La casa de Lázaro está cerca de la de don Juan Valera y el general Martínez Campos; y enfrente de la del duque de Frías, el gran señor de romántica vida que arrebatara en época hoy legendaria la mejor joya de la embajada inglesa... De los balcones se ve la casa de la novela—que costó la inmensa fortuna del duque—y, al dulce oro de una tarde que hubiera podido ser de primavera, hablábamos de esos sueños vividos.
Luego fuí a visitar las telas viejas, los cuadros auténticos y admirables—¡oh, mi buen amigo Schiaffino, y cómo le he recordado!—Lo de Tiépolo, cabezas dibujadas con la conocida magistral manera. Un hermosísimo cuadro de la época rafaelita, de tonalidad única, a modo de creerse imposible que se haya podido lograr la conservación de tanta riqueza de color. Un Ribera que desearían muchos Museos; riquísimos trípticos bizantinos; retratos de valor histórico y de un abolengo artístico que desde luego se impone; y más y más preciadas cosas en que resalta con aristocracia absoluta, como soberano, santa «panagia» de esa casa del Arte, un Leonardo de Vinci.
Esta presea de la pintura es un cuadrito pequeño, un retrato, el de un tipo seguramente contemporáneo de la Gioconda; maravilloso andrógino, de una fisonomía sensual y dolorosa a un tiempo, en la cual todo el poema de la visión del artista incomparable está cristalizada, como en un suave y prodigioso diamante. Es una «ficción que significa cosas grandes», como decía el maestro en palabras que han florecido en el alma d'annunziana. Me gusta más todavía este retrato enigmático que el mismo sublime retrato de Monna Lissa. La mirada está impregnada de luz interior; el cabello es de un efecto que sobrepasa los efectos esencialmente pictóricos; el ropaje—que es hermano de la Gioconda—muestra la mano original; y el fino y delicado plasticismo de las armoniosas facciones, denuncia, clama la potencia del porfirogénito poeta-sapiente de la Anatomía, del príncipe de los maestros de la pintura de todos los siglos. Del Museo de Berlín vinieron a intentar llevarse tan magnífica obra, pero el dueño no quiso la buena suma del oro alemán. Al Louvre fué en persona a mostrar su tesoro, y también recibió propuestas. El cuadrito sigue imperante en tierra española.
Entre tanta rica colección de cosas de arte, me llaman la atención dos mantillas que pertenecieron a una altísima dama de la nobleza madrileña, que pasó sus últimos años en apuros y pobrezas y tuvo un entierro modesto, humilde, después de haber recibido, en tiempos de pompa, a los monarcas en sus salones. De ella era también un anillo de solitaria belleza, una perla cuyo oriente se destaca singular entre finas chispas, todo de un gusto de exquisitez hoy no usada, y que seguramente adornó en no muy lejanos tiempos dedos principales que muestran su gracia nobiliaria en los retratos de Pantoja. De ella asimismo una peineta que ostenta en su semicírculo tantas amatistas como para las manos de diez arzobispos.
De las joyas en mi rápida visita paso a los libros: primero los incunables alemanes e italianos; eucologios de Amsterdam; hermosas ediciones de España, las espléndidas de Montfort, de Sancha, de la Imprenta Real; varios infolios pertenecientes a la biblioteca del infante Don Sebastián; una crónica de Pero Niño, de severa elegancia tipográfica; rollos hebreos, pergaminos gemados de mayúsculas que revelan la fina y paciente labor de la mano monacal; sellos de Don Alfonso el Sabio; prodigiosas caligrafías arábigas, autógrafos de un valor inestimable. Buena parte de todo lo que adorna esta mansión fué expuesta en la Exposición Histórica europea y americana que se celebró en esta capital, con motivo del Centenario de Colón, y en el actual palacio de la Biblioteca y Museo de Arte Moderno.
Al ir revistando tan estupenda colección de riqueza bella, pensaba yo en cómo muchas de las cosas que atraían mis miradas eran parte del desmoronamiento de esas antiquísimas Casas nobles que, como la de los Osunas, han tenido que vender al mejor postor objetos en que la historia de un gran reino ha puesto su pátina, oros y marfiles rozados por treinta manos ducales en la sucesión de los siglos, hierros de los caballeros de antaño; muebles, trajes y preseas que algo conservan en sí de las pasadas razas fundadoras de poderíos y grandezas... Y recordaba la amarga comedia de Jacinto Benavente: La comida de las fieras...
Y antes de partir fuí otra vez a dar mi saludo de despedida a la creación del divino Leonardo. Y parecíame que la majestad del arte diese razón a la caída de todo edificio que no tenga por base la potencia mental. Esa faz reproducida o imaginada por el maestro luminoso vive y comunica su inmortal misterio, su hechizo supremo, a toda alma que se acerque a su mágica influencia, cual si desprendiese de la obra del pincel la maravilla avasalladora de una virtud secreta. Y a través de la fugaz onda temporal, esa dominación arcana se perpetúa, y la imperecedera diadema se hace más radiosa al tocar sus perlas invisibles el vuelo de las horas.
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