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Frente a mi casa en la calle Potrero había un árbol, el árbol de mi casa. Era enorme, frondoso y viejo, sobre todo viejo.
El árbol no era realmente de mi casa, estaba al frente, como ya dije. Yo me montaba en él, lo regaba los martes; nunca nadie lo reclamó. Por eso y por cariño, decidimos que era nuestro.
Cierto día, mi árbol se infectó de esas fiebres que yo creía que solo le daban a los humanos; se aburrió, quiso cambiar. De pronto deseó poder moverse por todas partes. Llegó a tener celos de esos seres blandos y sin hojas que no tenían que permanecer anclados al suelo para vivir.
Noche tras noche, mientras el viento lo mecía con ternura, pensaba en la forma de llegar a lugares donde ningún árbol hubiese llegado.
Noche tras noche movió sus raíces, tal como nosotros nuestros pies cuando nos entierran en la arena de la playa, y fue ablandando la tierra, alejándola de su piel, sintiéndose libre.
Practicó equilibrio por días enteros, y una madrugada solitaria de lunes, una en que ni los perros estaban despiertos, mi árbol sacó sus raíces de la tierra húmeda. Las dos más fuertes, las del centro, las apoyó a un lado del agujero que dejaba y las usó como piernas. Se levantó imponente y tres metros más alto. Las otras raíces quedaron como una falda alrededor de su cintura.
Al día siguiente, nadie en la ciudad le creyó al conductor que insistía en que él no había perdido el control de su auto, sino que el árbol con que chocó cruzaba la avenida.
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