Esta tragedia del truncamiento en el camino del héroe, este fracaso en la educación sentimental es signo inequívoco de la modernidad de los trabajos y los días cervantinos. Por contraste con los héroes clásicos, los esperpentos de Miguel de Cervantes marchan en el batallón de los perdedores, pero algunos de ellos, como Rincón y Cortado, sacan de esa derrota el mayor provecho posible. Sus recorridos por el espejo cóncavo de la España habsbúrgica refractan paladines disformes, caricaturescos, patéticos; son seres a quienes están vedadas lo mismo la redención que la transformación en seres mejores. Aquellos que, como don Quijote, se empeñan en violentar la realidad para construirse a sí mismos, reventarán contra el muro de la verdad, un muro tan sólido que no permite ningún tipo de superación. Sólo los cínicos y los lúcidos pueden sobrevivir en el carnaval contradictorio de la España de cetro y mitra. Don Quijote, por su parte, tiene que morir por haber rechazado las ordenanzas del reino de este mundo, un reino de miserias en el que sólo serán coronados los delincuentes, a cuya legión se ha incorporado Rincón y Cortado.
Lo anterior glosa naturalmente el enseñoramiento del pícaro y de sus émulos como los amos indiscutibles de la novela moderna. Muerto el hidalgo con su arcadia, desvanecida para siempre la quimera de la edad dorada, el hombrecito maliciado a fuerza de maltrato, pobreza y decepción es el único ciudadano posible en una modernidad a la que es preciso adaptarse si se quiere seguir bregando. Aliarse con el monstruo, renunciar al rescate de la princesa o a la consecución del tesoro en el corazón del laberinto. Morir en el subterráneo que se esconde en la sombra, mas no para salir airoso en la construcción de un mundo mejor sino para pertrecharse en un vitalismo que haga llevaderas las derrotas evidentes del amor, la justicia y la belleza en una era en que las armadas ya no son invencibles ni los reyes santos ni Dios justo.
Erasmiano y contradictorio al fin, Cervantes se sentía evidentemente atraído por el mundo de los delincuentes. Esa atracción sin embargo lo asustaba. Nunca la asumió del todo, o no tanto como el anónimo autor de Lázaro de Tormes. De ahí procede acaso la ambigüedad de sus pícaros, de ahí la ejemplaridad dudosa de Rinconete y Cortadillo. El horror sevillano le interesa a Cervantes más que la moral a la que se sabe más o menos obligado. Sus pícaros observan con fascinación el reino de Monipodio pero no alcanzan a ser enteramente cínicos. Cuando Cervantes dice que quiere denunciar la maldad, no acabamos de creerle porque él mismo no lo cree. Se le nota sorprendido por el afecto con que trata a sus delincuentes para desviar sus dardos hacia los criminales de las instituciones públicas y visibles. La progresión descendente del idealismo caballeresco y su gradual humanización es dolorosa; percibimos ambigüedad y confusión así en el autor como en el lector. Rincón y Cortado no acaban de ser arquetípicos: son sólo esperpénticos. No son nunca del todo víctimas ni nunca por completo victimarios. El mundo de Cervantes está lleno de contradicciones porque es nuestro mundo y porque en la realidad la supervivencia sólo se responde con la contradicción de rufianes dichosos, fregonas ilustres y caballeros pícaros. Nunca canonizados y jamás demonizados, nunca condenados mas nunca redimidos. Inconclusos como la novela misma, Rincón y Cortado se parecen a nosotros, que insistimos en creer en que es posible separar el cuerpo y el alma, la bondad de la vileza.
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Ya sean pícaros, rufianes o todo lo contrario, Rincón y Cortado son tan ambiguos como planos. Y es precisamente su platitud, intencionada o no, paródica o no, la que exalta por simple contraste los dos elementos más hondos de la obra en cuestión: el encumbramiento de Sevilla como Babilonia imperial, y el ominoso retrato de Monipodio, minotauro en el centro de ese laberinto andaluz. El trazo de Rincón y Cortado, dibujados magistralmente en el diorama del infierno sevillano, sugiere un antecedente apicarado y un presente más bien rufianesco. Alguna vez fueron seres en formación que salieron del campo y del seno familiar hostil para ser devorados por la gran urbe. En ese abismo urbano realizarán un descenso sin iluminación, una prisión sin metamorfosis. Despojados ya de la ingenuidad y la capacidad de asombro que en principio tuvo Lázaro de Tormes, los jóvenes cervantinos son ya diestros en la espada y el engaño. Conservan sin embargo una cierta e inverosímil mesura, no la necesaria para tener algún tipo de epifanía aunque suficiente para emitir juicios y no involucrarse demasiado en una delincuencia de más altos vuelos. En Sevilla, Rincón y Cortado atestiguan algo que ya conocen parcialmente: dentro de la ciudad se reconocen en quienes son como ellos y que los reconocen como suyos. Sin embargo, se mantienen al margen; Cervantes no les permite involucrarse del todo, no los deja ser, los convierte en censores y con eso los aniquila.
En este sentido, la novela es, más que picaresca, histórica y antropológica, pues alude a comunidades delincuenciales de existencia para entonces probada, y a una Sevilla que desde hacia tiempo había sido denostada por muchos autores antes que Cervantes. Así como El licenciado Vidriera ha sido criticada como un simple pretexto de Cervantes para ensartar apotegmas, la escala casi inmóvil de Rincón y Cortado en Sevilla sacrifica la fluidez narrativa para realizar un deslumbrante retrato de la opacidad sevillana. Así como el Quijote de 1605 trastabilla con la excesiva teatralidad del desfile de historias que confluyen en la venta de Juan Palomeque, Rinconete y Cortadillo permite el congelamiento del narrador testigo para observar, sin prisa pero sin pausa, una sucesión de viñetas del hampa española, un rompecabezas que debe armar el lector en torno a la figura diablesca de Monipodio, hermano de Roque Guinart y de Robin Hood, abuelo del Fajin de Dickens. Retrato antes que relato, esta novela cervantina vale en la medida en que fija los tipos humanos de esa España escandalosamente móvil que aparece en el Quijote. Esta instantánea andaluza encarcela y congela provisionalmente el espacio y al hombre, los detiene para que podamos mirarlos a nuestras anchas y decidir si queremos guardarlos para otras obras donde el movimiento se reactive.
Esta suspensión en imágenes sucede contra el fondo de la ciudad de Sevilla, un monstruo que pocas veces ha sido mejor comprendido que en la pluma cervantina. Paradigma de la ciudad devoradora en una era en la que el campo se desvanecía, epítome del laberinto urbano que todo lo engulle y mata, Sevilla es la ciudad de Lope de Rueda y de los rufianes más queridos por Cervantes; es la urbe de don Juan y de Guzmán de Alfarache, la urbe de los sueños truncos y los cautiverios breves, quién sabe si injustos. Sevilla es Babel, el paraíso bello aunque por dentro putrefacto de la simulación; es la ilusoria plenitud del siglo xvi, gomia y tarasca, espejo cóncavo donde se reflejan los auténticos rostros de la represión imperial y eclesial. Allí vivió y estuvo preso Cervantes; a esta ciudad y a su máquina grande dedicó el melancólico soldado un satírico poema; en Sevilla se intoxicaron la Camacha y el rufián Lugo, allí se embozaron las Españas corrompidas y vencidas y se encerraron para aniquilarse el viejo celoso Cañizares en vano intento de proteger a su amada esposa del donjuanesco Loaysa. Espantado y atraído como sus personajes, Cervantes ve en Sevilla una atroz casa de espejos donde mundo y ultramundo son más semejantes de lo que uno buenamente pudiera desear. Esta ciudad habría sido descrita por Teresa de Ávila en su Libro de las Fundaciones como un lugar donde "los demonios tienen más o menos mano allí