El Fundador del Opus Dei. I. ¡Señor, que vea!. Andrés Vázquez de Prada. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Andrés Vázquez de Prada
Издательство: Bookwire
Серия: Libros sobre el Opus Dei
Жанр произведения: Философия
Год издания: 0
isbn: 9788432140044
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social tenía buen servicio doméstico. Además de la cocinera y de una doncella para la limpieza de la casa, contaba con una niñera y un mozo que, por temporadas, les echaba una mano en faenas impropias de mujeres. A doña Dolores, mujer muy hacendosa, siempre se la veía poniendo orden en la casa, pues poseía mucho sentido práctico.

      Cuando los niños volvían del colegio, a veces con sus amigos, les tenía destinado para sus juegos un cuarto, al que llamaban la leonera 74. En su trato usaba discretamente la flexibilidad o, por el contrario, se mostraba inflexible, según los casos. A veces los pequeños alborotaban en la mesa los días de fiesta, cuando se servía pollo. Todos parecían ponerse de acuerdo para reclamar una pata. Doña Dolores, sin perturbarse, comenzaba a multiplicar patas al pollo: tres, cuatro, seis; cuantas fueran necesarias. Sin embargo, no toleraba antojos, ni que los niños se metiesen en la cocina a comer fuera de hora. La cocina era para los niños una permanente tentación. En cambio, doña Dolores sólo entraba allí excepcionalmente, para ver cómo iban las cosas o para preparar un plato extraordinario. Y extraordinarios eran los “crespillos” , que aparecían el día de su santo o en muy contadas ocasiones familiares 75. Era un postre al alcance de cualquier fortuna y no tenía otro secreto culinario que el saberlo presentar en su punto: unas hojas de espinaca rebozadas en un batido de harina y huevo; se pasaban luego por la sartén con un poco de aceite hirviendo y, calentitas y espolvoreadas de azúcar, se servían a la mesa. En la casa de los Escrivá siempre se saludó con ilusión el día de los “crespillos” .

      Había también otra razón por la que el niño merodeaba cerca de la cocina, aparte de los dulces o las patatas fritas. Las chicas de servicio le contaban dichos e historietas. Sobre todo María, la cocinera. Sabía ésta un cuento de ladrones, sin tragedias ni violencias. Uno, y nada más que uno. Pero lo contaba de manera magistral y el pequeño nunca se cansaba de oírlo repetir 76. Escuchando a María comenzaron a despuntar sus dotes de narrador.

      Algunas tardes, al regresar Carmen con sus amigas de colegio, se encerraban a jugar en la leonera. Doña Dolores, condescendiente con sus aficiones, las entretenía o les daba algunas prendas viejas para jugar. «Frecuentemente —refiere Esperanza Corrales— nos quedábamos a merendar y recuerdo que nos daban pan con chocolate y naranjas» 77.

      Si Josemaría no había salido con sus amigos, se pasaba por la leonera para divertir a las niñas. «Le gustaba entretenernos —cuenta la baronesa de Valdeolivos—. Muchas veces íbamos a su casa y nos sacaba sus juguetes: tenía muchos rompecabezas» 78. También tenía soldados de plomo, y bolos, y un caballo grande de cartón con ruedas en el que montaba a las niñas por turno, mientras las paseaba por la habitación tirando al caballo del ronzal. Y si las niñas alborotaban, el propietario de la caballería ponía paz con unos buenos tirones de trenzas.

      «Pero lo que más le gustaba cuando estaba con nosotras —recuerda Adriana, hermana de Esperanza— era sentarse en una mecedora del salón y contarnos cuentos —normalmente de miedo, para asustarnos— que inventaba él mismo. Tenía viva la imaginación y nosotras —estarían Chon y Lolita, sus hermanas, que eran tres y cinco años menores que Josemaría— le escuchábamos atentamente y un poco asustadas» 79.

      * * *

      De 1908 a 1912, en que comienza sus estudios de bachillerato, Josemaría preparó la “enseñanza primaria” . Según las disposiciones vigentes la jornada escolar era de seis horas de clase, tres por la mañana y tres por la tarde. Para el hijo de los Escrivá el horario se prolongaba. Por las tardes hacía los deberes bajo la supervisión de un profesor, para su mejor aprovechamiento. Curso tras curso estudiaban los alumnos las mismas asignaturas, aunque cada año con mayor amplitud. El currículo de materias era un combinado enciclopédico de ingredientes dispares, que abarcaba desde las Nociones de Higiene y los Rudimentos de Derecho hasta el Canto o el Dibujo 80.

      La enseñanza específica y sobresaliente del colegio era la escritura, arte en el que los Escolapios tenían fama justificada. La “letra escolapia” era una gallarda letra española, alta, gruesa y sin adornos o rasgos extravagantes 81. Conseguir maestría requería mucha aplicación. Los principiantes emborronaban hojas y más hojas de papel. Los renglones se les iban en curvas caprichosas, como el perfil de una cordillera. Se manchaban los dedos al hundir el palillero en los pocillos de tinta. Luego venía el maestro, corrigiendo a los niños. Les mostraba cómo empuñar la pluma y, para que siguiesen horizontalmente los renglones, les ponía debajo del papel una falsilla, cuyas rayas se transparentaban, rectilíneas y paralelas.

      Con los años esos recuerdos suscitarían en la mente de Josemaría metáforas sobrenaturales. En su omnipotencia Dios no precisa de falsilla ni de palillero, porque así como los hombres escribimos con la pluma, el Señor escribe con la pata de la mesa, para que se vea que es Él el que escribe 82.

      Josemaría adquirió pronto un estilo caligráfico fácilmente reconocible a todo lo largo de su vida. Su personalidad se muestra en los trazos enérgicos, amplios y sencillos, que hacen inconfundible su escritura, desde una época temprana de colegial. En sus rasgos se revela un temperamento decidido, franco y generoso.

      De pequeño —refería su hermana Carmen— «cuidaba mucho de no lesionar los derechos de los demás: prefería perder a que un compañero suyo saliera perjudicado» 83. Pues bien, algo parecido menciona un compañero de colegio cuando dice que «no era pendenciero, y cedía fácilmente antes de reñir» 84. Lo cual no significa que Josemaría tuviese un carácter encogido, según se deduce de su pelea con otro colegial, apodado “Patas puercas” . Por razones que nadie detalla, se sacudieron de lo lindo hasta quedar ambos enteramente satisfechos. En todo caso, Josemaría aprendió que la violencia es arma que jamás convence al contrario, por lo que renunció a su empleo, de allí en adelante 85.

      Su tendencia a ser generoso con sus compañeros revela una incipiente magnanimidad, que iba unida a su mucha delicadeza en el trato, como lo confirma lo excepcional de la pelea con “Patas puercas” . Bueno es traer aquí la anécdota de cuando unos chiquillos de Barbastro clavaron un murciélago en la pared y despiadadamente lo apedrearon. A Josemaría, al que la sensibilidad de su naturaleza impedía tomar parte en diversión tan cruel, se le quedó grabado el recuerdo de aquel suceso 86.

      También recordaba que, yendo tranquilamente por la calle, en dos ocasiones se le acercó por detrás un perro y le mordió, sin previo aviso y sin que hubiese sido provocado el animal. Soportó valientemente el dolor y fue a casa de su tía Mercedes a que le curasen, preocupado por no dar un disgusto a su madre 87. Con sucesos de este género se le fue curtiendo el carácter para aguantar mayores inconvenientes morales o físicos, aunque nunca consiguió vencer su natural resistencia a estrenar traje o llamar la atención de cualquier otro modo. Ya no se agazapaba debajo de la cama, como hacía antes, de pequeño. Ahora adoptaba otra táctica. Si los alumnos de la clase tenían que hacerse una foto en grupo, por ejemplo, se les avisaba para que ese día viniesen todos bien trajeados. Josemaría ni aludía a ello en casa. Después, al enviar la foto a los padres, a doña Dolores la cogía de sorpresa. No era necesario hacer averiguaciones. Se echaba de ver que todas las madres se habían preocupado de que sus hijos fueran bien arreglados; el suyo era el único que no llevaba traje de fiesta.

      «Josemaría —le decía su madre—, pero ¿es que quieres que te compremos los trajes viejos?» 88.

      En el hogar de los Escrivá, a pesar de vivir con holgura, se economizaba, sacando partido a cosas que para otros resultarían inservibles. Allí reinaba el orden. Si un niño rompía un jarrón u otro objeto valioso, enseguida se pegaban los trozos o se mandaba a recomponer con lañas. En la casa había varios relojes, y todos marcaban la misma hora. Don José, sin ser maniático, amaba la puntualidad, porque nunca se sabe a dónde se va a parar con el desorden. Sabiduría que el ama de casa resumía con un dicho popular cuando, al recoger las cosas de la costura, amonestaba a su hija Carmen: «Con los hilos que se tiran, el demonio hace una soga» 89.

      Su padre fue siempre su mejor amigo. A él acudía el niño en busca de aclaración a problemas o dificultades, sabiendo de antemano que la respuesta de don José sería satisfactoria.