La risa contagiosa. Jaime Gamboa

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      No había un lugar más hermoso que el País del Silencio.

      Shhh...

      Si alguien de un país vecino quería pasar la frontera, tenía que entrar callado. Esto era especialmente difícil para los habitantes del País del Eco porque, aunque quisieran, no podían aplacar el estruendo de sus pasos.

      El País del Silencio era hermoso por dos razones. Una es que, como nadie podía hablar para dar órdenes, las indicaciones se daban con una mueca.

      Por ejemplo, cuando la presidenta quería bizcochos con mantequilla, sacaba la lengua lo más posible, le daba dos vueltas en el aire y luego se ponía bizca tres veces, hasta quedar mareada.

      Así su secretario comprendía que debía calentar dos bizcochos, darles vuelta, untarles tres cucharadas de mantequilla y regresar pronto, antes de que ella desmayara de hambre.

      ¿Complicado? Imaginen cómo sería ordenar un desplazamiento de tropas para ir a la guerra: ¡imposible!

      La segunda razón por la que el País del Silencio era hermoso es que, por no poder hablar, la gente había aprendido a decirlo todo ¡pintando!

      En la escuela no se enseñaba el abecedario, sino el significado de los colores: el amarillo para decir «¡qué lindo día!», el azul para imitar a los pájaros, el blanco para decir «venimos en son de paz», y el rojo para... enseguida les cuento.

      Poco a poco, los habitantes del País del Silencio perfeccionaron tanto su lenguaje de colores que podían hablar de casi todo, darse las últimas noticias, discutir de filosofía y hasta reírse estruendosamente, ¡sin abrir la boca!