Recuerdo un día que, paseando por Serrano, me detuve delante de un escaparate al ver una mesita escritorio que se me antojaba imprescindible. Después de preguntar el precio sólo puedo decir que aún sigo escribiendo sobre la mesa comedor, sentado en un desgastado taburete. Cuando vivía en Bilbao solía ir a visitar a Martxel un par de veces por semana, principalmente para calmar su ansiedad por el nuevo manuscrito, sobre el que naturalmente le argumentaba los excelentes progresos habidos sabiendo que no eran sino meras conjeturas, alharacas sin concreción alguna. Allí conocí a María, una joven administrativa que andando el tiempo se convertiría en mi mejor aliada y Asier, su marido, en el mejor guía y amigo. Me gustaba ir caminando por la ría, sin prisas, contemplando el Nervión, impertérrito al paso del tiempo.
Caminar me sentaba bien y aunque en Madrid no sabía qué podía encontrarme al doblar cualquier esquina, aquel distrito parecía seguro, al menos las patrullas que lo frecuentaban así lo presagiaban, aunque debo reconocer que una cierta inquietud merodeaba mis poros, con una ebriedad hecha a medias del propio cansancio y de la imaginación desmedida, creciendo a cada instante al pasar junto a esas selectas tiendas dotadas de puertas automáticas, selladas como sepulcros, con unos opacos cristales cuyo grosor a duras penas dejaba filtrar la mundana algarabía, convirtiendo la ruidosa cacofonía del tráfico en un ligero y lejano susurro de caracola. Solía bajar por Génova hasta la esquina donde se sitúa el Museo de Cera, junto a un local cuyo luminoso letrero con la leyenda Hot girls show –algo así como espectáculo de chicas calientes– atrae a numerosos turistas en sus visitas nocturnas. Curiosamente la cafetería Rivera ofrece sólo un piso más arriba una idílica estampa familiar, con ancianos y niños merendando al son de una calma chicha ajenos al voraz frenesí esparcido tan sólo unos metros más abajo. Situado en la plaza de Colón, que separa a dos de las vías más emblemáticas de la villa, el paseo del Prado y el paseo de la Castellana, me siento ensimismado contemplando de lejos la columna neogótica que soporta al Descubridor mientras innumerables autobuses de dos pisos, destechados, surcan las avenidas con decenas de turistas que conocen la ciudad a lomos de tan moderno paquidermo, situados a varios metros sobre el suelo, bamboleándose con itinerarios fijos que discurren por el enigmático Templo de Debod y el Teatro Real. Sonrío cuando veo a turistas orientales cargados con sus cámaras, al mismo tiempo que escuchan la retahíla de explicaciones que, en cualquiera de sus ocho lenguas, ofrecen los novedosos auriculares. Los mismos turistas que esperan frente a un McDonald’s, pacientemente, la llegada de su turno mientras se entretienen, divertidos, atrapando cualquier suspiro. Allí, turbado por el trajín desmedido, esperaba a que se abriera de par en par el horizonte prometido, bajo un manto de nubes que pululaban diminutas sobre mí, oscurecidas por la tenaz polución y tan emponzoñadas como mi futuro, triste, tal vez agotado sin ninguna idea sobre la que escribir. Seguía deambulando, parándome a contemplar aquellas esculturas de hormigón, rodeado de olivos y cedros, donde se puede apreciar cómo la reina Isabel ofrecía sus joyas al navegante Cristóbal para que éste pudiera costearse el viaje hacia el universo del Nuevo Mundo.
Un subterráneo cruza por debajo de estas vías, donde el Madrid soez y herrumbroso queda soterrado bajo las tinieblas de un puñado de vagabundos desplomados sobre sus ennegrecidas cajas de cartón, paredes regadas de orines y encaladas de grafitos callejeros que los operarios del servicio municipal de limpieza a duras penas lograban combatir. Un lúgubre túnel recuerda en cuestión de segundos el cambio brusco de esta ciudad que pasa, sin sobresaltos aparentes, de las lujosas tiendas de Velázquez a la inmundicia y podredumbre humana que representa aquella casta de apestados, oculta bajo el engranaje hidráulico de modernas escaleras mecánicas. Salí de aquel túnel con aire taciturno de regreso a casa. Tal vez me sintiera más reconfortado entre las paredes de mi habitación, despejando el vaho de una infusión humeante sobre los cristales, aquellos que tantas veces me vieron secar con un pañuelo un mar de lágrimas. Mi mano, yerma, se entretenía dibujando figuras geométricas de forma arbitraria, al mismo tiempo que una ligera brisa del sur, regada por el Manzanares, me envolvía con recuerdos de la infancia, feliz y lejana al mismo tiempo. La habitación, ya en penumbra y regada de sombras, pareciese querer guardar para sí los ahogados gritos de las tuberías. Me encontré solo, aterido, por lo que no pude evitar sentirme invadido por una sensación de tristeza. El ruido que llegaba a la habitación cada vez resultaba más calmo, sosegado, distante... como un rumor de oleaje lejano. Un espeso silencio se apoderó de todo, para entonces, los edificios vecinos, con sus oscuros muros, desvencijados y maltrechos por la intemperie, proyectaban sus sombras meciendo a la ciudad en un profundo letargo, adormecido por los primeros fríos del otoño.
Dos
A la mañana siguiente, reconfortado tras el descanso, decidí salir a desayunar a la cafetería Santander, en la plaza de Alonso Martínez. Ya había estado por allí otras veces tomando el aperitivo. Me gustaba observar a los viandantes a través de sus grandes cristaleras, hediondas a última hora de la tarde muy a pesar de un joven boliviano que se afanaba en abrillantarlas provisto de un batallón de bayetas y cubos. En pocos meses observaría el cambio que experimentaba aquel local, si bien las tapas seguían siendo las mismas y los clientes también, no así el personal del servicio, camareros y cocineros, que formaban un auténtico ejército de inmigrantes, supongo que documentados, que se esforzaban por atendernos esbozando amplias sonrisas. En los días soleados prefería sentarme en la terraza, junto a la plaza de Santa Bárbara, la misma que los domingos por la mañana era tomada por un equipo de tanquetas, sustituyendo los cañones por mangueras de agua a presión, con las que se pretendía desencallar los detritos esparcidos por doquier tras el paso del botellón nocturno.
Allí sentado, solía entretenerme leyendo la prensa que adquiría en un vetusto kiosco, de chapa y ladrillo, abierto desde las primeras luces del alba. Libreta en mano, apuntaba cualquier noticia que pudiera deparar algo digno que contar, buceaba en su interior en busca de misteriosas tramas sobre las que escribir, sintiéndome en ocasiones como un ladrón de tumbas del antiguo Egipto que buscara sus maravillosos tesoros en aquellas cavidades ocultas a los demás.
Nada. No encontraba nada sobre lo que escribir, o mejor dicho, podría hacerlo sobre cualquier tema, pero no me sentía inspirado. Aquella maldita ciudad, tan abigarrada y mundana, me estrujaba hasta dejarme sin aliento. Dejé el periódico sobre la mesa, desilusionado, guardé el bolígrafo y me recosté sobre un ajado butacón que sin duda alguna habría conocido tiempos mejores. Aturdido, vagué en mis recuerdos buscando no sé bien qué. Añoraba mis andanzas en Getaria, años atrás, trasteando por el monte de San Antón, rociadas por la brisa del Cantábrico y degustando aquellas exquisitas setas que nos merendábamos regadas por un porrón de embriagador chacolí. Fueron días divertidos, de pletórica juventud, cuando salir del pueblo para viajar a la ciudad era en sí misma una fascinante aventura con aquellos trenes rebosantes casi al mismo tiempo de equipajes y paisanos, bajo la inquietante mirada de la pareja de la Benemérita que acompañaban en todo el trayecto. Recuerdo como si fuera ayer aquellos sofocantes viajes, con ese olor a tabaco y a sudor rancio que despedían algunos paisanos y que sólo de vez en cuando aligeraba la brisa, fresca y ufana, que se colaba por la hendidura de una ventanilla a medio subir. Una aventura que, al igual que los viejos exploradores