Como si fuera un adolescente alebrestado, el resto de los días camino como perro jadeante buscando en cada rincón un celo nuevo. Acaso, como escribió mi propio sabio catalán, “para saber de amor, para aprenderle, haber estado solo es necesario. Y es necesario en cuatrocientas noches —con cuatrocientos cuerpos diferentes— haber hecho el amor. Que sus misterios, como dijo el poeta, son del alma, pero un cuerpo es el libro en que se leen”. Porque así, Gil de Biedma se me adelantó y escribió todo lo que yo hubiera querido tener el talento para escribir.
Todo empezó en mi adolescencia, mucho tiempo después de descubrir que crecía en mí ese otro yo que para el resto del mundo no era más que un súcubo, un pecado, una aberración (cómo resuenan las palabras de esa Iglesia que nos llena el morro de perversiones). No solo era pecado. También era ilegal. Que dos personas del mismo sexo se revolcaran en la cama estaba tipificado en ese entonces en el Código Penal. No supe de nadie que hubiera estado en la cárcel por ser homosexual, pero el riesgo estaba ahí.
Valledupar en ese entonces no alcanzaba los sesenta mil habitantes y todos nos conocíamos, o al menos bastaba con conocer los dos primeros apellidos para saber de quién era hijo, quiénes eran sus abuelos, qué historias ocultaba su familia, cuáles eran sus taras, sus lunares negros, sus ovejas rosadas.
En mi familia no había ovejas rosas, lo que me hacía aún más solitario, más inseguro y, por supuesto, más necesitado de mis propias verdades. Desde niño, lo que más recuerdo haber buscado fue a otros que, como yo, llevaran por dentro esa supuesta pulsión malsana que cada vez se hacía más grande dentro de mí.
Es fácil decirlo ahora que he cruzado a salvo el puente. Sin embargo, mi adolescencia estuvo plagada de pesadillas y sueños con la muerte. Mil veces pensé en el suicidio, mil veces hubiera querido hacerlo: hundir la daga en la panza, desgarrar la herida y sacarme a fuerzas las entrañas hasta dejarlas tiradas sobre la arena, como dicen que hizo Marco Catón cuando César lo persiguió. También me encerré en mí mismo para que todos me borraran de su memoria. El olvido, esa otra manera de morir.
Yo no puedo olvidar, por más de que lo intento. Y menos cuando estoy empepado. La droga me devuelve los recuerdos que siempre he querido dejar atrás. Y luego el bajón, que llega cuando comienzo a sentir que el efecto se va. “¡Es la serotonina, estúpido!”, me repito para no olvidar que el asunto es temporal, para no olvidar que de esta depre de mierda también saldré, para no olvidar que tarde o temprano dejaré de llorar. La otra opción es hacer lo de siempre: tragarme otra y otra más. Esta vez, reponiendo fuerzas con un café y una torta de zanahorias y con el libro de Orton que acababa de comprar sobre la mesa, me dejé llevar por el guayabo.
No fue la mía, jamás, una infancia inocente. ¿Cómo, si mi alma no estaba exenta de toda esa culpa? No era una culpa propia, aclaro, sino impuesta. Hasta me preguntaba de qué era culpable. ¿Cómo podía seguir siendo cuando pretendían convencerme de que no podía ser? No hablo de algo que pasó una sola vez. Sucedió durante años enteros en los que me preguntaba si todo ese odio era solo por desear a los hombres, lo que lleva a la eterna pregunta: ¿por qué debo ser como los demás, si no soy como los demás? Más que machista, Valledupar es un pueblo sospechosamente misógino. La misoginia no implica solamente odio hacia la mujer, sino un miedo profundo a lo femenino. Lo opuesto a ese macho duro y arbitrario que grita, golpea e impone es lo sensible, la ternura. Y esa misoginia, como tantos otros prejuicios, la heredé. “Todo, menos femenino”, me decía.
Yo era ya un niño solitario cuando mis padres se mudaron a una casa, en un barrio a las afueras de la ciudad, llamado Novalito. A partir de ese momento mi mundo eran mis dos hermanas y las cuatro niñas que vivían en la casa vecina, las dos únicas residencias en quinientos metros a la redonda: solo mujeres que jugaban a las barbies y a la casita y yo, que no tenía con quien jugar.
Poco después aparecieron el cine y los libros y aquello fue para mí como el mar que se abrió frente a Moisés. Descubrí que “no solo de pan vive el hombre ni solo habita en la casa del Señor”. Convertí en lema esta frase que memoricé de alguna lectura que ahora no recuerdo. La literatura me permitía salir de allí, viajar a otros pueblos, soñar que algún día podría irme a vivir en alguna de esas ciudades que servían de escenario a las películas. Quizá en el Buenos Aires de Sandro de América o de La Mary, una cinta “escandalosa” en la que salían Susana Giménez y Carlos Monzón.
El primer libro que leí completo, de un tirón, fue Robinson Crusoe, la novela de Daniel Defoe, de una edición juvenil. Inmediatamente se convirtió en mi héroe. Yo vivía, como él, en una isla en la que no tenía con quién hablar, a quién gritarle, a quién amar. Quizá algún día aparecería un Viernes, pero no era lo que me preocupaba en ese momento.
Con Robinson Crusoe aprendí a jugar con los personajes de ficción, a conocerlos, a moldearlos, a hacerlos mis amigos. No leía para contarles a otros lo que leía. Lo hacía para apropiarme del universo que me ofrecía el libro y jugar luego con él —y eso me quedó—. Sucedió lo mismo con la escritura: no lo hacía para compartirla, para presumir de ella, sino para divertirme en solitario con los personajes y las historias que creaba, aunque también para demostrarme que podía hacerlo.
Nadie mostraba interés en mis palabras y pronto dejé de interesarme en hablar con alguien más que con los animales de plástico con los que me divertía cada día bajo las ramas de la trinitaria con flores de colores obispales, al fondo del patio de la casa. O jugaba solitario en mi habitación, construyendo casas con las fichas de Estralandia. Crear esos mundos me hacía muy feliz. A esto se sumó que me volví enfermizo y mal deportista, lo que comenzó a generar sospechas en mis compañeros, que pronto me hicieron a un lado y comenzaron a gritarme “mariquita”. Quizá por ello, nunca fui llamado para engrosar las filas de algún equipo al momento de patear o batear. Preferían jugar incompletos antes que aceptarme como parte del grupo. Yo no era astuto para esas lides, me faltaban pericia, malicia y fuerza. Fue justo en aquel momento cuando encontré mi primer gran refugio: el cine. Mis abuelos maternos habían fundado en 1952 el primero que tuvo Valledupar, y en ese momento eran cuatro. Uno de ellos estaba tras cruzar una pequeña puerta en el patio de su casa. Me acostumbré todos los días a ver la película de cartelera. Era cine mexicano, wésterns, kung-fu, puño, patada y esas cosas, pero eran historias que me llevaban a imaginar otras. Más que cualquier libro, el cine fue para mí lo que el hielo para Aureliano.
El cine fue un rayo de esperanza. Soñaba, cada vez más, con personas y lugares desconocidos. De hecho, comencé a inventarlos con tal de salir de allí, aunque fuera solo en mi mente.
De tantas cintas que vi en aquellos años solo recuerdo tres que aludían a lo gay: La gata sobre el tejado de zinc, El zoo de cristal y Reflejos en un ojo dorado, sumadas a las trusas que usaba Sandro de América en sus películas y que encendían mi lujuria; o algunas escenas que parecían escritas como para “el que lo entendió, lo entendió”, como aquella en la que Ben-Hur y Messala entrecruzan los brazos para brindar por el reencuentro: “Después de tantos años, todavía cerca”, dice uno y el otro contesta: “Sí, en todos los sentidos». Y otro diálogo, esta vez en Río Rojo, en el que John Ireland le dice a Montgomery Clift, ambos en el rol de varoniles y apuestos vaqueros: “Bonita arma la que tiene usted. ¿Me permite verla?”. Montgomery hace entonces ese gesto de consentimiento de rascarse la nariz que tantas veces había visto en algunos hombres de mi pueblo que se miraban con deseo. Montgomery entonces le entrega su arma mientras Ireland se saca la suya y se la da en la mano: “Tal vez le interese ver la mía”.
En ese entonces las películas demoraban hasta un mes en ser rotadas, de modo que, cada vez que repetían Río Rojo, imaginaba en esta escena a esos mismos hombres de mi pueblo, deseoso cada uno de confirmar el tamaño del arma del otro, pero incapaz de pedirle que la desenfundara. Aunque con los años me enteré que esto sucedía más a menudo de lo que yo hubiera podido imaginar.
Y en mi afán por encontrarme a mí mismo encontré la literatura. No había librerías en Valledupar, pero papá con frecuencia volvía de Barranquilla cargado de libros que compraba en la Librería Nacional. Camus, Faulkner, Steinbeck, Hemingway…