Ramón Pérez de Ayala
Belarmino y Apolonio
Publicado por Good Press, 2019
EAN 4057664161253
Índice
PRÓLOGO
EL FILÓSOFO DE LA CASAS DE HUÉSPEDES
Don Amaranto de Fraile, a quien conocí hace muchos años en una casa de huéspedes, era, sin duda, un hombre fuera de lo común, no menos por la traza corporal cuanto por su inteligencia, carácter y costumbres. Algún día quizá se me ocurra referir por lo menudo lo que hube de averiguar de su vida, y sobre todo recoger por curiosidad sus doctrinas, opiniones, aforismos y paradojas; de donde pudiera resultar un libro que si no emula las Memorabilia en que Xenofonte dejó reverente y filial recuerdo de su maestro Sócrates, será de seguro porque ando yo tan lejos de Xenofonte como don Amaranto se aproximaba, tal cual vez, a Sócrates: un Sócrates de tres pesetas, con principio. Pero todo esto no conviene ahora a mi propósito.
Cuando yo le conocí pasaba ya de los sesenta este varón extraordinario. Había vivido veinte años en la misma casa de huéspedes, aquella en donde yo di con él, y otros veinticinco en otras muchas casas de huéspedes. Es decir, que se había pasado la vida en casas de huéspedes. La tal casa, en donde al Destino plugo juntarnos pasajeramente, era repugnante de todo punto. Pasé allí sólo dos meses, y eso porque la simpatía y deleitoso magisterio de don Amaranto me persuadieron a dilatar mi estada. Su irónica pedantería y pintoresca erudición me encantaban; pero lo que más me movía a venerar a don Amaranto era el hecho de que hubiera permanecido tantos años en semejante alojamiento, soportando como si tal cosa, sin perder de romana en lo físico ni la ecuanimidad interior, privaciones, entrometimientos, escándalos, desaliños, ponzoñas; en suma, un trato miserable y homicida. Y es que había profesado pertenecer a las casas de huéspedes, como a una orden religiosa, y hecho voto de pupilaje perpetuo. Él mismo me lo declaró un día, de sobremesa. Digo de sobremesa, que no de sobrecomida. Un detalle de las sobremesas de aquella casa, es que no había palillos de dientes; no por razones de economía, ni menos por escrúpulos de aseo y urbanidad, como es uso entre anglosajones, los cuales consideran el acto de mondar las rendijas de la dentadura como una necesidad de orden vergonzoso y clandestino, sino porque no había ocasión, y por ende los palillos holgaban. Condumios y viandas eran los primeros harto flúidos y las otras de estructura demasiado coherente y compacta para la herramienta dental humana, de manera que no permanecía residuo alguno entre los dientes.
—En el Ática—me dijo aquel día de sobremesa don Amaranto, ostentando didácticamente un tenedor de peltre, al modo de férula—se iba a buscar la sabiduría al mercado o bajo el pórtico de Júpiter Liberador, donde Sócrates, con palabra ligera y gesto sonriente, parteaba, como avezada comadrona, el alumbramiento de las ideas; al huerto umbrátil de Academo, donde Platón, de hombros anchos y labios melifluos, empollaba en las almas jóvenes los alados anhelos con que volasen de lo sensible a lo absoluto; en el Liceo, donde el seco Estagirita desmontaba en piezas la máquina del mundo, y mostraba sus relaciones, ensambladuras y modo de funcionar. En la Edad Media, los silos del saber de entonces y de lo poco que de la antigüedad aún quedaba fueron los monasterios. Luego, la ciencia se acogió a las universidades. En nuestros días, la mejor universidad, el verdadero convento, el más cumplido liceo, el más poblado huerto de Academo, y el más genuino trasunto del pórtico de Júpiter Liberador y del clásico mercado, todo esto es, amigo mío, la casa de huéspedes española, señaladamente la madrileña. La Naturaleza es un libro, ciertamente; pero es un libro hermético. La casa de huéspedes es un libro abierto. No se necesita sino saber leer, que es bien poca cosa. Ahora, que para morar de por vida en casas de huéspedes, como para profesar en una orden religiosa, necesítase asimismo una cualidad rara, aunque no tan rara entre españoles: vocación ascética. En las casas de huéspedes no cabe dar pábulo ni satisfacción a ningún linaje de voluptuosidad o apetencia de la carne mortal. El español tiene la piel tan recia, las entrañas tan enjutas y los sentidos tan mansuetos, que es ya asceta innato y por predestinación; ninguna aspereza le mortifica y apenas si hay placer sensual que apetezca, como no sea el genésico, y ése en su forma más simple y plena, el cual así considerado, aunque el vulgo ibérico lo denomine amor, y hasta el gran Lope de Vega escribió que no hay otro amor que éste que por voluntad de natura se sacia con el ayuntamiento de los que se desean, no es sino instinto y servidumbre, común a hombres y bestias, con que cumplimos en la propagación de la especie; en tanto el hombre, en sus placeres exclusivos, selecciona por discernimiento, que no por instinto, el objeto o propósito hacia donde se encamina, y perfecciona por educación los medios de alcanzarlo y el arte de gustarlo. Un placer humano, aunque de la más baja jerarquía, es el de la mesa. Los animales comen el alimento en crudo. El hombre hace pasar el alimento por la cocina; lo condimenta, lo sazona, le infunde sabores varios y sutiles. El buey come hierba ahora como en la edad de piedra, y la rumia como entonces, sin haberle añadido complicaciones ni gustos nuevos. En cambio, la ciencia y el arte culinarios son evolutivos y perfectibles; en Maxim, de París, no se come como se comía en las cavernas. Sí, amigo mío; el español es asceta a nativitate. Por eso en España hay incontable número de conventos y casas de huéspedes, en los cuales se perpetúan bodrios y condumios cavernarios, cuando no se apenca con el alimento en crudo. Cierta vez me propuse acometer una investigación científica de sociología comparada, y aun de etnografía, tomando como tema y punto de arranque las casas de huéspedes en España y en las naciones extranjeras. Después de prolijas experiencias y estudios, llegué a este resultado inconcuso: la casa de huéspedes es una institución típicamente española, algo así como la lidia de reses bravas en coso, el cocido y el cultivo de las verrugas pilosas con fines estéticos. Entre el boarding-house inglés, la pension de famille, francesa o suiza, la pensione italiana, la pensionshaus alemana y la casa de huéspedes madrileña, hay tanta semejanza como entre el Támesis, el Sena o el Tíber, de una parte, y de otra el Manzanares; y en este parangón le corresponde el papel de Tíber, Sena o Támesis a la casa de huéspedes, claro está. El boarding-house inglés es un pequeño museo de figuras de cera, un número del Punch, un breve repertorio de caricaturas, ya que los britanos, casi sin excepción, condúcense socialmente con fría y cómica simplicidad y rehuyen efusiones e intimidades. La pensión suiza, una