Digamos también que, como Juan deseaba haber llegado a México por aquellos mismos días de septiembre, podría haber empezado a morirse en el océano o podría haberse muerto ya en una goleta gaditana y haber sido entregado su cuerpo consumido a los peces grandes y a las olas, pero podría no haber muerto ni enfermado siquiera, de tal manera que hubiera habido entonces un indómito Juan ultramarino, un cantor santo entre indígenas esquivos y buscadores de metales, un vicario que hablara la lengua de todos los dioses y de todos los nuevos mundos. Pero, como es sabido, no sucedió de esta manera. Aunque embarcarse había sido su deseo —¡y abrazar la inmensidad oceánica por primera vez!—, para poder fundar nuevos cánticos en regiones salvajes, fue contrariado una vez más por los consiliarios de la orden y devuelto a los riscos andaluces, esta vez para obedecer y ser olvidado, pues estaba empezando en la prosa descalza el tiempo de los legisladores opacos, una era sin hambre de liras ni vuelo de palomas. Y Juan no vio la mar ni las tierras nuevas, sólo pudo soñarlas en las noches serranas, cuando ya se moría.
El cirujano de Úbeda era un hombre joven y alto y se llamaba Ambrosio de Villarreal. Era temido por todos pero no tanto por su carácter enjuto y a veces desabrido como por sus cuchillas bien afiladas. Cómo vino a parar a esta ciudad nadie lo sabía con certeza, parece ser que había estado también en Granada y en Linares, y mucho antes en Valencia, donde pudo haber aprendido el oficio. Vivía cerca de la misión carmelitana, sobre la muralla de levante, desde donde podía verse el barrio de los gitanos y, a lo lejos, el macizo de la sierra de Cazorla. Tuvo amores, quizás, con una mora de ojos grandes y de esto también se hablaba en Úbeda. Lo que más temían sus vecinos, y se comprende, era tener que ponerse en sus manos, y los supersticiosos evitaban incluso cruzarse con él por las estrechas calles árabes. Tres días después de la llegada de Juan, cuando éste ya apenas podía levantarse de la cama, fue llamado al convento para que observara aquellas llagas feas, aquella pierna inflamada, aquellas pústulas febriles. El cirujano acudió y se encontró en la celdilla oscura a un hombre alegre rodeado de hermanos más alegres aún y cantarines, pero no se sorprendió mucho pues sabía que los descalzos tenían fama de distraídos. El enfermo le sonrió y le pidió disculpas por haberlo hecho venir. Ambrosio de Villarreal contempló aquellas heridas e inflamaciones con la ayuda de una candela mientras los frailes esperaban en silencio. Se dio cuenta de que en el empeine del pie derecho había cinco llagas en forma de cruz pero no dijo nada. Miró a los ojos del enfermo pero éste sonreía aún, estaba como alelado por la calentura. Debía de dolerle mucho, pensaba el cirujano, pero tampoco dijo nada. El hermano Bernardo de la Virgen empezó a cantar pero el padre Crisóstomo, que acababa de entrar en la celda y estaba disgustado por todo lo que allí podía verse y escucharse, le ordenó que se callara. La llama de la candela se apagó y Ambrosio de Villarreal dijo que habría que sajar.
Juan había salido de La Peñuela montado en un burro joven y muy espigado en la madrugada del veintiocho de septiembre; iba acompañado por un mozo llamado Damián, joven también y no menos espigado. Burro y mozo habían sido enviados la tarde del día anterior por don Juan de Cuéllar, viejo conocido del enfermo y ahora vecino de Úbeda, hombre generoso y devoto de la Virgen del Carmen. A los frailes labradores de Sierra Morena, cuando lo vieron, no les pareció aquel burro de mucho fiar, demasiado joven y delgado tal vez, de un ojo no veía muy bien seguramente, también tenía una oreja herida, llena de moscas, y callos en el hocico. Burro, mozo y enfermo recorrieron la vega fértil del Guadalimar, pasando por Vilches y Arquillos, cruzando viejos puentes romanos y encinares, bordeando lomas suaves y azules, penetrando en campos desnudos, ya resecos. Fue día de gran calor aquel veintiocho de septiembre, sin nubes, y, una vez consumidas las primeras cuatro o cinco leguas tempranas del camino, el sol empezó a pesar en las cabezas con esa fuerza con que acostumbra a hacerlo el sol meridional, aunque el burro se mantuvo muy animoso y encontró siempre donde beber, ya en las aguas rojizas y espesas del Guadalimar, ya en los fríos arroyos del Guadalén. Finalmente se vio que aquél era un buen burro y, ya muerto Juan, se hizo milagrero, fue muy querido y vivió muchos años. Aquel paisaje de ríos y montes soleados, de trigales recogidos, de rocas blancas y bruñidas, de álamos y adelfas, era tan hermoso —aquel último paisaje que verían los ojos del poeta— que Damián, el mozo enviado, que no lo había visto nunca y ahora caminaba por él tan contento, dijo que parecía el mismo paraíso. Y Juan, enfebrecido pero sonriente, insolado, asintió con la cabeza.
La septicemia de Juan nació de un rosario de úlceras que no consiguieron cicatrizar, ni siquiera después de las intervenciones contundentes del cirujano, pues el enfermo llegó muy débil al convento de Úbeda, era de natural ayunador, como es sabido, y su cuerpo se había convertido durante las últimas semanas en un estanque espeso de bacterias, había sido invadido por los aventureros y siempre incisivos estreptococos, aunque nadie sabía por entonces nada de erisipelas ni de oscuros agentes infecciosos. Unas pequeñas heridas en la pierna durante algún trabajo hortelano en el retiro de La Peñuela, por ejemplo, pudieron haber sido las causantes de la enfermedad, así como, y no en menor medida, la poca atención que el fraile acostumbraba a poner en la salud de su cuerpo, castigado habitualmente y sin mucha piedad por amor a la cruz de Jesucristo, de tal modo que aquellas primeras y campesinas rasgaduras fueron abriéndose y transformándose en llagas letales. Infectadas las heridas con virulencia y después la sangre toda del cuerpo, hubo sacrificio pero no belleza en aquella celdilla oscura, hubo santidad pero no compasión en aquel otoño andaluz. El cirujano Ambrosio de Villarreal se aplicó con la tijera y en el plato de barro fueron acumulándose los trozos de carne y la materia purulenta, trajinó entre los nervios al desnudo hasta llegar al hueso macilento, cauterizó heridas una y otra vez, y no hubo allí más calmantes para el dolor ni más consuelo que la poesía, las canciones de la noche oscura repetidas una y otra vez. Tazas llenas de pus y sangre corrían en las manos de los monjes, pero todo olía a almizcle en aquella carnicería santa, según se dijo después, de tal manera que la podredumbre parecía alimento sabroso en las bocas devotas y sedientas de los descalzos, infusiones celestes. Y el licenciado, abrumado al principio, pero animado muy pronto por la resignación silenciosa y risueña del enfermo y por el murmullo envolvente de las oraciones, daba cuchilladas y tijeretazos en aquella pierna mala tratando de expulsar toda aquella porquería como se expulsa a un diablo persistente.
Acerquémonos a doña María de Molina y a sus dos