Ha visto alacranes de alambre en las construcciones. Los albañiles se entretienen haciendo la forma: el par de apéndices, la pinza. Recuerda a uno regodearse, con un gesto de éxtasis, en la cola acabada en aguijón. Suelen hablar de picaduras mortales y de organismos resistentes al veneno.
—Las pieles correosas aguantan todo, compadre —así los escuchó decir.
—La de esta mocosa es prieta, pero de papel: esas no sirven para nada. Cuando crecen, se deshacen en pellejos.
La asustaban con eso. Y con más cosas que ha olvidado.
Todos los albañiles son compadres. La familiaridad entre ellos no se parece a ninguna otra. Conoció a varios, cuando Flora se desquiciaba por la pasividad de Estrada y tenía que pedir ayuda en otros lados. Tuvo que pagar para que los hombres levantaran la barda del patio y otro baño. En este último se llevaron meses y nunca lo terminaron. Los albañiles son perversos: hacían alacranes y los dejaban sueltos para provocar sustos en la gente que entonces pululaba por la casa: Gloria entre ellos.
Pasa y repasa el alacrán por su mano en lo que vira con la intención de retomar la carretera. Va y viene el tráfico con fluidez. Fugaces luces la entretienen un rato en lo que se integra. Aprieta al alacrán contra su palma.
—Manejar con una sola mano es otra de tus imprudencias, mamá —le ha dicho Victorio.
—Ya no me señales tanto mis defectos, ¿nada bueno tengo?
—¿Como qué?
Clava las pinzas y el alambre suelto en su piel. Le gusta el dolor suave, esa punzada que se expande en círculos. La hace sentirse viva. Que algo es. Aprieta al animal el resto del camino. De haber sido de verdad, le habría clavado su ponzoña y ya le estaría entumeciendo la mano, luego el brazo. Tal vez ni alcanza a llegar a su destino, al retorno de su vida, el que presiente destinado a ser el final del túnel.
Se imagina, mientras presiona al insecto, al arácnido como le corrigió Estrada, detenida a la orilla del camino, paralizada de piernas y brazos, con apenas un hilo de voz, respondiendo a las preguntas de los bienintencionados conductores que se detienen a ayudar a una buena mujer que sucumbe, a cada instante, al ataque de un alacrán. Le gusta la imagen. La complementa. Entre los samaritanos, está Flora de falda larga y un sombrero de paja. Parece campesina. Trae el mandil puesto, sin color, casi transparente. Le chupa la mano, succiona, sorbe el veneno, lo escupe. Después le dice que es una mierda, ella, que Gloria es una mierda, lo repite, lo grita para que escuchen, se marcha. Todos miran la falda que se agita, las piernas blancas y ruidosas alejarse. Y Gloria más aprieta, excitada por ser el foco de atención, el centro de las acciones emergentes hacia el punto fugaz: la muerte.
Una vez, sus tíos y ella, cuando muy chica, visitaron un pueblo de mineros. El cobre era el mineral y los alacranes de alambre, una de las artesanías. Desde entonces le gustó apachurrarlos, hacer como que los mataba y salvaba al mundo con este gesto. Una dualidad sensorial entre la certeza de estarlos destrozando y que sus filos lastimaran su piel sin mayores consecuencias. Dañar y que le hicieran daño.
El portón blanco oxidado, el de siempre, el de Las Albercas de aquellos días con la Niña en su trajecito de baño, de piernas gordas, con Estrada joven, de bigote azabache, de cigarro en el hocico y manazas de acero. De aquellas tardes con Gloria y los zapatos siempre apretados o demasiado grandes, pero nunca al tamaño. De aquellas vidas torcidas y retorcidas, como el alacrán aplastado en su mano.
Igual que con los vendedores de membrillos, podría jurar que el vigilante es el mismo aquel de uniforme blanco con escudo, pelo de cepillo, el que decía buenas tardes sin dejar de atusarse la barba. Solo que viejo, de mirada harta, fastidiada. Le alcanza un gafete de plástico. El hombre al que la Niña pedía, con sílabas rotas, vacilantes, dulces de tamarindo cuando entraban y cuando salían.
Las Albercas sigue siendo tierra de insectos. Abundan grillos, ciempiés, escarabajos, arañas, y especies raras de las que olvida los nombres. Victorio le ayudó a investigar algo de ese sitio varado en la nada. A medida que se acerca, el mapa en su cerebro toma forma. Todavía un fulgor queda de ese mundo, ahora desdibujado, fantasmal, con las marcas del abandono. El paraíso de la Niña, con la bendición de su mamá, cuidándola ella y Estrada de que no se fuera a raspar o le diera mucho el sol porque siempre fue de piel fina como los pétalos de las margaritas.
Emprende de memoria el camino ascendente. Es extraño, pero se siente en casa. A lo lejos, un rebaño de vacas; contra su costumbre mira al cielo y reconoce el destellante azul de los mejores días. Una bandada de tordos ilumina el paisaje. Eso la pone bien: mirar lo imposible, lo que no puede tocar por más que lo intente. Le gustan los paisajes. Por eso le encanta pensar en las noches de cielo estrellado. Está segura de que hay momentos en la vida de la gente que son indelebles: no hay manera de borrarlos. Quiere que el universo le conceda la gracia de morir pensando en Orión, en su cuerpo acostado en la hierba. Se lo ha pedido. Ha rogado en silencio, con fuertes intenciones de que se le cumpla el deseo: morir con ese cielo enorme a la vista, devorándola en el último segundo. Le parece tan bello, tan perfecto morir así. Solo ella y el firmamento. Sin Estrada. Sin la Niña. A ellos ya los tuvo bastante en vida.
El terreno empedrado la obliga a ir despacio. De un lado y del otro: una casa abandonada, el muro de un lote a medio construir, el toldo carcomido de la tienda de los dulces con chicle adentro, los asadores de cemento casi derruidos, las pajareras, la cancha de futbol cubierta de maleza.
Le cae de golpe el paso desaforado del tiempo. Ya no se siente bien. Le entra apuración por la llegada. ¿Qué va a decirle a la Niña? Putea contra los años que han pasado sin verla, tantos que ha perdido la cuenta. Cabrona vida que los ha vuelto viejos, que les arrancó a la Niña justamente cuando más la querían, tiempo de mierda que ahora la pone en el filo de la navaja de su desprecio, manejando hacia ella y hacia Estrada, una vez en la vida puerca y más que puerca, con la vergüenza a flor de piel y el esqueleto tenso de los nervios.
Tiene la tentación de regresarse, de echar a andar en sentido contrario hacia Victorio. Aunque la regañe. Pero no puede. Viene por Estrada. Tiene que llevárselo sano. Dar las gracias a la Niña por haberlo atendido con lo de la enfermedad. Por haberle prestado dinero para los medicamentos. Por salvarlos. Otra vez.
Las imágenes se le cruzan en la mente, se empalman. Por esas calles llevaban a la Niña en medio de los dos en el autobús: siempre iba contenta, con la cara colorada y canturreando una canción que ha olvidado. Algo decía de la Niña linda, de los pies de azúcar, manos de turrón. Al divisar Las Albercas, se le iluminaban los ojos: la Niña jugando, atascándose de tierra hasta en el pelo que después habría que desenmarañar para regresarla a casa impecable. Estrada en un camastro, con pantalones cortos, las piernas cruzadas, y la uña siempre enferma del pie derecho. La Niña en su traje de baño, calándole siempre en la entrepierna porque hacía calor: las niñas sudan de allí cuando les pega el sol. Las marcas rojas en su piel de niña gorda. Los zarpazos del sol sobre su cuerpo tierno, recién abierto como una flor al gusto por el agua y los juegos.
2323
El número, insertado entre dos ladrillos desde entonces, la regresa al presente: ella montada en la pick up de Victorio, silenciando el motor con un giro de llaves, Estrada enfermo, la Niña grande, Las Albercas que ya no se parece a lo que era. El ruido de chavalos enfebrecidos detrás de esa barda.
Baja de la camioneta. Sin pensarlo, golpea el portón de lámina con la aldaba de león. Los ladridos retumban. La tierra infértil de la zona se cimbra. A la Niña le gustaba hacerlo; azotar las fauces una y otra vez, escandalizar a la cuidadora,