—Hombre, sí, dila: no nos dejes a media miel.
—Pues se dice por ahí que las tropas de Andalucía se sublevarán, sí, señor, se sublevarán. ¡Pues no han de sublevarse!... Si en cuanto uno dé la voz empieza a desfilar nuestra gente y ni un ranchero español quedará a las órdenes de Murat ni de la Junta.
—Veo que lo van a pasar mal, Santiago. Pero siento golpes en la puerta. Son los vecinos que vienen a saber noticias.... Pase usted, Sr. D. Roque; pasen ustedes, niñas; adelante, Sr. de Cuervatón.
Abrió D.ª Gregoria la puerta, y penetraron en ordenada falange como una docena de personas de uno y otro sexo, y de diferentes edades y fachas, las cuales personas eran los vecinos más adictos al Gran Capitán, y además entusiastas creyentes de sus noticias, por lo cual acudían todas las mañanas cuando aquél regresaba de la oficina, con el anhelo de saciar en la fuente más pura y cristalina la ardorosa curiosidad que entonces devoraba a los habitantes de Madrid. ¿Debo detenerme en enumerar a tan dignas personas? ¿Para qué, si el lector no necesita conocer al lañador, ni al talabartero, ni tampoco a D. Roque, el arruinado comerciante, ni al Sr. de Cuervatón, ni menos a las niñas de la bordadora en fino? Dejémosles envueltos en el velo de su discreto incógnito, y oigamos a Fernández, que desbordándose de su propio ser, a causa de la exorbitante hinchazón de su orgulloso júbilo, iba contando lo que oyera, sin dejar de aderezar sus relatos con la sal y pimienta de la hipérbole.
—Pues en Andalucía—dijo—, en Andalucía..., ya saben ustedes dónde está Andalucía; como si dijéramos en Cádiz..., pues. Dicen que la Junta de Sevilla ha armado un gran ejército con las tropas que estaban en San Roque. ¿Saben ustedes lo que es San Roque? Pues es como si dijéramos...; supongan ustedes que aquí está Gibraltar, pues aquí cerquita está San Roque.
—Este D. Santiago lo sabe todo.
—Ya, como quien ha visto tantas tierras y ha estado en tantas batallas.
—En San Roque están las mejores tropas de España, tanto en infantería como en artillería y caballos; de modo que si se forma ese ejército, y viene sobre Madrid ...¡Jesús!
—¡Jesús!—repitió un coro de diez voces.
—¿Usted cree que vendrá sobre Madrid?—preguntó uno de los concurrentes.
—Eso es lo que no puedo asegurar—repuso con énfasis el Gran Capitán—. Pero a lo que yo entiendo, y según la experiencia que adquirí en aquellas terribles guerras, me atrevo a decir que el ejército de Andalucía viene sobre Madrid, y si hace lo mismo el de D. Gregorio de la Cuesta, juzguen ustedes el susto que pasarán los franceses. Hay que guardar el secreto: mucho cuidado, señores, y ustedes, niñas, guárdense muy bien de ir contando estas cosas cuando vayan a la costura, porque puede llegar a oídos del Gran Duque de Berg.... Yo creo que pasará lo siguiente: el ejército de Andalucía vendrá a la Mancha; los franceses irán a batirlos, dejando libre a Madrid, donde entrará D. Gregorio de la Cuesta, el cual, si sigue después hacia el Mediodía, les picará la retaguardia por Tarancón; y como al mismo tiempo los de allí le harán retroceder hacía el Tajo, viéndose los franceses atacados por un lado y otro, por fuerza tendrán que caer al río, donde se ahogarán.
—¡Cuánto sabe este hombre! Es un asombro que de esa manera pueda anunciar los movimientos del enemigo. Y no hay duda: así tiene que suceder.
—Y como la sublevación es general—añadió Fernández—, no podrán acudir a todos lados. Además, no pueden contar con un solo soldado español que les ayude, porque todos desertan; de modo que si Napoleón quiere continuar la guerra en España, ya puede mandar gente.
—Y como de los que vienen, la mitad mueren de borrachera....
—El mismo Murat está padeciendo unos cólicos, que se lo llevarán al otro mundo.
—¡Quía!, si lo que tiene es una enfermedad vergonzosa.
—Así pagará las que ha hecho. ¿Pues qué puede ser eso sino castigo de Dios por su barbarie y crueldad?
—No es eso, señora; es que, según dicen, es aficionado a la bebida.
—¡Menudas turcas habrá tomado desde que está aquí! ¿Y se marchará, o no se marchará?
—Yo creo que sí—dijo Fernández—. Tengo entendido que está muy disgustado porque Napoleón no le quiere hacer rey de España.
—¡Angelito!, pues no pide poco que digamos.
—Y como parece que mandan de rey al que lo es de Nápoles, un D. José, al cual, según dicen, también le gusta aquello....
—Se conoce que es afición de familia.
—Lo que debiera hacer el Sr. Fernández—dijo el lañador—es irse a cualquiera de esos ejércitos, donde sin duda se había de lucir, y quién sabe si nos le harían general de la noche a la mañana.
—Yo no sirvo para nada—contestó el Gran Capitán—. Yo tuve mi época, y ahora que trabajen otros como trabajamos los de entonces. ¡Aquellas sí que eran guerras, señores! Esto de ahora es una bobada, y si no, ya verán ustedes cómo en menos que canta un gallo se acaba todo.
—Pero lo del ejército de Andalucía, ¿es cierto, o es puro barrunto de usted? Sepámoslo de una vez.
—Es cierto, señores. Me parece que Santiago Fernández tiene motivos para saber lo que hace un ejército y lo que deja de hacer. Cuando empiecen nuestros generales a decir «Por aquí te doy», ya les tendré a ustedes al tanto de todo, día por día.
A este punto llegaba, cuando entró Santorcaz, y no bien le vieron las honradas personas que formaban el auditorio del buen Fernández, empezaron a desfilar de muy mal talante, porque la presencia del citado flamasón era harto desagradable a todos los habitantes de la casa.
—Grandes noticias, grandes noticias traigo, Sr. D. Gonzalo Fernández de Córdova—exclamó desde la puerta—. Aguárdense todos, si quieren saber la verdad pura. ¿Pero se van estas niñas? ¿Por qué me tienen miedo? ¿Y usted, D. Roque, no quiere escuchar?... Vayan noramala, pues, y ustedes se lo pierden, por que no saben lo que ocurre.... La lanza, señor Fernández, tome usted al punto la lanza, y prepárese al combate, porque se acerca lo tremendo, y ahora verá quiénes son buenos patriotas y quiénes no lo son.
—No tomemos a broma estas graves cosas, Sr. D. Luis—dijo algo amoscado el que podremos llamar vencedor de Ceriñola—, ni nos escandalice a la vecindad con sus aspavientos.
—¿A que no sabe usted lo que yo sé?—añadió Santorcaz—. ¿A que no sabe usted que el general Dupont, que estaba en Toledo, ha recibido orden de marchar a Andalucía, y que Moncey sale mañana de aquí para Valencia, y que Lefebvre, que está en Pamplona, irá pronto sobre la capital de Aragón; que Duhesme se extenderá por Cataluña, y que Bessières baja hacia Valladolid a toda prisa con las divisiones de Lasalle y de Merle?
—¡Cómo se conoce que usted escupe en corro con la canalla! ¿Y cómo están sus mercedes del estómago? ¿Se han hecho al fin al vino de España? Y el Gran Duque de Berg, ¿cómo anda de sus calenturas? ¿Hay mieditis? Porque yo tengo para mi que si a esos señores se les caen los calzones es porque, como dijo el otro, al que mal vive, el miedo le sigue. Yo, en verdad, no sabía lo que usted acaba de decir; pero allá en la oficina oí decir otras cosillas que no sé si sonarán bien en las orejas de la canalla. ¿Por qué no va mi Sr. D. Luis a contárselas, a ver si con el gusto se les quita el destemple?
—¿Qué noticias son ésas?
—Nada, poca cosa. Cuando el