaltado al universo entero, por la obstinada ecuación de burguesía y humanidad?
Sin embargo, si tenemos en cuenta el argumento de Hiperión, pensaremos que Immanuel Kant ya había perdido de vista lo esencial de la estética de su época cuando, en su Crítica del juicio, se propuso confinar la belleza dentro de los límites de las artes: «No hay», dice Kant, «una ciencia de lo bello sino sólo crítica, ni una ciencia bella sino sólo arte bello»[4]. Con la pretensión de asignar a lo bello –y a su productor,