Algunos sucesos que no te había contado aún bastarán para aclararte que tu situación no es excepcional, sino un hecho ciertamente común.
No temo que mi historia pueda influir en tu decisión. Te conozco demasiado bien. Sé que perseverarás, que alcanzarás tu objetivo, a pesar de todo. Eres como un hombre de hierro: una piedra arrojada a tu cabeza por las bajas pasiones emboscadas en tu camino, lejos de dañar tu noble frente, harán surgir un fuego. Escucha entonces lo que yo he sufrido, y que estos tristes ejemplos de la injusticia de los poderosos te sirvan de lección.
El arzobispo de Salamanca, embajador en Roma, me había encargado un aguamanil de gran tamaño, cuyo trabajo, extremadamente minucioso y delicado, me llevó dos meses. Debido a la utilización de una enorme cantidad de metales preciosos en su composición, me encontraba al borde de la ruina. Su Excelencia no escatimó en elogios sobre la calidad inusual de mi obra. La hizo llevar y estuvo dos largos meses sin hablar del pago, como si se hubiese llevado una simple cacerola o una medalla de Fioretti. La suerte quiso que el recipiente volviera a mis manos para una pequeña reparación. Me negué a arreglarlo.
El maldito prelado, después de haberme injuriado como sólo un cura y un español pueden hacerlo, tuvo la idea de querer obtener de mí un recibo de la suma que aún me debía. Como no soy hombre tan necio como para dejarme caer en semejante trampa, Su Excelencia envió a sus siervos a asaltar mi taller. Yo esperaba esta maniobra, así que cuando toda esa canalla se acercaba a empujar mi puerta, Ascanio, Paolino y yo, armados hasta los dientes, les hicimos un recibimiento tal que, al día siguiente, gracias a mi escopeta y a mi cuchillo, se me pagó lo que se me debía[2].
Más tarde ocurrió algo mucho peor con motivo del célebre botón de la capa del papa, un trabajo maravilloso que no puedo evitar describirte. El diamante más grande lo había situado precisamente en la mitad de la obra y, justo debajo, la figura de Dios Padre en posición sedente, con una actitud tan natural que en absoluto desmerecía respecto a la joya y conformaba con ella una hermosa armonía. Con la mano derecha alzada, impartía su bendición. Dispuse por debajo tres ángeles que lo sostenían en el aire con sus brazos. Uno de ellos, el del medio, lo diseñé en alto relieve, los otros dos, en bajo relieve. Alrededor distribuí unos cuantos angelitos a base de piedras preciosas. Dios portaba un manto que ondulaba, del que salía un gran número de querubines y ornamentos mil de un admirable efecto.
Clemente VII, pleno de entusiasmo cuando lo vio, prometió pagarme cuanto le pidiera. Sin embargo, este compromiso nunca fue más allá y cuando en otra ocasión rechacé el encargo de un cáliz, siempre sin adelantarme dinero, este buen papa montó en cólera como una bestia feroz y me hizo encarcelar durante seis semanas. Eso fue todo lo que obtuve[3]. No llevaba ni un mes en libertad cuando me encontré a Pompeo, ese miserable orfebre tan insolente como para tener envidia de mí y con el cual, durante largo tiempo, tuve no pocos problemas para defender mi pobre vida. Mi desprecio por él era demasiado grande como para sentir odio, pero, debido a mi estado de amargura, el aire de burla que adoptó nada más verme me resultó imposible de soportar. En cuanto hice amago de golpearle en la cara, el miedo le hizo volver la cabeza de tal modo que mi puñalada impactó justo debajo de la oreja. Sólo le apuñalé dos veces porque al primer golpe ya caía muerto al instante. Mi intención no era la de matarlo, pero, en el estado en que me encontraba, uno nunca se detiene a reflexionar sobre las consecuencias de estos golpes. Así pues, después de haber sufrido una infame pena de prisión, heme aquí obligado a darme a la fuga por haber pisoteado un escorpión bajo el impulso de la justa cólera causada por la mala fe y la avaricia de un papa.
Pablo III, que me agobiaba con todo tipo de encargos, no los pagaba mejor que su predecesor. Sólo por querer atribuirme todo tipo de maldades, ideó un plan verdaderamente atroz, digno de él. Los enemigos que yo tenía en gran número en torno a Su Santidad, en una ocasión me acusaron, a instancias de éste, de haber robado joyas a Clemente. Pablo III, que conocía bien la verdad, fingió considerarme culpable y me hizo encerrar en el castillo de Sant’Angelo, la fortaleza que tiempo atrás había yo defendido con bravura, durante el sitio de Roma, bajo las mismas almenas desde las que disparé más cañonazos que todos los artilleros juntos, y desde donde, para regocijo del papa, yo mismo maté al condestable de Borbón. Acababa de escaparme cuando, en la parte exterior de la muralla, quedé suspendido de una cuerda por encima del foso. Me dejé caer y grité a Dios, conocedor de la justicia de mi causa:
—¡Ayúdame, Señor, como yo mismo intento ayudarme!
Dios no me escucha y, al caer, me rompo una pierna. Exhausto, moribundo, cubierto de sangre, consigo arrastrarme con manos y piernas hasta el palacio de mi íntimo amigo, el cardenal Cornaro. Este infame me traiciona y me entrega al papa con la esperanza de obtener de él como recompensa un obispado.
El papa Pablo me condena a muerte. Después, como si se arrepintiera de liberarme así de mi suplicio con demasiada prontitud, me hace encerrar en una mazmorra fétida llena de tarántulas y de insectos venenosos. No es hasta al cabo de seis meses de tortura que, ebrio de vino, durante una noche de orgía, acuerda mi indulto con el embajador francés[4].
Son estos, Alfonso, sufrimientos terribles y persecuciones difíciles de soportar. No pienses que el daño causado en tu amor propio pudiera darte una idea aproximada de ellos. Por otra parte, aunque la injuria dirigida a la obra y al genio de un artista te parece más dolorosa que un ultraje cometido sobre su propia persona, dime si acaso crees que no tuve que padecer este último en la corte de nuestro excelentísimo Gran Duque, con motivo de mi Perseo. Supongo que no habrás olvidado los apodos grotescos que me dedicaba, ni los insolentes sonetos que colgaba cada noche en mi puerta, ni las cábalas mediante las cuales supo persuadir a Côme de que era una locura confiarme una cantidad de metal, porque mi nuevo procedimiento de fundición no habría de tener éxito. Incluso aquí mismo, en esta brillante corte de Francia, donde conseguí hacer fortuna, donde soy poderoso y admirado, debo soportar una batalla constante, si no con mis rivales (están todos fuera de combate), sí en cambio con la favorita del rey, madame d’Étampes, que me odia, aunque ignoro el motivo. Esta perra malvada difama mis obras en cuanto tiene ocasión[5] y busca por todos los medios posibles crearme mala fama a los ojos de Su Majestad. En verdad, comienzo a estar tan cansado de oír sus ladridos en mis talones que, si no fuera porque acabo de comenzar una gran obra con la que espero alcanzar más honores que con todos mis trabajos precedentes, ya me encontraría camino de Italia.
Te digo que he conocido todos los tipos de mal que el destino puede infligir a un artista. Y, sin embargo, sigo vivo. Y tal como esperaba, mi gloria es el tormento de mis enemigos. Ahora puedo enterrarlos con mi desprecio. Esta venganza marcha a paso lento, ciertamente, pero para un hombre inspirado, seguro de sí mismo, paciente y fuerte, es una realidad. Date cuenta, Alfonso, de que he sido insultado más de mil veces, pero no he matado más que a siete u ocho hombres. Sólo de pensar en ellos entro en cólera. La venganza directa y personal es un fruto raro que no todo el mundo puede probar. No he dado su merecido a Clemente VII, ni a Pablo III, ni a Cornaro, ni a Côme, ni a madame d’Étampes, ni a cientos de cobardes poderosos. ¿Cómo, pues, vas a vengarte tú de este mismo Côme, de este Gran Duque, de este ridículo mecenas que no comprende tu música mejor que mi escultura y que con tal bajeza nos ha ofendido a ambos? No pienses, al menos, en matarlo. Sería una insigne locura de indudables consecuencias. Continúa con tu carrera y conviértete en un gran compositor. Que