–Barón, tengo diligencias pendientes en mi capilla –dijo con un nerviosismo inocultable el obispo–. Si a usted no le molesta, debo regresar al convento ahora mismo.
Alejandro de Humboldt volvió a clavar la mirada en el monolito. Lo imaginó manchado de sangre y vísceras, imaginó los corazones arrancados en su honor y el frenesí extático de la ceremonia, pero también pensó en el 13 de agosto de 1521, en las llamas que devoraron todo a su paso, en la jornada de destrucción que sepultó Tenochtitlan, y en las ruinas sobre las que se construyó la colonia… Por alguna razón, ese pasado comenzaba a salir a la superficie. Sintió un estremecimiento: en su largo viaje por las Indias no había encontrado un lugar que se pareciera a ése, tan imponente y frágil a la vez. ¿Cuál sería el futuro de una ciudad que había levantado sus palacios sobre terreno fangoso? Un carraspeo del obispo lo hizo abandonar sus pensamientos.
–Entiendo, monseñor –dijo, intentando sonreír–. Yo mismo lo acompañaré al convento.
Abandonaron la Universidad y pasaron frente a la Plaza Mayor en dirección a San Agustín. Alejandro de Humboldt contempló la estatua ecuestre de Carlos IV, el monarca que generosamente le había otorgado el pasaporte a las Indias para emprender su exploración científica, y pensó en la ironía del incidente que tuvo lugar cuando inauguraron la efigie, días atrás: las correas que la sostenían se rompieron y estuvo cerca de aplastarlos a él y a su amigo Manuel Tolsá. ¡Cuán poético hubiera sido aquel final para ambos! Dejaron atrás el Parián, ese mercado que robaba la mitad del espacio a la plaza y que, en su opinión, impedía que fuera una de las más grandes y bellas del mundo, y enfilaron hacia el convento, pasando de largo por la casona de dos pisos que Alejandro había escogido para vivir en la Nueva España.
–No es bueno remover en los escombros, Barón –le dijo el obispo rompiendo el silencio–. Cuando la estatua fue encontrada hace trece años, durante los trabajos de remodelación de la Plaza Mayor ordenados por el virrey Revillagigedo, se tomó la decisión de colocarla en el patio de la Universidad, pero los indios acudieron a venerarla. No bastó con prohibirles la entrada al recinto: los gentiles comenzaron a depositar siniestras ofrendas afuera de la Universidad. No hubo más remedio que enterrarla de nuevo.
–Los indios buscan algo que los conecte con su pasado –dijo Alejandro de Humboldt, pensativo.
–Es una cuestión más complicada, Barón. Por estos rumbos comienzan a soplar malsanos aires de independencia, y sin duda esa diabólica escultura tiene que ver con ello. Si accedí a intervenir en su exhumación, fue por la amistad que nos une.
Llegaron frente al convento de San Agustín. Era uno de los más grandes que Alejandro de Humboldt había visto en ambos lados del océano.
–Entiendo la preocupación, monseñor. En Popayán vi destrozar un ídolo en la plaza porque “aullaba en las tormentas”. Si algo me queda claro de mis expediciones recientes es que las viejas supersticiones son difíciles de erradicar. Pero mire su convento, y los edificios que nos rodean. Han construido una ciudad donde abundan los palacios. Tiene la elegancia y la uniformidad de Milán, París o Berlín. Sus calles están más limpias que en la mayoría de las ciudades europeas y la iluminación nocturna es hermosa.
–Sin duda. Pero por más que queramos, no podemos olvidar que debajo de nuestros templos, palacios e instituciones, hay una serie de piedras que dan testimonio del pasado bárbaro y sanguinario de esta ciudad. En mi opinión, no les arrojamos suficiente tierra encima.
Los hombres se despidieron y Alejandro de Humboldt decidió regresar a la Universidad para mirar otra vez la escultura. Las nubes estaban cargadas de electricidad, y le recordaron sus experimentos con anguilas a orillas del Orinoco. La manera en que los nativos habían utilizado caballos para cazarlas, obligándolos a meterse en el agua para que las anguilas soltaran sus descargas y posteriormente pudieran atraparlas ya debilitadas, aún a costa de que se ahogara más de algún equino, era una de las cosas más extrañas que había atestiguado en las Indias. Sin embargo, su encuentro con aquella piedra –que según el erudito don Antonio de León y Gama, a quien había leído con atención, representaba a la diosa Teoyaomiqui–, superaba esa experiencia. Había leído también las crónicas de Cortés y de Bernal Díaz del Castillo, pero nunca imaginó la sacudida que le causaría mirar con sus propios ojos el pasado mexicano. Y eso no lo había querido admitir ante monseñor Marín. Las anguilas eléctricas del Orinoco causaban ampollas en la piel, pero la escultura enterrada en el patio de la Universidad provocaba un efecto más difícil de asimilar: su grandeza encogía el alma.
Por el camino se encontró con una gran cantidad de indios desnudos o cubiertos con harapos, algo que no ocurría en Lima o Santa Fe. No, al menos, en la proporción que se veía en las calles de la capital de la Nueva España. Tenía entendido que desde los tiempos de Moctezuma existía ya una multitud de desgraciados sin propiedad. “¿Acaso hay que asombrarse de que después no hayan podido adquirirla?”, meditó.
Al llegar a la Plaza Mayor, Alejandro de Humboldt dirigió sus pasos por un costado del Parián hacia la Catedral: ahí, empotrado en uno de sus costados, estaba otro de los monolitos encontrados durante la remodelación de 1790: el almanaque que daba fe de los conocimientos astronómicos de los antiguos mexicanos. Aquél era motivo de interés para la corona española, porque demostraba a sus enemigos que había conquistado a un pueblo desarrollado. La otra piedra monstruosa, en cambio, ya había sido enterrada dos veces: la primera por los españoles, la segunda por los trabajadores de la Universidad. Alejandro de Humboldt pensó en los temores de monseñor Marín, y en la peligrosa labor de mantener una colonia como aquélla, principalmente porque no era fácil comprender sobre qué fuerzas reposaban sus cimientos… Pasó de nuevo frente a la escultura de Carlos IV. Recordó que una de las patas del caballo pisaba un carcaj, en burda referencia a la dominación española. Evocó entonces la penetrante mirada del indio que dejó la vela en la Universidad, y se preguntó si la colonia y la estatua perdurarían.
Cuando cruzó la puerta de la Universidad, se llevó una sorpresa: el monolito había sido enterrado de nuevo. Nadie se veía alrededor, como si en el fondo de sus corazones los frailes y los trabajadores de la Real y Pontificia reconocieran la vergüenza de su acto. En ese momento, una serie de relámpagos rasgaron el cielo y un aguacero comenzó a caer en el patio de la Universidad, convirtiendo en lodo el promontorio bajo el que se encontraba la estatua. Alejandro de Humboldt sintió la energía poderosa que emanaba de aquel lugar y se apresuró a abandonarlo, invadido por el desasosiego. Creyó escuchar un aullido que se elevaba desde las profundidades hasta el cielo y supo que los antiguos dioses no podrían permanecer mucho tiempo más ocultos.
DIOSA SANGRIENTA EMERGE DEL SUBSUELO
Semanario Sensacional, lunes 27 de octubre de 2006
Extracto de nota
Arqueólogos del Instituto Nacional de Antropología e Historia dieron a conocer el hallazgo de un monolito prehispánico gigante –correspondiente a la diosa Tlaltecuhtli– en las inmediaciones del predio conocido como la Casa de las Ajaracas, en el Centro Histórico de la Ciudad de México.
El descubrimiento ocurrió el 2 de octubre pasado, en la esquina de las calles de Argentina y Guatemala, y fue realizado por miembros del Programa de Arqueología Urbana (PAU), quienes desde principios de los años noventa vienen haciendo una labor de rescate en los alrededores del Templo Mayor.
Esta escultura monumental mexica es la más grande extraída hasta ahora del subsuelo; su volumen es mayor al de la Coyolxauhqui y al del emblemático Calendario Azteca o Piedra de Sol, y es un claro ejemplo de los tesoros arqueológicos que permanecen enterrados en lo que fue el recinto ceremonial de los aztecas.
La diosa Tlaltecuhtli representaba a la Tierra y a la muerte, era progenitora y a la