Decía esto á sus espaldas, y él no podía explicarse el respeto con que le trataban los otros invitados y la simpática atención con que le oían apenas pronunciaba algunas palabras.
Así conoció á varios diputados y periodistas, amigos del banquero Fontenoy, que eran los convidados más importantes. También conoció al banquero, hombre de mediana edad, completamente afeitado y con la cabeza canosa, que imitaba el aspecto y los gestos de los hombres de negocios norteamericanos.
Robledo, contemplándole, se acordaba de él mismo cuando vivía en Buenos Aires y había de pagar al día siguiente una letra, no teniendo reunida aún la cantidad necesaria. Fontenoy ofrecía la imagen que se forma el vulgo de un hombre de dinero, director de importantes negocios en diversos lugares de la tierra. Todo en su persona parecía respirar seguridad y convicción de la propia fuerza. Pero á veces, como si olvidase el presente inmediato, fruncía el ceño, quedando pensativo y completamente ajeno á cuanto le rodeaba.
—Piensa alguna nueva combinación maravillosa—decía Torrebianca á su amigo—. Es admirable la cabeza de este hombre.
Pero Robledo, sin saber por qué, se acordaba otra vez de sus inquietudes y las de tantos otros allá en Buenos Aires, cuando habían tomado dinero en los Bancos á noventa días vista y era preciso devolverlo á la mañana siguiente.
Una noche, al salir de casa de los Torrebianca, quiso Robledo marchar á pie por la avenida Henri Martin hasta el Trocadero, donde tomaría el Metro. Iba con él uno de los invitados á la comida, personaje equívoco que había ocupado el último asiento en la mesa, y parecía satisfecho de marchar junto á un millonario sudamericano.
Era un protegido de Fontenoy y publicaba un periódico de negocios inspirado por el banquero. Su acidez de parásito necesitaba expansionarse, criticando á todos sus protectores apenas se alejaba de ellos. A los pocos pasos sintió la necesidad de pagar la comida reciente hablando mal de los dueños de la casa. Sabía que Robledo era compañero de estudios del marqués.
—Y á su esposa, ¿la conoce usted también hace mucho tiempo?…
El maligno personaje sonrió al enterarse de que Robledo la había visto por primera vez unas semanas antes.
—¿Rusa?… ¿Cree usted verdaderamente que es rusa?… Eso lo cuenta ella, así como las otras fábulas de su primer marido, Gran Mariscal de la corte, y de toda su noble parentela. Son muchos los que creen que no ha habido jamás tal marido. Yo no me atrevo á decir si es verdad ó mentira; pero puedo afirmar que en casa de esta gran dama rusa nunca he visto á ningún personaje de dicho país.
Hizo una pausa como para tomar fuerzas, y añadió con energía:
—A mí me han dicho gentes de allá, indudablemente bien enteradas, que no es rusa. Eso nadie lo cree. Unos la tienen por rumana y hasta afirman haberla visto de joven en Bucarest; otros aseguran que nació en Italia, de padres polacos. ¡Vaya usted á saber!… ¡Si tuviésemos que averiguar el nacimiento y la historia de todas las personas que conocemos en París y nos invitan á comer!…
Miró de soslayo á Robledo para apreciar su grado de curiosidad y la confianza que podía tener en su discreción.
—El marqués es una excelente persona. Usted debe conocerlo bien. Fontenoy hace justicia á sus méritos y le ha dado un empleo importante para…
Presintió Robledo que iba á oir algo que le sería imposible aceptar en silencio, y como en aquel instante pasaba vacío un automóvil de alquiler, se apresuró á llamar á su conductor. Luego pretextó una ocupación urgente, recordada de pronto, para despedirse del maligno parásito.
Siempre que hablaba á solas con Torrebianca, éste hacía desviar la conversación hacia el asunto principal de sus preocupaciones: el mucho dinero que se necesita para sostener un buen rango social.
—Tú no sabes lo que cuesta una mujer: los vestidos, las joyas; además, el invierno en la Costa Azul, el verano en las playas célebres, el otoño en los balnearios de moda…
Robledo acogía tales lamentaciones con una conmiseración irónica que acababa por irritar á su amigo.
—Como tú no conoces lo que es el amor—dijo Torrebianca una tarde—, puedes prescindir de la mujer y permitirte esa serenidad burlona.
El español palideció, perdiendo inmediatamente su sonrisa. «¿Él no había conocido el amor?» Resucitaron en su memoria, después de esto, los recuerdos de una juventud que Torrebianca sólo había entrevisto de un modo confuso. Una novia le había abandonado tal vez, allá en su país, para casarse con otro. Luego el italiano creyó recordar mejor. La novia había muerto y Robledo juraba, como en las novelas, no casarse… Este hombre corpulento, gastrónomo y burlón llevaba en su interior una tragedia amorosa.
Pero como si Robledo tuviera empeño en evitar que le tomasen por un personaje romántico, se apresuró á decir escépticamente:
—Yo busco á la mujer cuando me hace falta, y luego continúo solo mi camino. ¿Para qué complicar mi existencia con una compañía que no necesito?…
Una noche, al salir los tres de un teatro, Elena mostró deseos de conocer cierto restorán de Montmartre abierto recientemente. Para sus amigos era un lugar mágico, á causa de su decoración persa—estilo Mil y una noches vistas desde Montmartre—y de su iluminación de tubos de mercurio, que daba un tono verdoso á los salones, lo mismo que si estuviesen en el fondo del mar, y una lividez de ahogados á sus parroquianos.
Dos orquestas se reemplazaban incesantemente en la tarea de poblar el aire de disparates rítmicos. Los violines colaboraban con desafinados instrumentos de metal, uniéndose á esta cencerrada bailable un claxon de automóvil y varios artefactos musicales de reciente invención, que imitaban dos tablones que chocan, un fardo arrastrado por el suelo, una piedra sillar que cae…
En un gran óvalo abierto entre las mesas se renovaban incesantemente las parejas de danzarines. Los vestidos y sombreros de las mujeres—espumas de diversos colores en las que flotaban briznas de plata y oro—, así como las masas blancas y negras del indumento masculino, se esparcían en torno á las manchas cuadradas de los manteles.
Con la música estridente de las orquestas venía á juntarse un estrépito de feria. Los que no estaban ocupados en bailar lanzaban por el aire serpentinas y bolas de algodón, ó insistían con un deleite infantil en hacer sonar pequeñas gaitas y otros instrumentos pueriles. Flotaban en el aire cargado de humo esferas de caucho de distintos colores que los concurrentes habían dejado escapar de sus manos. Los más, mientras comían y bebían, llevaban tocadas sus cabezas con gorros de bebé, crestas de pájaro ó pelucas de payaso.
Había en el ambiente una alegría forzada y estúpida, un deseo de retroceder á los balbuceos de la infancia, para dar de este modo nuevo incentivo á los pecados monótonos de la madurez. El aspecto del restorán pareció entusiasmar á Elena.
—¡Oh, París! ¡No hay mas que un París! ¿Qué dice usted de esto,
Robledo?
Pero como Robledo era un salvaje, sonrió con una indiferencia verdaderamente insolente. Comieron sin tener apetito y bebieron el contenido de una botella de champaña sumergida en un cubo plateado, que parecía repetirse en todas las mesas, como si fuese el ídolo de aquel lugar, en cuyo honor se celebraba la fiesta. Antes de que se vaciase la botella, otra ocupaba instantáneamente su sitio, cual si acabase de crecer del fondo del cubo.
La marquesa, que miraba á todos lados con cierta impaciencia, sonrió de pronto haciendo señas á un señor que acababa de entrar.
Era Fontenoy, y vino á sentarse á la mesa de ellos, fingiendo sorpresa por el encuentro.
Robledo