Este convite dio ocasión a una grave disputa entre el Santo Padre y su hijo. César opinaba que se debía recurrir a uno de esos medios que él solía emplear con sus amigos íntimos, a saber: la famosa llave con que se rogaba a ciertas personas que abriesen cierto armario. Esta llave, sin duda por un olvido inocente del cerrajero tenía una especie de púa pequeña de hierro, que al hacer fuerza la persona que abría el armario, que era difícil de abrir, se clavaba en la mano, ocasionando la muerte al otro día. Había también la sortija de cabeza de león: César se la ponía para dar la mano a ciertas personas, el león las mordía imperceptiblemente, y a las veinticuatro horas… ,requiescant in pace.
César propuso pues a su padre mandar abrir el armario a Rospigliosi y a Spada, o darles un cordial apretón de manos, pero Alejandro VI le respondió:
-Tratándose de esos excelentes cardenales Spada y Rospigliosi, paréceme que no debemos rehuir los gastos de un gran banquete, porque un presentimiento me dice que hemos de quedarnos con ese dinero. Sin duda olvidáis, César, además, que una indigestión hace su efecto en el acto, mientras un mordisco o una picadura tardan uno o dos días.
César se rindió a ese razonamiento y he aquí que los dos cardenales fueron invitados a comer. El banquete se debía efectuar cerca de San Pedro ad Vincula, en una hermosa posesión del Papa, muy conocida de los cardenales por su celebridad.
Envanecido Rospigliosi con su nueva dignidad, preparó su estómago para el banquete, pero Spada, hombre prudentísimo y que amaba con extremo a su sobrino, un capitán joven de mucho porvenir, tomó papel y pluma e hizo testamento.
En seguida envió un recado a su sobrino encargándole que le esperase por los alrededores de San Pedro, pero, según parece, el mensajero no le encontró. Spada conocía la costumbre de aquellos convites. Desde que el cristianismo, eminentemente civilizador, introdujo el progreso en Roma, no era un centurión el que venía de parte del tirano a deciros: “César quiere que mueras”, sino que era un legado ad latere, que con la sonrisa en los labios venía a deciros de parte del Papa: «Su Santidad quiere que comáis en su compañía.»
Spada se dirigió a las dos a San Pedro ad Vincula; ya le estaba esperando el Papa allí. La primera persona que vieron sus ojos fue a su sobrino el capitán, muy ataviado y muy tranquilo. César Borgia le colmaba de halagos y caricias. Spada palideció, porque César, con una mirada irónica, le daba a entender que todo lo había previsto y que estaba bien tendido el lazo. En el transcurso de la comida, el cardenal no pudo hacer otra cosa que preguntar a su sobrino:
-¿Recibisteis mi recado?
El capitán respondió que no, pero había comprendido la pregunta. Sin embargo, ya era tarde, porque acababa de beber un vaso de excelente vino, escanciado ex profeso para él por el copero del Papa. En el mismo instante ofrecían liberalmente a Spada vino de otra botella. Una hora después un médico declaró que ambos estaban envenenados con setas. Spada murió allí mismo, y el capitán a la puerta de su casa, haciendo una seña a su mujer, que no pudo comprenderle.
César Borgia y el Papa se apresuraron al punto a apoderarse de la herencia, a pretexto de registrar los papeles de los difuntos, pero todo el caudal de Spada consistía en un pedazo de papel en que había escrito él mismo:
«Lego a mi muy amado sobrino mis baúles y mis libros, entre los cuales se halla mi hermoso breviario con cantos de oro, que deseo conserve en memoria de su querido tío.»
Sorprendidos los herederos de que Spada, el hombre poderoso, fuese en efecto, el más pobre de los tíos, lo registraron todo, revolvieron los muebles, y admiraron el breviario. Ningún tesoro apareció, como no se cuenten los tesoros científicos encerrados en la biblioteca y en los laboratorios. Esto fue todo. Las pesquisas de César y de su padre fueron inútiles.
Nada se encontró, o a lo menos, poquísimo, es decir, unos mil escudos en alhajas, y otro tanto en dinero. Su sobrino, sin embargo, había vivido bastante tiempo para decir a su mujer:
-Buscad entre los papeles de mi tío, porque sé que existe un testamento real y verdadero.
Con esto se hicieron más diligencias aún que las que habían hecho los augustos herederos; pero todo en vano. Los dos palacios de Spada y la posesión que tenía detrás del Palatino, como los bienes inmuebles en aquella época valían poco, quedaron a favor de la familia, por indignos de la rapacidad del Papa y de su hijo.
Los meses y los años fueron transcurriendo. Alejandro VI, como sabéis, murió envenenado por una equivocación: César, envenenado también, se salvó, cambiando de piel como las culebras. En su nueva piel el veneno había dejado unas manchas semejantes a las del tigre. Por último, obligado a abandonar Roma, fue a hacerse matar oscuramente en una escaramuza nocturna, casi olvidada por la historia.
Tras la muerte del Papa y el destierro de su hijo César, todo el mundo esperaba que la familia volviera al fausto que tenía en los tiempos del cardenal Spada; pero no fue así. Los Spada siguieron viviendo en una dudosa medianía, un misterio eterno envolvió este asunto lúgubre. La opinión general fue que César, mejor político que su padre, le había robado la fortuna de los dos cardenales, y digo los dos, porque Rospigliosi, que no había tomado precaución alguna, fue despojado del todo.
-Hasta aquí -dijo Faria interrumpiéndose y sonriendo-, no os parece este cuento de loco, ¿es verdad?
-¡Oh, amigo mío! -le contestó Dantés-, paréceme, al contrario, que leo una crónica interesantísima. Continuad, os lo suplico.
-Ya continúo: La familia se acostumbró a esta situación; pasaron años y años. Entre sus descendientes unos fueron soldados; otros, diplomáticos; varios, eclesiásticos, y otros, banqueros. Enriqueciéronse algunos, y otros se acabaron de arruinar. Vengamos ahora al último de esta familia, a aquel de quien fui secretario, al conde de Spada.
Yo le había oído quejarse frecuentemente de la desproporción que guardaba con su rango su fortuna, aconsejéle que la colocara a renta vitalicia, siguió mi consejo y dobló su renta.
El famoso breviario que no había salido de la familia, pertenecía a este conde Spada. Se lo habían ido legando de padres a hijos, porque aquella rara cláusula que se encontró en el testamento hizo de él una verdadera reliquia, mirada con supersticiosa veneración. Era un libro con magníficas iluminaciones góticas, tan cargado de oro que en los días de grandes solemnidades lo llevada un criado delante del cardenal.
Como todos los secretarios y administradores que me habían precedido, yo me dediqué también a registrar los archivos de la familia, llenos de toda clase de títulos, papeles y pergaminos, pero a pesar de mi actividad y esmero fueron inútiles mis pesquisas. Y hay que tener en cuenta que yo había leído y hasta había escrito, una historia, o por mejor decir unas efemérides de la casa de Borgia, con idea de descubrir si a la muerte del cardenal César Spada había tenido algún aumento la fortuna de aquellos príncipes, y no encontré otro que el ocasionado por los bienes del cardenal Rospigliosi, su compañero de infortunio.
Yo estaba casi seguro de que ni los Borgias ni la familia Spada se habían aprovechado de la herencia, que sin duda había quedado sin dueño, como esos tesoros de los cuentos árabes que yacen en las entrañas de la tierra guardados por un genio. Mil y mil veces conté y rectifiqué los capitales, las rentas y los gastos de la familia durante trescientos años: todo fue inútil. Permanecí en mi ignorancia y el conde Spada en su miseria.
Por este tiempo murió él. De su renta vitalicia había exceptuado sus papeles de familia, su biblioteca, compuesta de 5.000 volúmenes, y su famoso breviario. Esto y unos mil escudos romanos, que poseía en dinero, me lo legó, a condición de componer una historia de su casa y un árbol genealógico, y de mandar decir misas en el aniversario de su