Al fin llegó el día que tanto llevaba esperando: ¡tenía veintiún años! Por fin tomé posesión de mi herencia. Sonaron las campanas, se encendieron hogueras, prepararon banquetes, fluyó el vino, se dieron hurras, amigos y aparceros se arremolinaron a mi alrededor, y no se oían más que palabras de felicidad y parabienes. El trajín de mi situación me mantuvo despierto durante varias semanas; el placer de gozar de mis propiedades era nuevo y lo disfruté mientras duró el efecto de la novedad. No puedo decir que estuviera contento, pero mi mente estaba henchida por la magnitud de mis posesiones. Era propietario de grandes fincas en Inglaterra y en uno de los remotos condados marítimos de Irlanda, país en el que era dueño y señor de un inmenso territorio junto al antiguo castillo de Glenthorn, ¡un noble montón de piedras antiguas que valía más que diez de los degenerados castillos modernos de hoy en día! Estaba ubicado en un paraje romántico y remoto, al menos según podía juzgar por un cuadro que me decían que reflejaba bien la realidad y que colgaba en mi salón de Sherwood Park, en Inglaterra. Yo nací en Irlanda y se me amamantó, según me contaron, en una cabaña irlandesa, pues mi padre estaba convencido de que así crecería más fuerte. Me dejó con mi nodriza irlandesa hasta que tuve dos años y desde ese momento hasta la fecha ni él ni yo volvimos a pisar Irlanda. A él le disgustaba ese país, y yo heredé sus prejuicios. Decidí que residiría siempre en Inglaterra. Sherwood Park, mi residencia en la campiña inglesa, tenía un solo defecto: era perfecta. La casa era majestuosa y, además, del gusto moderno; los muebles eran elegantes y a la moda, y por doquier se percibía el brillo de lo nuevo. No faltaba ningún lujo. El crítico más escrupuloso no habría sido capaz de encontrarle un pero. Mi jardín, mis tierras, mostraban toda la belleza de la naturaleza y el arte, combinadas con exquisitez. Había bosques majestuosos cuyo oscuro follaje se mecía… En fin, prefiero ahorrar a mis lectores el resto de la descripción, pues recuerdo que una vez me quedé dormido mientras un poeta leía una oda a los encantos de Sherwood Park. Pronto mis ojos se acostumbraron a esos encantos, e incluso palideció el efecto que sobre mi vanidad tenía ser el dueño de un lugar tan maravilloso. Todo visitante ocasional, cualquier desconocido e incluso la gente corriente a la que permitía una vez a la semana pasear por mis jardines privados, los disfrutaban mil veces más que yo. Recuerdo que, unas seis semanas después de llegar a Sherwood Park, escapé una noche de la multitud de amigos que llenaba mi casa con la intención de regalarme un paseo solitario y melancólico. A cierta distancia vi a un grupo de personas que habían venido a admirar el lugar y, para no encontrarme con ellos, me refugié bajo un gran árbol cuyas ramas colgaban hasta el suelo y me ocultaban de los paseantes. Así sentado, mientras bostezaba esperando que pasaran de largo, oí a uno de los miembros del grupo exclamar:
—¡Qué feliz debe de ser el dueño de este lugar!
Sí, desde luego, si hubiera sabido cómo disfrutar de los placeres de la vida, sin duda habría sido muy feliz, pero la falta de ocupación y mi consabida alergia a todo tipo de esfuerzo me convertían uno de los hombres más desgraciados de la tierra. Aun así, yo siempre atribuía mi infelicidad a alguna circunstancia externa. Poco después de mi mayoría de edad, resultó que todo tipo de asuntos requerían mi atención. Había que firmar documentos y arrendar tierras. Todo ello se me antojaba terriblemente difícil. Ni siquiera ese ministro del Estado, que con tanto patetismo describe su horror al ver por vez primera al secretario acercarse con el gran cartapacio rebosante de papeles, experimentó jamás sensaciones tan opresivas como las que me invadieron a mí cuando mi administrador empezó a hablarme de mis negocios. Desde el mal humor que abonaba mi indolencia, me declaré convencido de que poseer propiedades tenía muchos más inconvenientes que ventajas. El capitán Crawley, un amigo —digámoslo así—, humilde compañero mío, que era un grandísimo, desvergonzado y rendido adulador, estaba presente, escuchó mi queja y se ofreció a interponerse entre mí y los sombríos problemas que me amenazaban. Acepté su oferta.
—¡Ay, Crawley —dije—, trata y negocia tú con esta gente!
No tenía la menor confianza en la persona en cuyas manos, por mor de librarme del trabajo de pensar, deposité todos mis asuntos, pero me di por satisfecho resolviendo que, en cuanto tuviera tiempo, buscaría a una persona de confianza para que llevara mis negocios.
Ya llevaba casi dos meses en Sherwood Park, en mi opinión demasiado tiempo seguido en el mismo sitio, y estaba impaciente por marcharme. A mi administrador, a quien disgustaba la idea de que yo pasara el verano en casa, no le costó persuadirme de que el agua de mis tierras tenía un sabor malsano y salobre. El hombre que así hablaba estaba frente a mí, gozando de una salud de hierro a pesar de haber bebido esa agua insalubre toda su vida. Sin embargo, para mi intelecto era una tarea demasiado ardua cotejar las pruebas que le aportaban mis sentidos, resultándole más fácil creer lo que le decían, aunque estuviera en manifiesta contradicción con lo que percibían mis ojos. Así pues, fui a un balneario lejano, siguiendo el ejemplo de muchos de mis contemporáneos, que abandonan sus deliciosas residencias en el campo y pagan, a tanto la pulgada, para que los hacinen en hostales, con todas las incomodidades imaginables, durante los meses más calurosos del verano. Dejé pasar el tiempo en Brighton, maldiciendo el calor, hasta que llegó el invierno, y luego maldije el frío mientras soñaba con el invierno en Londres.*
Empezó el invierno en Londres, y el joven conde de Glenthorn, con sus pasatiempos, y sus carruajes y sus extravagancias, se convirtió en la comidilla de toda la ciudad y en una mina para los periódicos. Se publicó el inmenso coste de la fruta que tomaba de postre; se calculó el precio de los ramilletes de flores de invernadero que a diario lucían los criados que colgaban de la parte trasera de mi coche; ociosos admiradores de dispendios ajenos contaron el número de velas de cera que alumbraban de noche las estancias de mi casa; y todo el mundo sabía que lord Glenthorn no toleraba que en sus establos se encendieran otra cosa que velas de cera; que sus sirvientes solo bebían burdeos y champán; que sus libreas, mejores que las que soñara un embajador, competían en elegancia con la realeza y que sus objetos de oro habrían superado incluso la inspección de los potentados chinos más exigentes. La factura que me ha enviado este año el fabricante de mis carruajes dejaría atónita a cualquier persona dotada de sentido común, igual que ha sucedido con algunas de las sumas que nuestros tribunales han descubierto que se pagaron por extraordinarios coches y landós todavía más extraordinarios.* No voy a entrar en los detalles de mis extravagancias relativas a artículos menores, pues estos, según creía yo, nunca harían mella en una fortuna tan colosal como la del conde de Glenthorn pero, por si resulta útil para aquellos que quieren seguir la misma senda o desean evitarla, sí diré que mis visitas diarias a las joyerías acabaron suponiendo, con el tiempo, una suma digna de mención. De la multitud de fruslerías que compré, de todos los anillos, sellos y cadenas, no diré nada, pues superarían lo que los hombres pueden creer o las mujeres imaginar. Suele suceder que aquellos que menos provecho sacan a su tiempo poseen el mayor número de relojes y son los más exigentes en cuanto a su exactitud. Mis relojes de bolsillo y yo éramos mi castigo y la alegría de los relojeros de moda, cuyas tiendas visitaba regularmente. Mi historia, durante este periodo, conformaba el diario del perfecto diletante, así que evitaré a los lectores más detalles. Sí deseo, no obstante, pues así lo he experimentado en multitud de ocasiones, grabar en la mente de aquellos a los que interese que un diletante con medios tiene que ser extravagante. Acudía a las tiendas sencillamente para pasar alguna hora ociosa, pero una vez entraba no podía evitar comprar algo y me hallaba siempre a merced de los comerciantes, que se aprovechaban de mi indolencia y que creían que mi fortuna era inagotable. En realidad, yo no tenía una propensión especial al gasto, pero dejaba a todos los que trataban conmigo, y muy especialmente a mis sirvientes, hacer lo que querían en lugar de tomarme la molestia de obligarlos a hacer lo que debían. Me aseguraban que lord Glenthorn debía tener tal cosa o tal otra, o que debía comportarse de determinada manera, y yo me sometía dócilmente a estas necesidades imaginarias.
Durante todo este tiempo fui la envidia de mis conocidos, cuando en realidad deberían haberme compadecido. Es cierto que sin angustia ni esfuerzo poseía todo lo que ellos deseaban, pero eso me desposeyó de cualquier incentivo: ya no deseaba nada. Tenía una inmensa fortuna y era conde de Glenthorn: mi título y mis riquezas eran distinción suficiente; ¿por qué iba a preocuparme por mis botas, o por la capa que cubría mi abrigo o por cualquiera de las