En el piso principal de la misma casa del estanco vivía un editor, quien, por ser pequeña su habitación, tenía arrendado en la planta baja un cuarto, convertido en almacén de las obras que administraba. Cristeta escogía cuidadosamente los puros que el editor fumaba, daba a sus dependientes las cajetillas más gruesas, y, a cambio de esta amabilidad, ellos le prestaban cuantos libros pedía. Además, el cuarto—almacén tenía la entrada por un patio, que era de los estanqueros, y éstos cuidaban de que sólo entrasen allí los dependientes del editor, con lo cual él, seguro de robos, pagaba la custodia con billetes de favor para los teatros, a que de ese modo asistía Cristeta gratis y a menudo.
Por último, los dependientes, que frecuentaban el estanco, habían puesto a Cristeta al corriente de quiénes eran los autores de las más de las obras que tenía leídas: así que la chica, merced a lo céntrico del sitio y a la mucha gente que allí entraba, llegó a conocer de vista y por sus nombres a casi todos los actores y poetas dramáticos y cómicos de Madrid.
Entre semejantes lecturas y el roce de tales parroquianos, Cristeta fue cobrando desmesurada afición al teatro. Aquella mujercita sería, hasta parecer esquiva con la generalidad de los compradores, reservaba las sonrisas y el agrado para los escritores y cómicos, a quienes en el fondo de su imaginación no veía según la realidad, sino que pensaba en ellos como en seres superiores, de cuyos cerebros surgían y en cuyos labios tomaban vida todos los lances, intrigas, amores y aventuras que le encantaban el ánimo.
Su fantasía transfiguraba y ennoblecía a los autores de los versos que se sabía de memoria. En vano le decían, por ejemplo, mostrándole un poeta sucio, grosero y malhablado: «Ése es quien ha escrito La vida por el amor». Ella en seguida le confundía con su obra, le limpiaba con la poesía de sus propias frases, acabando por figurárselo y verlo, no tal cual era, sino ennoblecido, pulcro y elegante. Venía al estanco un comicastro, injerto en payaso, rodeado de amigos tabernarios; pedía entre ternos y tacos una cajetilla de las más baratas, pagaba mostrando puercas las manos, sebosa la ropa, y apenas Cristeta le servía y veía marchar, ya no era su figura real la que conservaba en la imaginación, sino la de algún apuesto y enamorado caballero que le vio representar en las tablas.
Pero estas pequeñas emociones nada eran ni valían comparadas con su alegría cuando el editor, por tener propicios a los estanqueros, les enviaba un par de butacas de tifus en las últimas filas de cualquier teatro que andaba mal. Entonces Cristeta se vestía y emperejilaba, cepillaba cuidadosamente a su tío la americana o ayudaba a su tía a ponerse la mantilla, y con el que había de acompañarla partía gozosa, siendo completa su satisfacción la noche que, durante algún entreacto, la saludaba familiarmente cualquier poeta ramplón o se le acercaba un actor, por malo que fuese, a echarle cuatro requiebros.
En medio del contento que Cristeta experimentaba viendo así halagados sus gustos, aún le quedaba una gran curiosidad por satisfacer. Conocía a muchos actores y poetas, músicos y danzantes, pero nunca había hablado con una cómica, dama joven o graciosa, ni siquiera característica, a quienes ella se fingía poco menos que como criaturas extraordinarias, completamente felices, que no tenían tiempo de sufrir ni padecer, perpetuamente ocupadas en ser grandes señoras, reinas y hasta diosas, cuya misión única en el mundo consistía en escuchar frases bonitas y estar preparadas para raptos de esos que, según los casos, terminan en muerte violenta, o boda y perdón de padre bondadoso.
Para Cristeta una actriz era una mujer que nunca deja de tener a sus pies un hombre arrodillado, y en su camarín un mueble lleno de doblas con que pagar albricias por los mensajes de amor. Ignoraba que muchas veces la que en las tablas hace de princesa es en su casa criada de sí misma. Por fin llegó un día en que vio de cerca a una cómica, y no de las que andan de pueblo en pueblo trabajando a partido, sino de las que triunfan en Madrid y pagan a su modista cuentas que importan miles de pesetas.
Había entrado un poeta en el estanco, le vio la comedianta, que en aquel momento pasaba por la calle, y, deseando hacerle algunas preguntas, entró tras él. La conversación que sostuvieron fue larga, y mientras duró pudo Cristeta contemplar a su sabor la elegantísima figura de aquella mujer a quien tantas veces había visto en la escena. Llevaba un primoroso traje negro con lunares blancos, el cuerpo del vestido cortado con tal arte que, sin formar la más leve arruga, dibujaba un busto de hermosas líneas; iba coquetamente calzada y sobre sus guantes grises, muy altos, brillaban tres o cuatro aros de plata y de oro. El sombrero era de ala ancha y estaba guarnecido con una pluma grande y rizada. Sus ademanes eran vivos, se movía mucho y jugueteaba rápidamente con el mango de la sombrilla; su voz, aunque dulce, denotaba carácter hecho a dominar y vencer.
Cristeta, mirándola y remirándola, se anegaba en la admiración que sentía: hasta llegó a forjarse la ilusión de ser ella misma la que tenía delante de los ojos, antojándosele ser ella la cómica y ésta la estanquera; y que después, en vez de continuar allí vendiendo sellos y pitillos, podría irse a representar comedias por la noche y observar desde la escena cómo la miraban los hombres y la envidiaban las mujeres... Luego caería a sus pies una lluvia de ramos, y por el pasillo central de las butacas entrarían los acomodadores cargados con canastillas de flores y chucherías de regalo... Durante unos instantes soñó despierta, y hasta el ruido confuso de la cercana calle le pareció rumor de aplausos.
Al marcharse la cómica, el poeta dijo a Cristeta que aquella mujer ganaba una onza de oro diaria; pero la estanquerita no dio señal de envidioso asombro ni de cosa que denotase codicia. No; lo que le parecía realmente envidiable era el constante triunfar, el bien vestir, el hablar y oír cosas bonitas, el vivir, aunque fuese con existencia fingida, en un mundo más poético y extraordinario que el de la realidad.
Cuando Cristeta cumplió los dieciocho años, ya estaban en ella perfectamente desarrolladas la hermosura y la afición al teatro. Respecto a la primera, su belleza era indiscutible; y en cuanto a la segunda, que tanto había de influir en su vida, aquellas lecturas dramáticas y diálogos con poetas y cómicos, tanto ir a ver comedias y admirar a las actrices, concluyeron por entusiasmarla y sorberla el seso en tal grado que, aun sin atreverse todavía a comunicárselo a sus tíos, formó propósito de dedicarse a la escena.
La casualidad o la Providencia, que acaso sean hermanas según la semejanza de sus obras, vino al poco tiempo en ayuda de Cristeta.
Una mañana, mientras se peinaba, comenzó a cantar coplas de cierta zarzuela que a la sazón estaba en moda. Era verano y los balcones de la vecindad que daban al patio aparecían entornados. De repente, sin que ella lo advirtiera, se asomó a uno de ellos el editor, acompañado de otro caballero, y, suspendiendo ambos la conversación, escucharon a Cristeta, que siguió cantando con agradables modulaciones, ajena de toda pretensión vanidosa, como pájaro incapaz de sospechar que nadie se detenga a oírle. Su acento era gracioso y picaresco; su voz escasa, pero argentina, juvenil, y no viciada por los esfuerzos ni la mala enseñanza. No era voz potente ni de gran extensión, pero sí dulcísima, alegre y fresca, como debieron de ser las de aquellas ninfas que en la antigüedad jugueteaban llamando a su compañera Eco, corriendo y ocultándose tras los troncos de los bosques sagrados.
—¿Oye usted eso?—preguntó al editor su amigo.
—Sí; es la chiquilla de los estanqueros.
—¿Bonita?
—Un primor.
—¿Se convence usted—añadió el caballero—de que si uno se propusiera buscarlas, encontraría mujeres para el teatro?
—Hombre, no sea usted niño. Desde que no sé quién encontró un tenor en una herrería, todo el mundo se maravilla de cualquier voz que escucha en cualquier parte. Pero, en fin, si quiere usted hacerle proposiciones... Yo le ayudaré a usted. Me consta que la muchacha tiene la querencia de las tablas; vamos, que se pirra por el teatro.
Poco después Cristeta, que sin saberlo acababa de probarse la voz, calló, concluyendo de peinarse con su acostumbrada gracia; hecho lo cual salió al estanco y comenzó a vender.
Aquella misma noche,