-El señor Morrel ha sido siempre muy bondadoso conmigo -respondió Dantés.
-En ese caso, has hecho muy mal en rehusar su invitación.
-¡Cómo! ¿Rehusar su invitación? -exclamó el viejo Dantés-. ¿Te ha convidado a comer?
-Sí, padre mío -replicó Edmundo sonriéndose al ver la sorpresa de su padre.
-¿Y por qué has rehusado, hijo? -preguntó el anciano.
-Para abrazaros antes, padre mío -respondió el joven-; ¡tenía tantas ganas de veros!
-Pero no debiste contrariar a ese buen señor Morrel -replicó Caderousse-, que el que desea ser capitán, no debe desairar a su naviero.
-Ya le expliqué la causa de mi negativa -replicó Dantés-, y espero que lo haya comprendido.
-Para calzarse la capitanía hay que lisonjear un tanto a los patrones.
-Espero ser capitán sin necesidad de eso -respondió Dantés.
-Tanto mejor para ti y tus antiguos conocidos, sobre todo para alguien que vive allá abajo, detrás de la Ciudadela de San Nicolás.
-¿Mercedes? -dijo el anciano.
-Sí, padre mío -replicó Dantés-; y con vuestro permiso, pues ya que os he visto, y sé que estáis bien y que tendréis todo lo que os haga falta, si no os incomodáis, iré a hacer una visita a los Catalanes.
-Ve, hijo mío, ve -dijo el viejo Dantés-, ¡Dios te bendiga en tu mujer, como me ha bendecido en mi hijo!
-¡Su mujer! -dijo Caderousse-; si aún no lo es, padre Dantés; si aún no lo es, según creo.
-No; pero según todas las probabilidades -respondió Edmundo, no tardará mucho en serlo.
-No importa, no importa -dijo Caderousse-, has hecho bien en apresurarte a venir, muchacho.
-¿Por qué? -preguntole.
-Porque Mercedes es una buena moza, y a las buenas mozas nunca les faltan pretendientes, a ésa sobre todo. La persiguen a docenas.
-¿De veras? -dijo Edmundo con una sonrisa que revelaba inquietud, aunque leve.
-¡Oh! ¡Sí! -replicó Caderousse-, y se le presentan también buenos partidos, pero no temas, como vas a ser capitán, no hay miedo de que te dé calabazas.
-Eso quiere decir -replicó Dantés, con sonrisa que disfrazaba mal su inquietud-, que si no fuese capitán…
-Hem… -balbució Caderousse.
-Vamos, vamos -dijo el joven-, yo tengo mejor opinión que vos de las mujeres en general, y de Mercedes en particular, y estoy convencido de que, capitán o no, siempre me será fiel.
-Tanto mejor -dijo el sastre-, siempre es bueno tener fe, cuando uno va a casarse; ¡pero no importa!, créeme, muchacho, no pierdas tiempo en irle a anunciar tu llegada y en participarle tus esperanzas.
-Allá voy -dijo Edmundo, y abrazó a su padre, saludó a Caderousse y salió.
Al poco rato, Caderousse se despidió del viejo Dantés, bajó a su vez la escalera y fue a reunirse conDanglars, que le estaba esperando al extremo de la calle de Senac.
-Conque -dijo Danglars-, ¿le has visto?
-Acabo de separarme de él -contestó Caderousse.
-¿Y te ha hablado de sus esperanzas de ser capitán?
-Ya lo da por seguro.
-¡Paciencia! -dijo Danglars-; va muy de prisa, según creo.
-¡Diantre!, no parece sino que le haya dado palabra formal el señor Morrel.
-¿Estará muy contento?
-Está más que contento, está insolente. Ya me ha ofrecido sus servicios, como si fuese un gran señor, y dinero como si fuese un capitalista.
-Por supuesto que habrás rehusado, ¿no?
-Sí, aunque bastantes motivos tenía para aceptar, puesto que yo fui el que le prestó el primer dinero que tuvo en su vida; pero ahora el señor Dantés no necesitará de nadie, pues va a ser capitán.
-Pero aún no lo es -observó Danglars.
-Mejor que no lo fuese -dijo Caderousse-, porque entonces, ¿quién lo toleraba?
-De nosotros depende -dijo Danglars- que no llegue a serlo, y hasta que sea menos de lo que es.
-¿Qué dices?
-Yo me entiendo. ¿Y sigue amándole la catalana?
-Con frenesí; ahora estará en su casa. Pero, o mucho me engaño, o algún disgusto le va a dar ella.
-Explícate.
-¿Para qué?
-Es mucho más importante de lo que tú te imaginas.
-Tú no le quieres bien, ¿es verdad?
-No me gustan los orgullosos.
-Entonces dime todo lo que sepas de la catalana.
-Nada sé de positivo; pero he visto cosas que me hacen creer, como te dije, que esperaba al futuro capitán algún disgusto por los alrededores de las Vieilles-Infirmeries.
-¿Qué has visto? Vamos, di.
-Observé que siempre que Mercedes viene por la ciudad, la acompaña un joven catalán, de ojos negros, de piel tostada, moreno, muy ardiente, y a quien llama primo.
-¡Ah! ¿De veras? Y ¿te parece que ese primo le haga la corte?
-A lo menos lo supongo. ¿Qué otra cosa puede haber entre un muchacho de veintiún años y una joven de diecisiete?
-¿Y Dantés ha ido a los Catalanes?
-Ha salido de su casa antes que yo.
-Si fuésemos por el mismo lado, nos detendríamos en la Reserva, en casa del compadre Pánfilo, y bebiendo un vaso de vino, sabríamos algunas noticias…
-¿Y quién nos las dará?
-Estaremos al acecho, y cuando pase Dantés adivinaremos en la expresión de su rostro lo que haya pasado.
-Vamos allá -dijo Caderousse-, pero ¿pagas tú?
-Pues claro -respondió Danglars.
Los dos se encaminaron apresuradamente hacia el lugar indicado, donde pidieron una botella y dos vasos. El compadre Pánfilo acababa, según dijo, de ver pasar a Dantés diez minutos antes. Seguros de que se hallaba en los Catalanes, se sentaron bajo el follaje naciente de los plátanos y sicómoros, en cuyas ramas una alegre bandada de pajarillos saludaba con sus gorjeos los primeros días de la primavera.
Capítulo 3 Los Catalanes
A cien pasos del lugar en que los dos amigos, con los ojos fijos en el horizonte y el oído atento, paladeaban el vino de Lamalgue, detrás de un promontorio desnudo y agostado por el sol y por el viento nordeste, se encontraba el modesto barrio de los Catalanes.
Una colonia misteriosa abandonó en cierto tiempo España, yendo a establecerse en la lengua de tierra en que permanece aún. Nadie supo de dónde venía, y hasta hablaba un dialecto desconocido. Uno de sus jefes, el único que se hacía entender un poco en lengua provenzal, pidió a la municipalidad de Marsella que les concediese aquel árido promontorio, en el coal, a fuer de marinos antiguos, acababan de dejar sus barcos. Su petición les fue aceptada, y tres meses después aquellos gitanos del mar habían edificado un pueblecito en torno a sus quince o veinte barcas.
Construido en el día de hoy de una manera extraña y pintoresca, medio árabe, medio española, es el mismo que se ve hoy habitado por los descendientes de aquellos hombres que hasta conservan el idioma de sus padres. Tres o cuatro siglos