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La entrada de Josemaría en el Seminario de San Carlos se hizo con espíritu de desprendimiento. Sabía que un nuevo género de vida, la convivencia con otros seminaristas, significaba, por fuerza, un cambio de hábitos y la renuncia a muchas comodidades caseras. Y, como para expresar simbólicamente tal renuncia, al llegar al seminario cedió al portero el tabaco, la pipa y los demás adminículos de fumador que llevaba encima. Así, con gesto definitivo, dejó de fumar 23. Pero lo que no pudo imaginarse es que esta etapa de su vocación sacerdotal constituiría para él una auténtica prueba de fuego. Los desniveles de cultura y costumbres, a los que no estaba habituado, no fueron, sin embargo, el obstáculo más difícil de superar, porque Josemaría, para acomodarse a la mentalidad y costumbres de los seminaristas, procuraba tener trato y relación con todos y mostrarse servicial 24.
Las diligencias para adaptarse a las circunstancias del San Carlos comenzaban desde primera hora. Josemaría, que solía lavarse a diario en su casa desde la punta de los pies hasta la coronilla, verano e invierno, con agua fría, tenía que conseguir varios jarros de agua todas las mañanas para no interrumpir esa sana costumbre 25.
Jamás entraban mujeres en el seminario. Unos criados se encargaban de la limpieza general. (Y no es preciso insistir en que algo dejaba que desear la pulcritud de las dependencias). En cuanto a la ropa personal y las mudas de sábanas, cada cual se arreglaba como podía. Josemaría tuvo la suerte de que el lavado de la ropa se lo hacían en casa de su tío Carlos 26. Él se ocupaba de limpiar cuidadosamente los zapatos y cepillarse la sotana, como mandaba el Reglamento 27.
De hacer un sondeo entre los condiscípulos de Josemaría sobre los rasgos sobresalientes de su persona, las respuestas se orientan, invariablemente, hacia su afable cortesía y pulcritud en el vestir. «Era Josemaría un señor de pies a cabeza, en todo su comportamiento: en la manera de saludar, en la forma de tratar a las personas, en cómo vestía, en la educación con que comía —cuenta uno de sus compañeros—; sin proponérselo, representaba un fuerte contraste con lo que parecía costumbre entonces» 28. Y, sobre el atuendo y aspecto, refiere otro de los seminaristas lo que sucedió un día de paseo en que los del San Carlos salieron a visitar el manicomio: «Vimos a muchos locos, algunos muy chocantes, por ejemplo uno que decía que mandaba más que nadie porque era el mismo Rey en persona; y, al final, hubo una vieja loca que se empeñó en decir que D. Josemaría era su novio, porque le vio tan bien parecido y tan bien vestido. Y es verdad que se le veía siempre muy correcto» 29.
Con el paso de los años el hijo salía al padre en cuanto a la distinción y a los modales. Pero, ¿qué se había hecho del niño que, en Barbastro, se escondía debajo de las camas cuando estrenaba traje?; y ¿qué del muchacho que se negaba a ponerse sus mejores ropas cuando le iban a hacer unas fotos en el colegio? De entonces acá había rodado mucho la familia. La fortuna había vuelto la espalda a los Escrivá; la pobreza le obligaba ahora a conservar un traje usado como si fuera nuevo.
El cuidado de su persona en el aseo pronto le valió un apodo, a cuenta de los lavatorios matinales:
Cuando entré yo en el seminario, solía tener, como acostumbraba de antes, los zapatos y el vestido bien limpios: incomprensiblemente, por esta razón, para algunos que antes de entrar yo en el seminario me hubieran tratado con la máxima consideración, era yo ¡el señorito! Otro motivo de curioso asombro, para aquellos buenos seminaristas, que eran todos mejores que yo, y que después, en su mayoría, han ejercitado su ministerio como óptimos sacerdotes y varios han merecido el martirio, arrancaba de que me lavaba —trataba de ducharme— todos los días: de nuevo, el epíteto de señorito 30.
Lo de “señorito” es, claramente, un eufemismo. El mote insultante que le aplicaban algunos compañeros era “pijaito” , que en aragonés equivalía a señoritingo 31. Sabiendo cuánto le molestaban las faltas de higiene o de limpieza, uno de los estudiantes, de modales zafios y agresivos, que apestaba a sucio y resudado, se le acercaba para restregarse con él descaradamente. «¡Hay que oler a hombre!» , le animaba. Hasta que un día, con los sobacos empapados de sudor, le pasó la manga por la cara. Josemaría estuvo a punto de estallar, pero se dominó, cortando la osadía con palabras demasiado medidas para el caso: No se es más hombre por ser más sucio 32.
No quedó ahí la cosa. Las burlas de algunos recayeron muy pronto en temas de su vida de piedad. Las visitas diarias a la basílica del Pilar le merecieron el sobrenombre de “rosa mística” , mote de muy mal gusto en boca de un seminarista, e irreverente para con la Virgen 33. También fueron objeto de crítica las prolongadas visitas al Santísimo en la iglesia de San Carlos y su celo apostólico en las conversaciones. “¡Ahí viene el soñador!” , se decían en voz alta esos compañeros, remedando las palabras de los hijos de Jacob. Por “el soñador” le conocían algunos en el seminario 34. Procuraba Josemaría hacer oídos sordos a los apodos. En el fondo le dolían por lo hiriente del insulto, por su consciente malicia y, más aún, porque rompían los vínculos de convivencia y amistad 35.
Este comportamiento de algunos condiscípulos, que se debía principalmente a la falta de educación, a envidia o a ignorancia, dejó un penoso recuerdo en su alma. Diez años más tarde, escribiendo con carácter reservado, Josemaría se desahoga personalmente con el Señor, y comienza lamentándose de la baja extracción social de las vocaciones sacerdotales, y del deficiente nivel de educación y cultura existente en algunos seminarios:
Vocaciones de Seminarios, he dicho: ¡Lástima que las familias se retraigan, aun siendo piadosas, de enviar sus hijos a los Seminarios! En muchas regiones españolas solamente se ven en los Seminarios, con raras excepciones, hijos de pobres labriegos.
Y continúa: Luego de hacer constar que en nuestros Seminarios se ven magníficos ejemplos de virtud [...], me permito decir, con entera verdad, que serán santos, quienes los habitan, pero muy mal educados. Habrá excepciones. Se sufre de veras, cuando se ha nacido y vivido en otro ambiente 36.
Revisando esos estorbos en el camino de su vocación sacerdotal en Zaragoza, el 14 de febrero de 1964 decía a un buen grupo de oyentes:
Pasó el tiempo y sucedieron muchas cosas duras, tremendas, que no os digo porque a mí no me causan pena, pero a vosotros sí que os la darían. Eran hachazos que Dios Nuestro Señor daba para preparar —de ese árbol— la viga que iba a servir, a pesar de ella misma, para hacer su Obra. Yo, casi sin darme cuenta, repetía: Domine, ut videam! Domine, ut sit! No sabía lo que era, pero seguía adelante, adelante, sin corresponder a la bondad de Dios, pero esperando lo que más tarde habría de recibir: una colección de gracias, una detrás de otra, que no sabía cómo calificar y que llamaba operativas, porque de tal manera dominaban mi voluntad que casi no tenía que hacer esfuerzo 37.
Esas cosas duras, tremendas, esos hachazos no se refieren, evidentemente, a las groserías o insultos de unos seminaristas. Lo prueba el que el eco de esos sucesos era tan doloroso que, al cabo de cuarenta años, retumbaba aún en su memoria; aparte de que el fluir de la vida suele dejar los recuerdos estudiantiles adormecidos y tersos como los cantos rodados por la corriente. (Pasado el tiempo calificaría de “pequeñeces” aquellas chinchorrerías, bien poca cosa comparadas con el gran bien que a su alma había hecho la estancia en el Seminario del que no recordaba sino cosas buenas) 38. No; a ese otro recordatorio del San Carlos hay que buscarle raíces más amargas.
El sacerdote que en 1964 se resistía a