J. I. Packer
INTRODUCCIÓN
Los siervos de Cristo están siempre y dondequiera bajo un mandato estricto de evangelizar. Espero que lo que voy a compartir en estas páginas sea un incentivo a la realización de esta tarea. Espero, también, que cumpla otra función. Entre los cristianos de hoy en día hay un examen de conciencia y una contienda acerca de los medios y los métodos del evangelismo. Quiero discutir los factores espirituales que juegan un papel en el evangelismo, y espero que lo que voy a decir sea útil en resolver algunos de los desacuerdos y debates de la actualidad.
El tema de este ensayo es el evangelismo, y lo abordaré en conexión a la soberanía de Dios. Esto quiere decir que me limito a discutir únicamente los aspectos de la soberanía divina que sean necesarios para pensar correctamente acerca del evangelismo. La soberanía divina es un tema bastante amplio: incluye todo lo que abarca el perfil bíblico de Dios como Señor y como Rey en su mundo, “del que hace todas las cosas según el designio de su voluntad” (Efesios 1:11), dirigiendo y ordenando todo acontecimiento en el mundo para el cumplimiento de su propio plan eterno. Tocar este tema en su totalidad involucra hacer sondeos en las profundidades no solamente de providencia, sino también de predestinación y escatología, y eso es más de lo que podemos y necesitamos intentar aquí. El único aspecto de la soberanía que nos interesará a lo largo de estas páginas es la gracia soberana de Dios. O sea, el acto todopoderoso de Dios de traer pecadores impotentes a Sí mismo, por medio de Jesucristo.
Al examinar la relación entre la soberanía de Dios y la evangelización cristiana, tengo en mente un propósito fijo. Hoy en día, por todas partes está diseminada la sospecha que una afirmación plena de la soberanía divina socava una concepción sana de la responsabilidad humana. Se ha pensado, además, que una fe robusta en la soberanía de Dios es nociva a la salud espiritual del cristiano, puesto que conduce a un hábito de inercia complaciente. Más específicamente, se piensa que esta fe llega a paralizar la evangelización, porque le quita al cristiano tanto el motivo de evangelizar como el mensaje del Evangelio. El supuesto es, básicamente, que no se puede evangelizar con eficacia si no está uno preparado para fingir, mientras evangeliza, que la doctrina de la soberanía divina no es cierta. Pretendo mostrar que esto es absurdo. Pretendo poner de manifiesto, además, que lejos de ser un factor nocivo a la evangelización, la fe en la gracia soberana de Dios es lo que sostiene al evangelismo, pues es ella la que nos da fuerza y ánimo para evangelizar con constancia y esmero. El evangelismo no se debilita frente a una fe en la soberanía de Dios. Muy al contrario, la evangelización sin esta doctrina será siempre débil y falto de poder. En la medida que avancemos espero que esto se haga más patente.
Capítulo I
LA SOBERANÍA DIVINA
No intentaré probar la verdad general de la soberanía de Dios en el mundo, pues no hay necesidad. Sé que si usted es cristiano, esto ya lo cree. ¿Cómo lo sé? Bueno, pues, sé que si usted es cristiano, usted ora, y el fundamento de sus oraciones es la seguridad de la soberanía de Dios en el mundo. En sus oraciones, usted pide y agradece. ¿Por qué? Porque sabe que Dios es el autor y la fuente de todo lo que usted tiene ahora y de lo que espera tener en el porvenir. Ésta es la filosofía básica de la oración cristiana. La oración de un cristiano no es un acto que intenta exigir que Dios actúe según nuestros deseos, sino es un reconocimiento humilde de nuestra dependencia y desamparo total. Cuando nos arrodillamos, sabemos que no estamos en control de los eventos de este mundo; asimismo reconocemos que somos impotentes para satisfacer nuestras necesidades terrenales; todo lo que queremos, ya sea para nosotros o para otros, proviene de la mano todopoderosa de Dios.
En el Padre Nuestro vemos que éste es el caso aun con “nuestro pan de cada día.” Si la mano de Dios nos provee con nuestras necesidades físicas, sería inconcebible sugerir que no nos provee con nuestras necesidades espirituales. A pesar de lo que postulemos después en discusiones teológicas, todo esto es tan claro cuando estamos orando, como la luz del sol. Efectivamente, lo que hacemos cada vez que nos arrodillamos para orar es reconocer la impotencia de nosotros mismos y la soberanía de Dios. Por lo tanto, el hecho de que un cristiano ore es una confesión positiva de su creencia en la soberanía de Dios.
Tampoco intentaré demostrar la validez de la verdad específica de la soberanía de Dios en cuanto a la salvación. Pues esto usted también lo cree. Esto lo afirmo por dos razones. Primero, usted le da gracias a Dios por su regeneración, y ¿por qué hace usted esto? Porque usted sabe que Dios es el único responsable por ella, pues usted no se salvó a sí mismo, sino que Él fue quien lo salvó. En agradecimiento usted reconoce que su conversión no fue el resultado de su propio afán, sino fue obra de la mano todopoderosa de Dios. Reconoce que su conversión no fue producto del azar, la probabilidad, o las circunstancias ciegas. No fue producto de un accidente que usted asistió a una iglesia cristiana, escuchó el evangelio, y vio que su vida carecía del Señor. Si usted se convirtió por medio de sus propias lecturas de la Biblia o por medio de algunos amigos cristianos, o aun por medio de un evangelista, usted sabe que su arrepentimiento y su fe no provienen de su propia sabiduría y prudencia. Quizá usted buscó y rebuscó a Cristo, quizá usted pasó por muchas tribulaciones en su búsqueda de un significado, y quizá usted leyó y meditó mucho tratando de encontrar una orientación, pero ninguna de esas cosas hace que la salvación sea obra suya. Cuando usted se entregó a Cristo, el acto de fe fue suyo, pero esto no quiere decir que usted se salvó a sí mismo. De hecho, ni se le ocurre pensar que la salvación sea obra suya.
Se siente responsable por sus pecados, indiferencias y obstinaciones frente al mensaje del evangelio, y nunca se glorifica por su santificación en Cristo Jesús. A usted nunca se le ha ocurrido dividir el mérito de su salvación entre sí mismo y Dios. Nunca ha pensado que la contribución decisiva de su salvación fue suya y no de Dios. Usted nunca ha dicho a Dios que, aunque Él le diera la oportunidad de la salvación, usted se da cuenta de que no hay que darle gracias a Él porque usted mismo tuvo la astucia de aprovechar la oportunidad. Su corazón se repugna y sus rodillas tiemblan al pensar en hablarle a Dios de esa manera. Pues nosotros agradecemos que Dios nos haya dado un Cristo de quien recibir confianza, consuelo, fe y arrepentimiento. Desde su conversión, su corazón le ha guiado de esta manera. Usted da toda la gloria a Dios por todo lo que Él hizo en salvarle, y usted sabe que sería blasfemia y soberbia no agradecerle por llevarle a la fe. Entonces, en su concepto de la fe y cómo la fe es otorgada, usted cree en la soberanía divina; así también creen todos los cristianos en el mundo.
En conexión a esto, será de gran beneficio escuchar unas palabras de una conversación entre Charles Simeon y John Wesley, anotada el 20 de diciembre de 1784 en el Diario de Wesley.
“Señor, entiendo que a usted se le llama un Arminiano, y a mí a menudo me llaman un Calvinista; por lo tanto, entiendo que debemos sacar nuestras espadas. Pero antes del comienzo de la batalla, con su permiso le haré algunas preguntas... Disculpe, buen señor, ¿se siente usted una criatura depravada, tan depravada que nunca hubiera contemplado voltear su rostro a Dios, si Dios no hubiera puesto esa disposición en su corazón de antemano?”
“Sí,” contesta el veterano, “definitivamente soy una criatura depravadísima y no puedo hacer nada por mi propia disposición.”
“Y ¿se siente usted inquieto al recomendarse a sí mismo a Dios por su propio mérito, o busca usted la salvación sólo por la sangre y justicia de Jesucristo?”
“Sí, no hay otro camino a la salvación que no sea por Cristo.”
“Pero suponemos, mi apreciado señor, que usted fue salvado primero por Cristo, ¿no necesitará usted salvarse luego por obras?”
“No, Cristo salva desde el principio hasta el fin.”
“Si admite usted que Dios volteó el rostro de usted a Él por medio de la gracia, ¿seguirá usted el camino estrecho de la salvación por sus propios esfuerzos?”
“No.”