»Otro error sería creer que nuestras reuniones familiares fuesen sesiones dogmáticas y morosas. Leconte de Lisle era de aquellos que pretenden apartar, sobre todo del elogio, su personalidad íntima y por tanto mi conversación no tendrá aquí anécdotas. No diré de las sonrientes dulzuras de una familiaridad de que estábamos tan orgullosos, de las cordialidades de camarada que tenía con nosotros el gran poeta, ni de las charlas al amor del hogar—porque se era serio, pero alegre—ni todo el bello humor casi infantil de nuestras apacibles conciencias de artistas en el querido salón, poco lujoso, pero tan neto y siempre en orden, como una estrofa bien compuesta; mientras la presencia de una joven en medio de nuestro amistoso respeto, agregaba su gracia a la poesía esparcida.»
Tal es el recuerdo que consagra Catulle Mendés en uno de sus mejores libros, al hoy difunto jefe del Parnaso. El alentó a los que le rodeaban, como en otro tiempo Ronsard a los de la Pléyade, al cual cenáculo ha consagrado Leconte de Lisle muy entusiásticas frases; pues quien en «Las Erinnias» pudo renovar la máscara esquiliana, miraba con simpatía a Ronsard, que tuvo el fuego pindárico, anhelo de perfección y amor absoluto a la belleza.
Mas Leconte brillará siempre al fulgor de Hugo. ¿Qué porta-lira de nuestro siglo no desciende de Hugo? ¿No ha demostrado triunfantemente Mendés—ese hermano menor de Leconte de Lisle—que hasta el árbol genealógico de los Rougon Macquart ha nacido al amor del roble enorme del más grande de los poetas? Los parnasianos proceden de los románticos, como los decadentes de los parnasianos. «La Leyenda de los siglos» refleja su luz cíclica sobre los «Poemas trágicos, antiguos y bárbaros.» La misma reforma métrica de que tanto se enorgullece con justicia el Parnaso, ¿quién ignora que fué comenzada por el colosal artífice revolucionario en 1830?
La fama no ha sido propicia a Leconte de Lisle. Hay en él mucho de olímpico, y esto le aleja de la gloria común de los poetas humanos. En Francia, en Europa, en el mundo, tan solamente los artistas, los letrados, los poetas, conocen y leen aquellos poemas. Entre sus seguidores, uno hay que adquirió gran renombre: José María de Heredia, también como él nacido en una isla tropical. En lengua castellana apenas es conocido Leconte de Lisle. Yo no sé de ningún poeta que le haya traducido, exceptuando al argentino Leopoldo Díaz, mi amigo muy estimado, quien ha puesto en versos castellanos el «Cuervo»—con motivo de lo cual el poeta francés le envió una real esquela—, «El sueño del cóndor», «El desierto», «La tristeza del diablo», y «La espada de Angantir», todo de los «Poemas bárbaros», como también «Los Elfos», cuya traducción es la siguiente:
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