El desgraciado que se gana el pan en la mina,
o ara el campo para que tengan pan los demás,
padece menos fatiga que la que sufre
quien no puede ni pensar ni leer.*
Como la enfermedad era para mí, en cierto modo, un entretenimiento, siempre me apenaba recuperar la salud. Cuando el interés de estar en peligro decaía, no había otro que ocupara su lugar. Supuse que disfrutaría mi recobrada libertad tras el divorcio, pero «hasta la libertad se volvió insípida». No recuerdo que nada me sacase de mi torpor durante los dos meses siguientes a mi divorcio, excepto una violenta disputa entre mis criados ingleses y mi nodriza irlandesa. No sé si fue el hecho de que se diera demasiados aires, confiando en que era mi favorita, o fueron los prejuicios sobre su origen los que ocasionaron el odio que prevalecía hacia ella; pero todos y cada uno de mis sirvientes declararon que no podían ni querían vivir con ella. Ella expresó el mismo disgusto por tener que tratarlos, pero dijo que soportaría cosas mucho peores, y viviría con el mismísimo diablo, para complacerme y vivir bajo el mismo techo que yo.
El resto de los sirvientes se reía de sus meteduras de pata. Ella respondía a estas pullas con buen humor, pero cuando a alguno se le ocurría reprocharle en serio el haber puesto en peligro mi vida con su zafia aparición la primera vez que se presentó en Sherwood Park, ella replicaba:
—¿Y quién de entre todos vosotros cuidó de él cuando yacía como muerto? ¿Acaso no fui yo? Eso os pregunto.
A esto no tenían respuesta, y la odiaban todavía más porque los hacía callar con su astucia. La protegí tanto tiempo como pude, pero por mor de la paz, al final cedí a la insistencia combinada del despacho del administrador y la sala de los sirvientes, y envié a Ellinor a Irlanda, no sin antes prometerle de nuevo que visitaría el castillo de Glenthorn este año o el próximo. Para consolarla en su partida quise regalarle una suma considerable, pero solo aceptó unas pocas guineas para sufragar los gastos del viaje de regreso a su tierra natal. El sacrificio que hice no me procuró una paz prolongada en mi propio hogar: por culpa de mi indulgencia y de mi temperamento indolente e imprudente, mis criados se habían convertido en mis amos. En cualquier hacienda grande y mal gobernada, los sirvientes, como niños malcriados, descontentos y caprichosos, se convierten en tiranos que dominan a los que no han tenido la capacidad o la constancia necesarias para mandarlos. Recuerdo a un espécimen especialmente delicado que se marchó porque, según me dijo, las cortinas de su cama no se cerraban del todo a los pies del lecho y no estaba acostumbrado a tales incomodidades y que, a pesar de habérselo dicho a la ama de llaves tres veces, no había obtenido solución, lo que le obligaba a pedirme permiso para retirarse de mi servicio.
Su lugar se ofreció a ocuparlo otro presumido petimetre que, con un descaro incomparable, me rogó que le dijera si quería un figurante o un encargado. En beneficio de todos aquellos a quienes esta moderna clasificación de los sirvientes no resulte familiar, permítaseme explicar que un figurante es un criado cuya función es solamente anunciar a los invitados los días en que se celebra una gala, mientras que el oficio de un encargado es variopinto: escribir invitaciones, hablar con los comerciantes impertinentes, llevar mensajes confidenciales, etcétera. Ahora bien, allí donde en un acuerdo aparece un etcétera hay siempre causa de disputa. Puesto que las funciones de un encargado no estaban definidas con precisión, por desgracia requerí de él algún servicio que no entraba en su oficio (creo que le pedí que fuera a buscar mi pañuelo): no podía hacerlo, me dijo, porque no era su trabajo; y así yo, el más perezoso de los mortales, después de esperar un cuarto de hora mientras decidían entre ellos quien debía obedecerme, me vi obligado a levantarme e ir personalmente a por lo que había pedido. Me consolé recordando la historia del pobre rey de España y el brasero.* Habiendo encontrado un precedente regio para mi situación, me di por satisfecho. Todas las grandes personas, me dije, se ven obligadas a padecer este tipo de incomodidades. Me sometí con tanta gracia que mi sumisión no fue tomada como desdén, sino como debilidad. Mi casa, gobernada por un soltero, pronto se ajustó a la perfección a «la buena vida de los de abajo».
Cuentan que un noble extranjero permitía a sus criados hacer siempre lo que querían, hasta un punto en que una noche sus invitados y él estuvieron esperando la cena hasta horas intempestivas. Cuando al fin bajó a la planta de los criados para averiguar la causa del retraso encontró al sirviente que debía servir la cena jugando tranquilamente a las cartas con un grupo de amigos. Al apremiarlo, el hombre contestó tranquilamente que no podía irse antes de que terminara la partida. El noble reconoció el peso del argumento del sirviente, pero insistió en que fuera arriba a servir la mesa mientras él tomaba sus cartas, se sentaba y terminaba la partida por él.
La suavidad de mi temperamento nunca alcanzó esta exagerada complacencia. Mi hogar me resultaba poco agradable, pero yo no poseía la fuerza de voluntad necesaria para eliminar las causas de mi descontento. Cada día juraba que me iba a librar de todos aquellos pillos a la mañana siguiente, pero ahí seguían. Fuera no era más feliz que en casa. Me disgustaban mis antiguos compañeros: me había convencido, la noche de mi accidente en Sherwood Park, de que no les importaba si yo estaba vivo o muerto, y desde entonces no me habían faltado ocasiones para comprobar su egoísmo y su insensatez. Era increíblemente fatigoso y molesto fingir amistad y jovialidad hacía esa gente, pero carecía de la energía necesaria para romper con ellos. Cuando estos lechuguinos y pisaverdes descubrieron que ya no estaba siempre a su disposición, empezaron a decir que Glenthorn siempre había sido un poco raro, que Glenthorn siempre había tenido un ramalazo melancólico, que esa vena recorría la familia, etcétera. Satisfechos con su veredicto, me dejaron seguir mi camino y se olvidaron de mi existencia. Las diversiones públicas habían perdido su encanto; tenía la constancia necesaria para evitar recaer en la tentación del juego pero la falta de estímulos hacía que apenas pudiera soportar el tedio de mis días. En esta etapa de mi vida, el ennui estaba trocando en misantropía. En suma: oscilaba entre convertirme en un misántropo o en un demócrata.
Mientras estaba en este estado crítico de ineptitud, captó accidentalmente mi atención un combate de boxeo. Me emocioné tanto, y esa emoción me deleitó hasta tal punto, que me descubrí en peligro de convertirme en un aficionado al arte pugilístico. No se me pasó por la cabeza que era indigno de un noble británico aprender las vulgares reglas del combate de boxeo. Pronto me hallé conversando inteligentemente sobre buenos pegadores, fajadores y estilistas; sobre juegos de pies, golpes bajos, sparring y promotores. Ignoro el ulterior dominio que podría haber ganado de esta terminología o cuanto habría continuado mi interés por las gestas de estos luchadores, pero me acometió un inesperado ataque de vergüenza nacional al oír a un extranjero de alta alcurnia e impecable reputación expresar la enorme sorpresa que le producía que nos gustase un espectáculo tan salvaje. En vano repetí algunos de los argumentos de los panegiristas parlamentarios del boxeo y el hostigamiento de toros,* y afirmé que estas diversiones hacen que un pueblo sea fuerte y valiente. Mi oponente replicó que no percibía ninguna relación necesaria entre la crueldad y el coraje y que no comprendía de qué modo permanecer a una distancia segura viendo como dos hombres se golpeaban hasta casi matarse evidenciaba o podía inspirar sentimientos heroicos o ardor guerrero. Observó que los romanos desarrollaron la mayor afición por los combates de gladiadores durante los reinados de sus emperadores más afeminados y crueles, periodos en los que la virtud y el espíritu cívico estuvieron en decadencia. Probablemente estos argumentos habrían causado poca impresión en un intelecto como el mío, poco acostumbrado en general a pensar, y en un temperamento habituado a buscar, sin considerar las consecuencias, la gratificación personal inmediata; pero aconteció que precisamente entonces me emocionaron los terribles sufrimientos de uno de los púgiles. Murió unas horas después del combate. Era irlandés y, siendo la mayoría de los espectadores ingleses, felices por la victoria de su compatriota, el trágico destino del pobre desventurado pasó prácticamente desapercibido. Hablé con él poco antes de que muriera, y descubrí que procedía de mi propio condado. Se llamaba Michael Noonan. Como última voluntad, me pidió que llevara media guinea, todo el dinero que tenía, a su anciano padre, y que le entregara