Cámara oscura. Julián Isaza. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Julián Isaza
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789585586192
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charola y disponerme a dejarlo solo de nuevo, pero justo cuando le daba la espalda, él me rodeó otra vez con sus brazos, abrazó mi pierna por un lapso de quince segundos, luego me soltó y se marchó para acurrucarse en un rincón oscuro.

      La escena se repitió durante los días siguientes. Cuando entraba en su habitación, él salía sorpresivamente de algún recoveco y me aprisionaba. Como si cayera en una emboscada, jamás sabía de qué lugar saltaría hasta que lo tenía encima. Tenía la suficiente velocidad como para convertirse por un instante en una mancha. Una vez me soltaba, se daba vuelta con tranquilidad y regresaba a su escondite. No era un abrazo, no era amor, ni siquiera una muestra de simpatía. Era otra cosa, una menos emocional y más práctica.

      Con el tiempo la descubrí. Empecé a espaciar mis visitas a su cuarto con la intención de identificar algún cambio en su comportamiento. Si dejaba de ir un día completo, al siguiente la criatura se mostraba menos ágil y ya no me sorprendía con facilidad; si mi ausencia se prolongaba dos días, mi pequeño invitado ya ni siquiera era capaz de emboscarme, apenas salía caminando, arrastrando los pies hasta mí. Si eran tres, lo descubría durmiendo, en un letargo casi comatoso. Cuanto más tiempo pasaba, mayor era su debilidad, y al encontrarnos nuevamente se pegaba a mí con mayor avidez. Concluí que aquel «abrazo» no era otra cosa que la forma en la que aquel ser se alimentaba y, por lo tanto, yo era su única fuente nutricional.

      Pude preocuparme por el hecho de ser su vianda, pero no lo hice por las siguientes dos razones: la primera es que me sentía perfectamente; quiero decir que no sentía ninguna disminución física o quebranto de salud, como podría esperarse en caso de que esta relación fuese parasitaria. La segunda es que empecé a sentirme mejor de ánimo, pues desde que mi hijo se marchó hace diecisiete años, me había convertido en una mujer solitaria y triste, cosa que cambió de inmediato con la llegada de este ser a quien, a propósito, decidí bautizar como René, dado el parecido ya mencionado con aquel viejo muñeco de mi hijo. El solo hecho de tenerlo como compañía y de procurar su comodidad me prodigaba placer y llenaba mis días de actividad. De alguna manera los dos nos manteníamos vivos, era un estado simbiótico perfecto.

      Todo habría andado de maravilla de no ser por el nuevo rumbo que tomaron los acontecimientos. A la sazón René llevaba conmigo poco más de dos meses, y yo ya me había acostumbrado a su presencia. Ya no me erizaba cuando lo descubría espiándome detrás de alguna puerta o cuando lo escuchaba durante las madrugadas escarbando las cajas que contenían objetos de mi hijo. Ya no me perturbaba esa mirada que había juzgado siniestra cuando, en medio de la noche, se paraba junto a mi cama a contemplarme. Sin embargo, esa naciente rutina se interrumpiría de nuevo con la llegada de otro visitante.

      Recuerdo nítidamente que llovía con tanta ferocidad que la tormenta parecía el exordio del Apocalipsis. Era como si anunciara el funesto futuro con la violencia de los truenos que estallaban en los tímpanos y la intensa luz azulada que golpeaba los objetos. Nada bueno puede ocurrir en un momento así.

      Alguien tocó la puerta, apenas se oía por la intensidad de la tempestad, pero pronto los golpes fueron más vigorosos. Me asomé por una ventana y vi a un hombre de espaldas. Un hombre grande y vestido de negro. Jamás recibía visitas, por lo que intuí que se avecinaba la calamidad. Los golpes arreciaron y parecía que iban a tumbar la puerta. Entonces decidí abrir, no sin antes asegurarme de que René estuviese bien oculto.

      Ante mis ojos estaba mi hijo Antonio.

      Me costó un instante reconocerlo, no solo porque estaba más gordo y más calvo, sino porque en los últimos diecisiete años lo había visto dos veces, y de pasada. Una vez cuando murió mi madre, y la otra cuando vino por algunas de sus pertenencias. En todo este tiempo mi hijo se encargaba de evitarme: no llamaba ni recibía mis llamadas, no me visitaba y mucho menos me invitaba a visitarlo.

      Durante ese tiempo me pregunté qué había hecho yo para ganarme tan hondo desprecio, tan cruel indiferencia. Por terceros me enteré de que vivía en la ciudad, era exitoso, se había casado y tenía dos hijas. Fueron años amargos en los que pergeñé toda clase de teorías para explicar su actitud, en los que me sindiqué de todo tipo de delitos, en los que mi mente sufrió tanto como mi cuerpo; en los que tuve que tomar toda clase de medicamentos para calmar el dolor profundo que puso en jaque mi salud y mi cordura. Al final, solo me quedó la resignación y la escasa información que llegaba a mis oídos. Y ahora estaba aquí, mojado, silencioso, quebrando el delicado equilibrio que había fabricado con René.

      Entró sin decir una palabra, como si nunca se hubiese marchado, y se sentó en una de las sillas del comedor dejando tras de sí un rastro líquido y fangoso. Resopló y tamborileó con sus dedos sobre la mesa. Tenía un aspecto grave.

      —Mamá, me jodí, lo perdí todo —dijo al fin con una voz arcillosa.

      —Hola, hijo —murmuré el saludo que él no fue capaz de darme mientras observaba su espalda.

      Por un rato olvidé al pequeño huésped en la habitación y me dediqué a escuchar un monólogo en el que Antonio contó que había perdido su trabajo, que su mujer le pidió el divorcio y que sus hijas no lo querían ver. Habló durante horas como si estuviera solo. Lloró con la cabeza entre los brazos y supongo que esperó mi consuelo maternal que no llegó, porque yo, en medio de su letanía, guardé la esperanza de una disculpa, por mínima que fuera.

      Al final se secó las lágrimas y tuve —¡tuve!— que ofrecerle su antigua habitación. En ese momento recordé a René. Me enfrenté a una serie de dilemas que requerían soluciones inmediatas. ¿Le contaría de él a mi hijo? No, eran bastantes azarosas las consecuencias de revelar tan inaudita presencia. Y si no los presentaba, ¿cómo mantendría a Antonio ignorante de la existencia de René? El problema requirió de una cuota de pericia, así que le dije a Antonio que necesitaba despejar el dormitorio, para de esa manera poder ocultar a René en una caja de cartón y trasladarlo a mi pieza.

      No sé si fue la mejor idea. Desde ese momento René durmió a mi lado y, así, me tuvo a su disposición para alimentarse toda la noche. Durante horas seguidas se adhería mi espalda y su piel fría y viscosa se calentaba con la temperatura de mi cuerpo. Me sostenía con la fuerza suficiente para que mis movimientos nocturnos no lo desacoplaran y pude sentir cómo me drenaba, como se transfería la energía de un cuerpo al otro, al punto que cuando quise, ya no tuve las fuerzas para retirarlo.

      Tuve los sueños más inauditos. Con el transcurrir de las noches mi cerebro se dedicó a recrear situaciones grotescas, a perderse en escenas que parecían salidas de la mente de un enfermo de malaria, pero que en medio del disparate mostraban cierto sentido de continuidad y me condujeron a pensar que mi inconsciente no era el autor, al menos no el único. Soñé entonces que paría una inmensa rana, que luego la ponía en mi pecho y le daba de lactar. También soñé que Antonio era de nuevo un niño que se sentaba a la mesa a devorar un monstruoso batracio, mientras exhibía una sonrisa ladeada y maligna. Soñé con miles de sapos gimiendo y estirando sus patas palmeadas, como rogando por mi ayuda. Delirio, delirio puro.

      Cuando despertaba sentía a René a mi lado y no podía discernir si protegía mi sueño o si me acechaba. Sin embargo, sabía que ya no era necesaria su cercanía física para sentirlo. Y cuando digo sentirlo, me refiero a que podía percibirlo con claridad, podía entender su deseo de que no nos separáramos, su pánico intenso hacia Antonio, su ambición por abarcarme entera.

      Las pocas veces que yo abandonaba la habitación, René me dedicaba una mirada rencorosa desde la oscuridad. Y, para ser honesta, a mí tampoco me agradaba del todo salir. Cada vez me incomodaba más cruzarme con el hijo malagradecido que me tocó en suerte, con ese hombre que a estas alturas era un extraño que solo me usaba para que le diera un techo mientras pasaba el temporal de su vida, que tenía el descaro de esperar a que yo lo alimentara pero que gruñía en cada ocasión que intenté pedirle una explicación de su abandono. Ese al que yo le producía la suficiente vergüenza como para exiliarme de su existencia.

      Un abismo hondo y silencioso se abrió entre nosotros. Yo me limité a apretar los dientes, y él a ignorarme.

      Y no sé por cuánto tiempo habría continuado esa rutina de no ser porque René envió aquel mensaje claro —mucho