Martin se dirijió á la casa del Oidor.
Enfrente vió á Teodoro, como un centinela de mármol negro, y pasó casi rozándolo.
—¿Ahí está?—dijo al pasar junto al negro.
—Sí—contestó Teodoro.
Martin entró á la casa, y encontró al Oidor, paseándose en uno de los largos corredores.
—Buenas tardes dé Dios á usía—dijo Martin.
—Así se las dé al señor Bachiller—contestó el Oidor.—¿Qué vientos os traen por aquí á esta hora? ¿El señor Arzobispo ha vuelto ya de palacio?
—Aun no estaba de vuelta su Ilustrísima, cuando he salido yo, pero urjíame ver á usía y hablarle á solas.
—Pues entrad, que aquí podeis estar á vuestro sabor.
El Oidor introdujo al Bachiller á una especie de despacho.
Aunque entónces los libros eran escasos entre la misma jente que por su profesion necesitaba de ellos, se encontraba allí algo que podia llamarse una biblioteca, y que en aquellos tiempos representaba un valor enorme.
Serian dos mil volúmenes, casi todos forrados de pergamino, y colocados en estantes de caoba con alambrados, pareciendo mas bien jaulas de pájaros ó ratoneras, que estantería para libros.
Una gran mesa cubierta de bayeta verde con libros, espedientes y papeles, un inmenso tintero de plata con una verdadera corona de plumas, y un Cristo, con dos candeleros de plata á los lados.
En toda la estancia, repartidos sin órden ninguno, grandes sitiales de madera de roble con asientos y respaldos de baqueta, tachonados de clavos de cobre.
Y sin embargo, aquel era un lujosísimo despacho de abogado en aquellos dias.
—Siéntese el señor Bachiller—dijo el Oidor.
—Poco tiempo tengo ya de que disponer—contestó Martin—que vengo solo á decir á vuestra señoría, que le manda avisar mi señora Doña Beatriz, que sabe de un concierto para asesinar esta noche á usía.
A pesar de su valor y sangre fría, el Oidor se puso mas pálido de lo que habitualmente estaba.
—Para que usía no dude,—agregó el Bachiller,—Doña Beatriz le envía esta sortija como seña.
El Oidor tomó la sortija.
—Suya, en efecto es,—dijo—ni cómo dudar de lo que vos dijeseis.
Martin hizo una caravana.
—¿Y no agrega nada mas, mi señora Doña Beatriz?
—Nada, sino que por su amor se guarde usía, que es una cosa que sabe á ciencia cierta.
—Gracias.
—Pues he cumplido mi comision me retiro, que voy á procurar, en esta misma noche, poner en claro quién y cómo atenta contra vuestra señoría.
—Quizá no consigais nada, y sea inútil pues yo me figuro ya, que mano anda en todo esto.
—Sin embargo, suplico á usía que me permita.
—Haced lo que os plazca.
—¿Supongo que usía no saldrá esta noche?
—¿Por qué no? dentro de una hora iré á verme con el señor Arzobispo.
—Pues tome usía sus precauciones.
—Nada temais señor Bachiller, id con confianza, que Dios protejerá su causa.
El Bachiller salió, Teodoro estaba en su mismo punto.
—Va á salir, cuidado—dijo Martin.
—Yo cuidaré—contestó Teodoro.
Y Martin se dirigió al tianguis de Juan Velazquez, en busca del ahuizote, y de la casa de la Sarmiento.
Martin era un perdido, un truhan, hipócrita en presencia del Arzobispo, en cuya casa habia entrado en la clase de familiar hacia ya tres años, estaba en relacion con la peor canalla de la ciudad, muy jóven, muy valiente, con una gran inteligencia pero lleno de vicios. Martin de Villavicencio Salazar, álias Garatuza, como le decian sus compañeros debia figurar, y figuró como una notabilidad por sus crímenes en el siglo diez y siete.
Pero en medio de todo, era un tipo de lealtad, y de abnegacion para sus amigos, y para él, el Oidor era uno de ellos, cualquier sacrificio estaba dispuesto á hacer en servicio suyo, porque Martin era hombre de corazon.
VIII.
En donde el lector conocerá á la Sarmiento, y le hará una visita en su casa.
POR el lugar en donde ahora existe el Paseo de la Alameda, hubo en aquellos tiempos una especie de mercado miserable, y solo frecuentado por los indios, en un terreno invadido continuamente por las aguas de la laguna.
Se llamaba primero el tianguis de Juan Velazquez, y luego de San Hipólito, y estaba ya fuera de la traza.
Como quizá alguno de nuestros lectores, no sepan lo que era la traza, procuraremos darles de ella una idea.
Despues de la rendicion de México, la ciudad quedó casi reducida á escombros. Hernan Cortés trató de su reedificacion autorizado por el Emperador Cárlos V, y comenzó por señalar el terreno que en ella debian ocupar las casas de los conquistadores, y el que debia ser para los conquistados.
Los españoles ocuparon el centro de la ciudad, y la línea que marcaba esta parte privilegiada, que era un gran cuadro separado de los demás, por una inmensa acequia, fué lo que se llamó la traza.
Dentro de la traza no podian vivir sino los españoles, ó algunos de los vencidos que fueran de una muy elevada categoría, como el desgraciado Guatimoctzin, último Emperador azteca.
Una parte del terreno que fuera de la traza ocupaba el mercado de San Hipólito, fué convertida en paseo, veinticuatro años antes de la época de nuestra historia; es decir, en 1592 por el virey D. Luis de Velasco, segundo, en la segunda vez que ocupó el vireinato. Se sembró de álamos y se cercó.
Esto no era sino una parte de lo que se llama hoy la Alameda.
Martin atravesó la acequia de la traza, por el Puente de San Francisco, y siguió hasta pasar el tianguis en el lado opuesto al que ocupaba el paseo de Don Luis de Velasco.
Vivia por allí en una miserable casita de adoves, compuesta de tres piezas con un corralon á la espalda, una vieja que tenia fama de hechicera, y que le decian la Sarmiento.
Las tres piezas de la casa eran una sala, una recámara y una cocina, casi desprovistas de muebles.
A pesar de la mala nota de la Sarmiento, nada habia allí que pudiera despertar la vigilante susceptibilidad del Santo Oficio.
La Sarmiento no tenia en su compañía, mas que dos hermanos, un varon de treinta años y una muger de veinte, ambos sordo-mudos; el hombre se llamaba Anselmo, y la muchacha María.
La Sarmiento habia traido consigo estas dos personas en un viaje que hizo á Valladolid, como se llamaba entonces Morelia, y contaba que por caridad las habia recogido.
Anselmo era sombrío, María alegre, bonita y graciosa. La Sarmiento se entendia con ellos perfectamente, y en el mayor silencio sostenian entre los tres una de las mas animadas conversaciones.
Anselmo y María en las noches, que estaban generalmente reunidos, solian enojarse y las señas degeneraban en horribles insultos. La Sarmiento, tranquilamente para cortar la cuestion sin tener que reñirles, apagaba