asunto confuso de la terrorífica mulánima con la mula ladina del primo Zacarías sucedió antes de la desgraciada y extraña muerte de Toribio. El hombre de luto habituaba juntar leña en los pequeños montes o en las playas del río, con ellas calentaba el descomunal horno. Las riadas anuales depositaban por toda la costa pedregosa abundantes troncos y ramas arrastrados en su estrepitoso viaje, recogidas luego por la mayoría cuando la necesitaban. Buscar la economía no era ninguna deshonra, “la gente se muere de vergüenza, no de hambre”, decía eruditamente el primo Zacarías, y vendía naranjas agrias en la ruta. Toribio, aunque aparentaba ser mejor que los otros, no escapaba a las generales de la ley, era un obrero como todos, por más que se esforzaba en disimularlo. Esa tarde, como tantas otras después del almuerzo, salió en busca del combustible vegetal. Para esos menesteres mudaba ropa vieja manteniendo siempre el estilo, con una lona y una soga en el hombro se despidió de su hermana, la única familia. Cerca de la oración, un grupo de muchachos que habían salido de pesca lo encontraron muerto en un montecillo, sentado con las piernas en v, apoyada la espalda contra el tronco de un árbol. La camisa estaba abierta dejando ver el torso desnudo, rasguñado, que teñía de rojo la vieja camisa blanca. La mano derecha empuñaba su cuchillo, mientras que la izquierda apuñaba un manojo de pasto como queriendo arrancarlo, o asirse a él para mantenerse en este mundo. El sombrero volcado sobre la gramínea húmeda estaba vigilante a un metro del finado, como un testigo mudo permanecía apartado del dramático hecho.